Authors: Máximo Gorki
Apenas cabían en la habitación, por la que se había esparcido un fuerte olor a betún. Dos gendarmes y el comisario de policía del suburbio, Ryskine, hacían sonar sus botas sobre el pavimento, quitaban los libros del estante y los amontonaban sobre la mesa, ante el oficial. Otros dos golpeaban las paredes con el puño, miraban bajo las sillas; uno se izó trabajosamente sobre la estufa. El Pequeño Ruso y Vessovchikov estaban en un rincón, apretados uno contra otro; el frágil rostro de Nicolás se había cubierto de manchas rojas, y sus ojillos no podían separarse de la cara del oficial. Andrés retorcía su bigote y, cuando la madre entró en el cuarto, le hizo, sonriendo, un amistoso signo de cabeza.
Esforzándose por dominar su terror, Pelagia entró, no de costado, como siempre, sino avanzando el pecho, lo que daba a su persona un aire de importancia, cómico y afectado. Caminaba ruidosamente, con un temblor en las cejas.
El oficial cogió rápidamente los libros, entre los dedos afilados de sus blancas manos: los hojeaba, los sacudía, y, con gesto hábil, los arrojaba a un lado. A veces, algún volumen caía pesadamente en tierra. Todos callaban: se oía el jadeo de los gendarmes, sudorosos, el chocar de las espuelas, y, de cuando en cuando, una pregunta:
—¿Habéis mirado aquí?
Pelagia se situó al lado de Paul, junto al tabique: cruzó los brazos sobre el pecho, como él, y miró también al oficial. Sus rodillas temblaban y una niebla le velaba los ojos.
De pronto, la voz de Vessovchikov resonó cortante:
—¿Por qué hay que tirar los libros al suelo?
La madre se estremeció. Tvariakov hizo un movimiento con la cabeza, como si le hubieran golpeado en la nuca. Rybine tosió y miró atentamente a Nicolás.
El oficial arrugó los ojos y por un segundo hundió su mirada en el rostro delgado e inmóvil. Sus dedos se pusieron a volver las páginas, aún más a prisa. Algunas veces, abría tanto sus ojos grises, que se habría creído que se sentía horriblemente mal, y que iba a lanzar un grito de furia, impotente contra su dolor.
—¡Soldado! —volvió a decir Vessovchikov—: recoge esos libros.
Los gendarmes volvieron hacia él, después miraron al oficial, que levantó la cabeza y, envolviendo en una ojeada escrutadora la silueta maciza de Nicolás, dijo con voz arrastrada y nasal: —Bien…, recogedlos.
Uno de los gendarmes se inclinó, y, mirando a Vessovchikov con el rabillo del ojo, se puso a recoger los libros de hojas arrugadas.
—¡Nicolás debía callarse! —susurró la madre a su hijo.
Este se encogió de hombros. El Pequeño Ruso bajó la cabeza.
—¿Quién lee la Biblia?
—Yo —dijo Paul.
—¿A quién pertenecen todos estos libros?
—A mí —respondió de nuevo.
—¡Bien! —dijo el oficial, reclinándose sobre el respaldo de la silla. Hizo crujir los dedos de sus finas manos, extendió las piernas sobre la mesa, arregló su bigote, e interpeló a Vessovchikov.
—¿Tú eres Andrés Nakhodka?
—Sí —respondió Nicolás, avanzando. El Pequeño Ruso tendió la mano, lo cogió por el hombro y lo hizo retroceder.
—Se equivoca. Andrés soy yo.
El oficial alzó la mano, y amenazando con el índice a Vessovchikov, le dijo:
—¡Ten cuidado tú!
Se puso a revolver sus papeles.
Fuera, los ojos indiferentes de la clara noche de luna, miraban por la ventana. Alguien pasaba ante la casa. La nieve crujía.
—Tú, Nakhodka, ¿has sido ya objeto de una encuesta, por delitos políticos? —preguntó el oficial.
—Sí, en Rostov y en Saratov… Sólo que allí, los gendarmes me trataban de usted.
El oficial guiñó el ojo derecho, se lo restregó, y, descubriendo sus menudos dientes, continuó:
—¿Y no conoce usted, Nakhodka, sí, precisamente usted, quiénes son los canallas que reparten en la fábrica llamamientos criminales?
El Pequeño Ruso se balanceó sobre sus piernas, y, con una ancha sonrisa en los labios, iba a decir algo cuando de nuevo resonó la voz irritada de Nicolás.
—Es la primera vez que vemos canallas.
Hubo un silencio, y, durante un segundo, todos permanecieron inmóviles.
La cicatriz de la madre palideció, y su ceja derecha dio un tirón hacia arriba. La barba negra de Rybine se puso a temblar de un modo extraño: la peinó lentamente con los dedos, la cabeza baja.
—Echad fuera a este animal —dijo el oficial.
Dos gendarmes cogieron a Nicolás por debajo de los brazos y lo arrastraron sin miramientos hacia la cocina. Allí, clavando sólidamente los pies en el suelo, se detuvo y gritó:
—¡Deteneos…, tengo que vestirme!
El comisario de policía entró.
—No hay nada: hemos mirado por todas partes.
—¡Desde luego! —exclamó el oficial sonriendo—. Tenemos aquí a un hombre de experiencia.
La madre escuchaba aquella voz, fluida y cortante; miraba con terror su rostro amarillo y sentía en este hombre un enemigo sin piedad, un corazón lleno del desprecio del aristócrata por el pueblo. Había visto muy pocos individuos de este género, y casi había olvidado que existían.
«Son a éstos a quienes inquietamos», pensó.
—Señor Andrés Onissimov Nakhodka, hijo de padre desconocido: queda detenido.
—¿Por qué motivo? —preguntó tranquilamente el Pequeño Ruso.
—Eso se lo diré más tarde —respondió el oficial, con venenosa cortesía. Se volvió hacia Pelagia.
—¿Sabes leer?
—No —contestó Paul.
—No es a ti a quien pregunto —dijo severamente, e insistió:
—¡Responde, vieja!
La madre, invadida por un sentimiento de odio instintivo hacia este hombre, se irguió de pronto, presa de un temblor como si hubiese caído en agua helada; su cicatriz se volvió púrpura y su ceja descendió.
—¡No grite! —dijo extendiendo un brazo hacia el oficial—. Usted es joven aún, no conoce la desgracia…
—¡Cálmate, mamá! —la detuvo Paul.
—¡Espera, Paul! —gritó ella abalanzándose a la mesa—. ¿Por qué detiene a esta gente?
—Eso no le incumbe, ¡cállese! —exclamó el oficial levantándose—. ¡Traed a Vessovchikov!
Se puso a leer un papel, alzándolo a la altura de su cara. Introdujeron a Nicolás.
—¡Descúbrase! —gritó el oficial, interrumpiendo su lectura. Rybine se acercó a Pelagia, y empujándola con el hombro, le dijo en voz baja:
—¡No te acalores, madre!
—¿Cómo voy a descubrirme si tengo sujetas las manos? —preguntó Nicolás, turbando la lectura del proceso verbal.
El oficial arrojó el papel sobre la mesa:
—¡Firmad!
La madre miró a los asistentes firmar el proceso verbal; su excitación había desaparecido y su corazón desfallecía: lágrimas de humillación e impotencia subían a sus ojos. Estas lágrimas las había derramado durante los veinte años de su vida conyugal, pero en estos últimos tiempos, había olvidado su quemadura corrosiva.
El oficial la miró y dijo con una mueca de desdén:
—Es todavía muy pronto para llorar, mi buena señora. Tenga cuidado, o no le quedarán lágrimas para más adelante.
Ella le respondió, encolerizada de nuevo:
—Las madres tienen lágrimas suficientes para todo…, para todo. Si usted tiene una, ella debe saberlo.
El oficial recogió rápidamente sus papeles en una cartera nueva, de brillante cerradura, y ordenó:
—¡Adelante, marchen!
—Hasta la vista, Andrés; hasta la vista, Nicolás —dijo Paul en voz baja, pero calurosamente, estrechando la mano de sus camaradas.
—Sí, desde luego, ¡hasta la vista! —repitió el oficial irónicamente.
Vessovchikov resollaba penosamente: su ancho cuello estaba congestionado y sus ojos centelleaban de rabia. El Pequeño Ruso era todo sonrisas, e inclinó la cabeza diciendo algunas palabras a la madre, que lo bendijo con la señal de la cruz, y dijo:
—Dios ve a los justos…
Por fin, el pelotón de hombres con capotes grises se replegó a la entrada, con un tintinear de espuelas, y desapareció. El último en salir fue Rybine: envolvió a Paul en la escrutadora mirada de sus ojos negros, y dijo soñador:
—Bien…, adiós.
Y salió sin prisa, tosiendo tras la barba.
Las manos cruzadas a la espalda, Paul recorrió lentamente la habitación, de largo a ancho, entre los libros y la ropa que yacían sobre el suelo, el aire sombrío:
—¿Has visto lo que es esto?
Mirando con indecisión el cuarto en desorden, la madre murmuró angustiada:
—¿Por qué Nicolás ha sido grosero?
—Tenía miedo, sin duda —dijo dulcemente Paul.
—Han venido, los detuvieron, se los han llevado… —masculló Pelagia con gesto impaciente.
Le quedaba su hijo. Su corazón comenzó a latir con más calma, mientras su pensamiento se concentraba en vano, ante aquella realidad, que no podía concebir.
—Ese hombre se burla de nosotros, nos amenaza…
—¡Basta, madre! —dijo súbitamente Paul con decisión—. Vamos, arreglemos todo esto.
Le había dicho «madre» y «tú», como solamente hacía cuando se sentía muy próximo a ella. La madre hizo un movimiento hacia él, lo miró a los ojos y preguntó muy bajo:
:—¿Te han humillado?
—¡Sí! Es duro… ¡Hubiera preferido ir con ellos!
Parecióle a la madre que tenía lágrimas en los ojos, y' para consolarlo, sintiendo confusamente su dolor, dijo en un suspiro:
—Espera…, a ti también te prenderán.
—Sí.
Después de una pausa, observó ella tristemente:
—Ves qué duro es, mi pequeño Paul… ¡Si al menos me consolaras! Al contrario: yo digo cosas horribles y tú dices cosas peores aún.
La miró él, se acercó, y dulcemente:
—¡Es que no sé, mamá! Tengo que acostumbrarte…
Ella suspiró y guardó silencio: luego, reteniendo un estremecimiento de terror:
—Y, ¿puede ser que torturen a la gente? ¿Que desgarren la carne, que rompan los huesos? Cuando lo pienso… ¡Oh, Paul, querido Paul, es horrible!
—Torturan el alma… Es mucho peor, con sus manos sucias…
Al día siguiente se supo que Bukine, Somov y otros cinco habían sido detenidos. Por la noche, Théo Mazine pasó como un vendaval: habían registrado también su casa, y se sentía un héroe.
—¿Has tenido miedo, Théo? —preguntó la madre.
El palideció, se arrugó su rostro y le temblaron las ventanas de la nariz.
—He tenido miedo de que el oficial me pegase. Era gordo, de barba negra, con patillas, y llevaba en la nariz unos lentes negros, como si no tuviera ojos. Gritaba, daba patadas en el suelo… Decía que me pudriría en la cárcel. A mí no me pegaron nunca, ni mi padre ni mi madre: soy hijo único, y me querían…
Cerró los ojos un segundo, apretó los labios, se encrespó el cabello con un rápido gesto de las manos, y dijo, mirando a Paul, entornando los enrojecidos párpados:
—Si alguien me golpea alguna vez, me tiro a él como un cuchillo y lo destrozo con los dientes… Harán mejor matándome inmediatamente.
—¡Tan flaco, tan poca cosa como eres! —exclamó Pelagia—. ¿Cómo ibas a hacer para luchar?
—Lo haré —respondió Théo entre dientes.
Cuando salió, la madre dijo a Paul:
—Este se derrumbaría antes que los demás.
Paul guardó silencio.
Unos instantes más tarde, la puerta de la cocina se abrió lentamente y entró Rybine.
—¡Salud!—dijo sonriendo—. Bueno, aquí estoy otra vez. Anoche me trajeron, pero hoy vengo por mí mismo. —Estrechó vigorosamente la mano de Paul y cogió a la madre por el hombro—. ¿No me ofreces té?
Paul examinó en silencio el ancho y bronceado rostro, de espesa barba negra y ojos sombríos. Había algo de grave en su tranquila mirada.
Pelagia se fue a la cocina a preparar el samovar. Rybine se sentó, alisó su barba y, colocando los codos sobre la mesa, envolvió a Paul en su mirada negra.
—Pues así es… —dijo, como si reanudase una conversación interrumpida—. Tengo que hablarte con franqueza. Te vengo observando hace mucho tiempo. Somos casi vecinos. He notado que recibes mucha gente, pero nada de borracheras ni de escándalos. Esto es lo primero. Si la gente no hace ruido, se hace notar en seguida. ¿De acuerdo? Bueno. La gente habla también de mí, porque vivo apartado.
Su tono era grave pero hablaba con soltura. Atusaba la barba con su mano morena, y su mirada no se separaba de los ojos de Paul.
—Se han dedicado a hablar de ti. Mis patronos te llaman hereje, porque no vas a la iglesia. Yo no voy tampoco. Además, hay lo de esas hojas que han aparecido. ¿Son idea tuya?
—Sí.
—Pero tú… —exclamó alarmada la madre, saliendo de la cocina—. ¡No eres tú solo!
Paul sonrió, y Rybine también.
—¡Bueno! —dijo éste.
La madre, un poco molesta porque no hubiesen prestado atención a sus palabras, resopló ruidosamente y volvió a la cocina.
—Las hojas son una buena idea. Esto espabila a la gente. ¿Había diecinueve?
—Sí.
—Las he leído todas. Bien… Hay cosas que no se comprenden, ni es necesario, porque cuando un hombre habla demasiado, hay palabras que no sirven para nada…
Rybine sonrió: tenía una dentadura blanca y fuerte.
—Después…, el registro. Esto me ha predispuesto a vuestro favor. Tú, el Pequeño Ruso y Nicolás, habéis estado…
No encontrando la palabra, se calló, echó una ojeada a la ventana y; tamborileando con los dedos sobre la mesa: —Habéis mostrado vuestra decisión. Como si hubieseis dicho: Excelencia, haced vuestro trabajo que nosotros haremos el nuestro.» El Pequeño Ruso es un buen muchacho. Muchas veces he oído cómo habla en la fábrica, y he pensado: ""A éste no lo hundirán: no podrá con él más que la muerte. Tiene nervio.» ¿Me crees, Paul?
—Sí —dijo el joven, inclinando la cabeza.
—Bueno. Mira: tengo cuarenta años, te doblo la edad y he visto veinte veces más cosas que tú. He sido soldado más de tres años, estuve casado dos veces y mi primera mujer está muerta, a la otra la he abandonado. He estado en el Cáucaso, conozco a los «dock douk» — La vida, hijo mío: creen ser los dueños, y no lo son…
La madre escuchaba ávidamente aquellas palabras firmes. Le agradaba ver a un hombre maduro venir junto a su hijo y hablarle como para una confesión, pero le parecía que Paul trataba al huésped con demasiada frialdad, y para borrar esta impresión, preguntó a Rybine:
—¿Comerás algo, Michel?
—¡Gracias, madrecita! Ya he cenado… Así pues, Paul, ¿tú piensas que la vida no es lo que debe ser?