La madre (8 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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Paul se levantó y se puso a pasear por la habitación, las manos a la espalda.

—No: es buena. Ya ve, es ella quien le ha traído a mi casa, con el corazón abierto. Nos une poco a poco: trabajamos durante toda nuestra existencia, y llegará el tiempo en que nos una a todos. Es injusta, dura para nosotros, pero es ella misma quien nos abre los ojos, nos descubre su sentido amargo y muestra al hombre cómo debe apresurar su ritmo.

—¡Justo! —interrumpió Rybine—. Hay que renovar al hombre. Si tiene sarna, llévalo al baño, lávalo, ponle ropa limpia y se curará, ¿no es cierto? Pero, ¿cómo limpiarlo por dentro? Esa es la cuestión.

Paul se puso a hablar, con calor y energía, de las autoridades, de la fábrica, del modo cómo los obreros defendían sus derechos en otros países. A veces, Rybine golpeaba la mesa con el dedo, como puntuando. Pero ni una vez gritó: «¡Eso es!»

En un momento dado, se rió brevemente y dijo con dulzura:

—¡Tú eres joven! No conoces a la gente.

Entonces Paul, deteniéndose ante él, le replicó gravemente: —No hablemos de vejez ni de juventud. Veamos, más bien, qué ideas son las más justas.

—Entonces, según tú, ¿se nos ha engañado, incluso con Dios? Eso es. Yo creo que nuestra religión no es la verdadera.

En este momento intervino la madre. Cuando su hijo hablaba de Dios y de todo lo que para ella iba asociado a la fe y le era querido y sagrado, buscaba siempre la mirada de Paul, para pedirle tácitamente que no hiriese su corazón con brutales profesiones de incredulidad. Pero, tras su escepticismo, ella creía sentir la fe, y esto la tranquilizaba. «¿Cómo podría yo comprender su pensamiento?», decíase. Había creído que sería desagradable y ofensivo para Rybine, hombre de edad madura, escuchar los discursos de Paul. Pero cuando el huésped planteó tranquilamente su pregunta, no pudo contenerse, y dijo, breve pero firmemente:

—Con respecto al Señor, debéis tener más cuidado. Vosotros…. desde luego, haced lo que os parezca…

Tomó aliento y continuó con más fuerza todavía:

—¡Pero una vieja como yo, en qué se apoyaría en sus penas, si le quitáis al Buen Dios!

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Lavaba la vajilla con manos temblorosas.

—No has comprendido, mamá —dijo Paul dulce y tiernamente.

—Perdóname, madrecita —añadió Rybine con voz lenta y significativa; y miró a Paul sonriendo—. He olvidado que eres ya un poco vieja para quitarte las verrugas…

—Yo hablaba —continuó Paul—, no del Dios bueno y misericordioso en el cual crees, sino de aquél con quien los popes nos amenazan como con un bastón; de un Dios en cuyo nombre quieren obligar a todos a someterse a la voluntad cruel de unos cuantos.

—¡Sí, eso es, ahí está! —gritó Rybine, golpeando la mesa—. Nos han cambiado incluso a Dios: todo lo que toman entre sus manos es para dirigirlo contra nosotros. ¿Te acuerdas, madrecita? Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: luego, ¡El se parece al hombre, si el hombre se parece a El! Pero nosotros no nos parecemos a Dios, sino a las bestias. En la iglesia nos muestran un espantajo. ¡Hay que transformar a Dios, madrecita, purificarlo! Lo han vestido de mentira y de calumnia, han mutilado su rostro para matar nuestra alma…

Hablaba bajo, pero cada palabra que pronunciaba caía sobre la cabeza de la madre, como un rudo puñetazo que la aturdía. Y aquel ancho rostro, en el marco negro de la barba, la asustaba; el reflejo sombrío de sus ojos se le hacía insoportable y despertaba en su corazón un miedo doloroso.

—¡No, prefiero marcharme! —dijo, sacudiendo la cabeza—. Oír estas cosas… ¡está por encima de mis fuerzas!

Y huyó a la cocina mientras Rybine gritaba:

—¡Lo ves, Paul! No es la cabeza, sino el corazón lo que está en la base de todo. Es ése un lugar del hombre donde nadie podrá penetrar jamás.

—Solamente la razón liberará al hombre —sentenció Paul.

—La razón no da la fuerza —gritó Rybine, con acento seguro—. El corazón da la fuerza, pero no la razón. ¡Eso es!

La madre se desnudó y se acostó sin hacer su oración. Tenía frío, se sentía incómoda. Y Rybine, que al principio le había parecido tan sereno, tan sensato, despertaba ahora su hostilidad.

«¡Hereje! Sembrador de desorden… —pensaba, oyendo la voz de él—. ¡También tenía que venir éste!»

Pero él hablaba, seguro y tranquilo:

—Un lugar santo no debe permanecer vacío. Nuestra alma es un punto doloroso: la morada de Dios. Si El la abandona, se formará una llaga. Hay que inventar una fe nueva, Paul, crear un Dios que sea amigo de los hombres.

—Lo que fue Cristo —exclamó Paul.

—Cristo no tenía una voluntad firme. «Aleja de mí este cáliz», decía. Reconocía al César. Dios, que es todo Poder, no puede reconocer el poder de un hombre sobre los otros. No comparte su alma, no dice: «esto es divino, esto es humano». Pero Cristo admitía el comercio, admitía el matrimonio. Y maldijo la higuera:

Fue injusto. ¿Era culpa de ella el ser estéril? Si el alma no da buenos frutos, no es culpa de ella. ¿Soy yo quien ha sembrado el mal dentro de mí? ¡Está claro!

La voz de los dos hombres no cesaba de resonar en la habitación, apagándose y combatiendo, como en la excitación de un juego. Paul iba y venía, el suelo crujía bajo sus pasos. Cuando hablaba, todos los sonidos se fundían en el de su voz, y cuando Rybine replicaba, en su tono grave y tranquilo, se oía el «tic-tac» del reloj y el seco chasquido del hielo que arañaba con sus agudas garras los muros de la casita.

—Voy a decírtelo a mi modo, como fogonero que soy: Dios es como el fuego. Así es. Vive en el corazón. Lo ha dicho El: Dios es el Verbo… y el Verbo es el espíritu.

—¡La razón! —repitió Paul obstinadamente.

—¡Así es! Lo cual quiere decir que Dios está en el corazón y en la razón, pero no en la iglesia. La iglesia es la tumba de Dios…

La madre se durmió y no oyó salir a Rybine.

Comenzó a venir con frecuencia, y si alguno de los camaradas de Paul estaban allí, el fogonero se sentaba en un rincón y guardaba silencio, diciendo solamente de cuando en cuando:

—¡Eso! Así es.

Una vez, paseó su sombría mirada sobre los asistentes, y dijo con aire gruñón:

—Hay que hablar de lo que es, pero lo que será no lo sabemos, ¡eso es! Cuando el pueblo sea libre, él mismo verá lo que sea mejor hacer. Le han metido en la cabeza demasiadas cosas que no quería: es bastante. Que vea todo por sí mismo. Quizá querrá rechazarlo todo, toda la vida y todas las ciencias; quizá vea que todo ha sido dirigido contra él, como por ejemplo, el Dios de la iglesia. No tenéis sino poner todos los libros entre sus manos, y él responderá por sí mismo. ¡Eso es!

Pero si Paul estaba solo, se lanzaban inmediatamente a una discusión interminable, pero siempre tranquila, y la madre los escuchaba inquieta, siguiéndolos con la mirada, tratando de comprender lo que decían. A veces, le parecía que, tanto el mujik de anchos hombros y negra barba, como su hijo, fuerte y apuesto, estaban ciegos. Se hundían, de una y otra parte, a la busca de una salida, se agarraban a todo y sacudían todo de sus manos, vigorosas pero torpes, desplazaban las cosas de un lado a otro, las dejaban caer en tierra y las pisoteaban después. Desfloraban esto, palpaban esto otro, lo rechazaban, y todo ello sin perder la fe ni la esperanza.

La habían acostumbrado a escuchar un montón de palabras, terribles por su franqueza y su audacia, pero estas palabras no la herían ya con la misma violencia que la primera vez y había aprendido a defenderse de ellas. Y, algunas veces, tras las frases que negaban a Dios, Pelagia sentía una sólida fe dentro de sí. Entonces, sonreía con una dulzura indulgente. Si Rybine seguía sin gustarle, tampoco sentía hostilidad hacia él.

Una vez por semana iba a la prisión a llevar ropa limpia y libros al Pequeño Ruso: En una ocasión obtuvo autorización para verlo. Al volver, dijo enternecida:

—Sigue siendo el mismo que en casa. Amable con todo el mundo, todos bromean con él. Es duro y penoso, pero no lo demuestra.

—Es lo que hay que hacer —dijo Rybine—. Vivimos en el dolor como en nuestra piel, lo respiramos, es como una vestidura. No hay por qué alabarse. No todos tienen los ojos cerrados: hay quien los cierra voluntariamente; eso es. Pero cuando uno es estúpido, no hay sino tener paciencia…

XII

La casita gris de los Vlassov atraía cada vez más la atención del barrio. En el interés que se le prestaba, había mucho de desconfianza, prudencia y hostilidad inconsciente, pero poco a poco nacía también un sentimiento de confiada curiosidad. Alguna vez, venía un desconocido que, examinando todo con circunspección, decía a Paul:

—Bueno, muchacho, tú que lees libros de leyes, debes conocerlas. Entonces, mira, explícame…

Y contaba a Paul alguna injusticia de la policía o de la administración de la fábrica. En los casos complicados, Paul escribía unas palabras y enviaba al hombre a la ciudad, a un abogado a quien conocía; cuando le era posible, explicaba por sí mismo las cosas.

Poco a poco, crecía un sentimiento de respeto hacia este muchacho serio, que hablaba de todo con sencillez y audacia, miraba y escuchaba todo con atención, tomaba como propio cualquier asunto particular y siempre descubría el hilo común y sin fin que unía a las gentes, por millares de tenaces nudos.

Paul creció aún más en la opinión pública después del asunto del «kopek del pantano».

Un vasto pantano plantado de abetos y abedules se extendía tras la fábrica, rodeándola casi completamente con un anillo pútrido. En verano, vapores espesos y amarillentos se desprendían de él, con nubes de mosquitos que se esparcían por el suburbio, sembrando las fiebres. El pantano pertenecía a la fábrica, y el nuevo director, queriendo sacar partido de él, concibió el proyecto de desecarlo y, al mismo tiempo, extraer la turba. Esta operación, según explicó a los obreros, sanearía el lugar y mejoraría las condiciones de existencia para todos; y dio la orden de retener un kopek por rublo sobre los salarios, para dicha obra.

Gran emoción entre los obreros. Les irritaba, sobre todo, el que la nueva contribución no se aplicaría a los empleados.

El sábado en que la decisión del director se dio a conocer, Paul estaba enfermo: no había ido a trabajar y no sabía nada de la historia. Al día siguiente, después de la Misa, el fundidor Sizov, un viejo arrogante, y el cerrajero Makhotine, un hombre alto e irascible, vinieron a contarle lo que sucedía.

—Los más viejos de entre nosotros, se han reunido —dijo tranquilamente Sizov—, lo hemos discutido y los camaradas nos han mandado a preguntarte, ya que eres un hombre ilustrado, si hay alguna ley que permita al director hacer la guerra a los mosquitos con nuestros kopeks.

—Te acordarás —dijo a Makhotine, haciendo girar sus ojos oblicuos—, hace cuatro años, los sinvergüenzas habían recogido dinero para construir baños. Reunieron tres mil ochocientos rublos. ¿Dónde están? Y de baños, ni uno.

Paul explicó la injusticia de este descuento y mostró el gran provecho que la fábrica sacaría de la operación. Después de lo cual, se marcharon los dos, el aspecto irritado. Después de acompañarlos, la madre dijo sonriendo:

—Ya ves, Paul, también los viejos vienen junto a ti a hacer provisión de inteligencia.

Sin responder, el joven, preocupado, se sentó a la mesa y se puso a escribir. Unos minutos después, le dijo:

—Hazme el favor: ve en seguida a la ciudad y entrega este papel…

—¿Es peligroso?

—Sí. Hay que ir donde se imprime nuestro periódico. Es absolutamente necesario que esta historia del kopek aparezca en este número…

—¡Está bien, está bien! —dijo ella—, voy inmediatamente.

Era la primera comisión que su hijo le confiaba. Se sintió muy contenta al ver que le decía abiertamente de qué se trataba. —Lo comprendo, Paul —dijo, mientras se vestía—. ¡Es, ni más ni menos, que un robo! ¿Cómo se llama ese hombre: Iégor Ivanovitch?

Volvió ya tarde, de noche, fatigada pero satisfecha.

—He visto a Sandrina —dijo a Paul—. Te manda sus saludos. Y ese Iégor, no es nada orgulloso. Bromea constantemente.

—Me alegra que te gusten —dijo dulcemente Paul.

—¡Qué gente tan sencilla, hijo mío! Cuando la gente es sencilla, está bien… Y todos te quieren.

El lunes, Paul no fue tampoco a trabajar: tenía jaqueca. Pero a mediodía, Théo Mazine vino corriendo, agitado y feliz; cuando recuperó el aliento, anunció:

—¡Ven! Toda la fábrica está alborotada. Me han mandado a buscarte. Sizov y Makhotine dicen que tú puedes explicar el asunto mejor que nadie. ¡Si vieras lo que pasa!

Paul se vistió sin decir palabra.

—Las mujeres se han reunido: ¡esto marcha!

—Yo voy también —declaró la madre—. ¿Qué están tramando t allí? Voy a ir.

—Ven —dijo Paul.

Caminaron en silencio, rápidamente. La madre desfallecía de emoción y sentía que algo grave iba a suceder. A las puertas de la fábrica, una masa de mujeres chillaba y discutía. Cuando los tres consiguieron entrar en el 'patio, cayeron de pronto entre una muchedumbre compacta, negra, bordoneante de excitación. La madre vio que todas las cabezas estaban vueltas del mismo lado, hacia el muro del taller de forjas: allí, en pie sobre un montón de chatarra y destacándose sobre el fondo de ladrillo rojo, estaban, gesticulantes, Sizov, Makhotine, Vialov y otros cinco o seis obreros influyentes, de edad madura.

—¡Aquí está Vlassov! —gritó alguien.

—¿Vlassov? Que venga.

—Silencio —gritaron al mismo tiempo desde varios puntos.

En alguna parte, muy cerca, sonó la voz monótona de Rybine:

—No es por un kopek por lo que debemos resistir, sino por la justicia, eso es. Lo que interesa no es nuestro kopek, que no es más grueso que los otros, pero sí más pesado: contiene mayor cantidad de sangre humana que un rublo de director, eso es. Y no es el kopek lo que nos preocupa, sino la sangre y la verdad…, ¡eso es!

—¡Cierto! ¡Bravo, Rybine!

—Tiene razón el fogonero.

—¡Aquí está Vlassov!

Ahogando el sordo estrépito de las máquinas, los profundos suspiros del vapor y el gorgoteo de las canalizaciones, las voces se fundían en un torbellino de sonidos tumultuosos. De todas partes venían corriendo gentes que agitaban los brazos y se excitaban mutuamente, con palabras febriles y mordientes. La irritación que siempre duerme en los pechos fatigados, se despertaba ahora buscando una salida. La cólera volaba, triunfante, extendiendo cada vez con mayor amplitud sus alas sombrías, apoderándose de la gente con una fuerza creciente, levantando y haciendo chocar a unos contra otros, animándolos de una ardiente rabia. Sobre la multitud planeaba una nube de hollín y polvo, los rostros congestionados estaban cubiertos de un sudor que corría en lágrimas negras, sobre las atezadas mejillas; centelleaban los ojos, relucían los dientes.

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