Authors: Máximo Gorki
—¡Buenas noches, madrecita! —dijo una voz que ella conocía bien, y unas manos secas y largas, se posaron en sus hombros. Se sintió dividida entre la amargura de la decepción y la alegría de volver a ver a Andrés. Ambos sentimientos estallaron, mezclándose en uno solo, profundo y quemante, que la llenó con su ola ardiente, la alzó y la arrojó sobre el pecho de Andrés. Este la estrechó entre sus brazos temblorosos: la madre lloraba dulcemente, sin decir palabra. Andrés le acarició los cabellos y le dijo, con voz cantarina:
—No llore, madrecita, no agote su corazón. Le doy mi palabra de que lo soltarán muy pronto. No tienen ninguna prueba contra él; todos los muchachos están mudos como pescados fritos.
El brazo en torno a los hombros de la madre, la condujo a la habitación; apretándose contra él, ella enjugó las lágrimas de su rostro con un vivo gesto de ardilla, y todo su ser, ávido de escuchar lo que Andrés iba a decirle, pareció suspenderse de los labios de éste.
—Paul la abraza. Está bien, y todo lo contento que cabe. ¡Qué estrecho se está en la cárcel! Entre esto y la ciudad, han arrestado a más de cien: hay tres o cuatro en cada celda. No hay nada que decir de la dirección de la prisión: no son malos, pero están desbordados, ¡los endemoniados gendarmes les dan tanto trabajo! En todo caso, no son demasiado severos: se pasan el tiempo diciendo: «Vamos, señores, calma: no nos busquen conflictos.» De modo que no está mal. Se charla, se intercambian libros, se comparte la comida… ¡Es una buena cárcel! Muy vieja, y sucia, pero por lo menos es tranquila, no se altera la bilis. Los de delitos comunes, también son buena gente, y nos ayudan mucho. Nos han puesto en libertad a mí, a Boukhine y a otros cuatro. A Paul también lo soltarán pronto, es completamente seguro. Vessovchikov estará más tiempo: están furiosos con él. Se mete constantemente con todo el mundo. Los gendarmes no pueden ni verlo. Quizá, pasará a los tribunales, o le darán una paliza. Paul trata de calmarlo:
«¡Déjalo ya, Nicolás! No se volverán mejores por más que les chilles.» Pero él masculla. «He de hacerlos reventar como conejos.» Paul está muy bien, firme y tranquilo con todo el mundo. Vuelvo a decirle que lo liberarán muy pronto…
—¡Muy pronto! —dijo la madre, tranquilizada y sonriente—. ¡Sí, muy pronto, lo sé!
—Bueno, pues si lo sabe, perfecto. Ea, déme té y cuénteme cómo va todo.
La miraba sonriente, junto a ella, y por sus ojos redondos, de buena persona, brillaba danzando una llama afectuosa, un poco triste.
—Le quiero mucho, Andrés —dijo la madre con un profundo suspiro, mirando aquel rostro flaco, cómico, con los mechones de pelo oscuro, salpicados aquí y allá.
—Con un poco me conformo. Ya sé que me quiere. Usted puede amar a todo el mundo: tiene un gran corazón —dijo el Pequeño Ruso, balanceándose en su silla.
—No, a usted lo quiero particularmente —insistió ella—. Si tuviese madre, la gente la envidiaría por tener un hijo así.
—También tengo una madre… en alguna parte —dijo él en voz muy baja.
—Y, ¿sabe lo que he hecho hoy? —exclamó ella; y tartamudeando de satisfacción, le contó vivamente, adornando un poco su relato, cómo había hecho pasar los folletos a la fábrica.
Primero, el Pequeño Ruso abrió asombrado los ojos, luego, estalló en una carcajada, agitando las piernas, golpeándose la cabeza con la mano, y gritó lleno de júbilo:
—¡Oh, oh …! Pero, ¡no es una broma! ¡Es auténtico trabajo! ¡Cómo se alegrará Paul! Muy bien, madrecita… Por Paul, y por todos.
Chasqueaba sus dedos con entusiasmo, silbaba y se columpiaba en la silla. Su contento deportaba en ella un eco potente.
—Mi querido Andrés… —dijo como si su corazón se abriese y brotasen de él, como de un manantial cantarín, palabras que expresaban la serena alegría que la colmaba—. He pensado en mi vida. ¡Jesús mío! ¿Para qué he vivido? Los golpes…, el trabajo…, no he visto a nadie más que a mi marido, ni he conocido otra cosa que el miedo. Ni siquiera he visto cómo crecía Paul. ¿Le quería mientras vivió mi marido? Ni siquiera lo sé. Todos mis cuidados, todos mis pensamientos, se referían a una sola cosa: alimentar a aquella bestia para que estuviese satisfecho y repleto, servirle a tiempo para que no se encolerizase y me pegara…, que me respetase al menos alguna vez. Pero no recuerdo que me haya respetado nunca. Me pegaba…, quizá no por mí, sino por todos aquellos a quienes odiaba. Veinte años he vivido así, y ya no recuerdo cómo era yo antes de mi matrimonio. Iégor Ivanovitch, que es del mismo pueblo que yo, estuvo aquí hablando de una cosa y otra; yo recuerdo las casas, la gente…, pero cómo vivía, lo que decían, lo que ocurrió, se me ha olvidado. No me acuerdo más que de incendios, dos incendios… Lo demás, se alejó de mí: tengo el alma, cerrada como una casa en ruinas, ciega, sorda…
La madre tomó aliento y aspiró el aire ávidamente, como un pez fuera del agua, se inclinó y continuó en voz más baja:
—Cuando murió mi marido, me aferré a mi hijo, pero él comenzó a ocuparse de… estas cosas. Entonces, me pareció mal, y sentía piedad por él… ¿Cómo viviré sola si él muere? Qué angustias, qué inquietudes he sufrido; mi corazón se desgarraba cuando pensaba en lo que podía ocurrirle…
Calló, moviendo dulcemente la cabeza, y prosiguió en tono grave:
—El amor de las mujeres no es puro. Amamos lo que tenemos necesidad de amar. Y, mire, cuando pienso que usted suspira por su madre…, ¿qué necesidad tiene de ella? Y todos los demás que sufren por el pueblo, que van a la cárcel o a Siberia, que mueren… Estas muchachas que parten solas en la noche, entre el fango, entre la nieve, bajo la lluvia, andando siete kilómetros para venir aquí, ¿qué las empuja, qué las mueve? ¡El amor! ¡Eso es el amor puro! Creen: tienen fe, Andrés. Pero yo no sé amar así. Amo lo que es mío, lo que me toca…
—Sí puede —dijo el Pequeño Ruso, que, sin mirarla, se rascó la cabeza, se frotó la mejilla y los ojos enérgicamente, según su costumbre—. Todos aman lo que está próximo a ellos, pero para un gran corazón, todo está próximo. Usted puede amar mucho. Su gran corazón maternal…
—¡Si Dios quiere! —dijo ella en voz baja—. Seguramente, lo comprendo, es bueno vivir así. Mire, quizá lo quiero a usted más que a Paul. Está encerrado… Sabe, quiere casarse con Sandrina, y no me lo ha dicho, a mí, su madre…
—¡No es cierto! Yo lo sé, y no es cierto. Que se aman, es verdad. Pero casarse, no… Ella querría, pero Paul no quiere.
—¿Cómo es posible? —dijo la madre, pensativa, y su mirada triste se dirigió nuevamente a Andrés—. ¿Cómo es eso? Las personas renuncian a sí mismas…
—Paul es un ser de excepción —dijo Andrés en voz queda—. Una naturaleza férrea.
—Y ahora está en prisión —siguió Pelagia en igual tono—. Alarma, da miedo, pero de diferente modo. La vida no es ya la misma, ni el miedo tampoco; yo me alarmo por todos. Mi corazón es también otro, el alma ha abierto los ojos, mira, siente pena pero también alegría. Comprendo muy pocas cosas, y es para mí tan duro, tan amargo, que no creáis en Dios… En fin, es así y no hay nada que hacer. Pero sois buenas gentes. Os habéis comprometido a una vida penosa, por el pueblo: a una vida dura, por la verdad. Vuestra verdad yo también la comprendo: mientras haya ricos, el pueblo no tendrá nada, ni justicia, ni alegría, ¡nada! Mirad—vivo en medio de vosotros, y, a veces, de noche, recuerdo mi vida pasada, mi fuerza pisoteada, mi joven corazón aplastado…, me compadezco a mí misma, y es amargo… Pero de todos modos, la vida es ahora mejor para mí. Me veo mejor…
El Pequeño Ruso se levantó, empezó a pasear de largo a ancho, esforzándose por no arrastrar los pies, alto, flaco…
—Lo que ha dicho está bien. Está bien… Había en Kertch un judío muy joven que hacía versos, y un día escribió:
Y a los inocentes ejecutados
los resucitará la fuerza de la verdad.
Fue muerto por la policía, en Kertch, pero eso no tiene importancia. El sabía la verdad y la sembró entre los hombres. Y usted es también una criatura inocente, condenada a muerte…
—Aquí estoy hablando —continuó la madre—, hablo, me escucho y no creo a mis oídos. En toda mi vida no pensé sino en una cosa: quedarme de lado, al margen, desapercibida, con tal de que no me maltrataran. Y ahora pienso en todo el mundo; tal vez no comprendo bien vuestras cosas, pero todo el mundo es mi prójimo, tengo piedad de todos, afecto por todos. ¡Sobre todo, Andrés, por usted!
El se acercó y dijo:
—¡Gracias!
Tomóle una mano entre las suyas, la apretó mucho y la sacudió, luego se separó vivamente. Fatigada por la emoción, la madre lavó la vajilla lentamente; callaba ahora, y un sentimiento de valentía le confortaba dulcemente el corazón.
El Pequeño Ruso le dijo:
—Mire, madrecita, debía ir un día a mimar un poco a Vessovchikov. Su padre está también en la cárcel; es un vejete repugnante. Si Nicolás lo ve desde la ventana, lo insulta, eso no está bien. Nicolás es bueno, ama los perros, lo; ratones y todas las criaturas, solamente no ama a la gente. Tanto puede corromperse a un hombre.
—Su madre desapareció, su padre es un ladrón y un borracho… —dijo Pelagia pensativa.
Cuando Andrés fue a acostarse, la madre lo bendijo sin que él se diera cuenta. Llevaba en la cama una media hora, cuando ella le preguntó dulcemente:
—¿No duerme, Andrés?
—No, ¿por qué?
—¡Buenas noches!
—Gracias, madrecita, gracias —respondió él con ternura.
Al día siguiente, cuando Pelagia, cargada con su fardo, llegó a la puerta de la fábrica, los guardias la detuvieron violentamente, le ordenaron dejar sus cacerolas en el suelo y la examinaron con minuciosidad.
—Vais a hacer que se enfríe la comida —dijo ella tranquilamente, mientras registraban sus ropas con todo descaro.
—¡Cállate! —replicó un guardia, con voz áspera.
El otro, empujándola ligeramente por un hombro —dijo con convicción:
—Te digo que los echan por la valla.
El primero que se acercó a Pelagia, fue el viejo Sizov. Miró cautelosamente en torno y le dijo en voz baja:
—¿Has oído lo que dicen, madrecita? —¿Qué?
—Resulta que las hojas han vuelto. Las hay por todas partes, cubren todo como sal en el pan. Se han lucido con sus arrestos y sus registros… A Mazine, mi sobrino, lo metieron en la cárcel. ¡Bueno! ¿Y ahora? Han cogido a tu hijo. Pues ha quedado bien claro que no eran ellos.
Recogiéndose la barba en la mano, miró a Pelagia y dijo, alejándose:
—Vete por casa. Tú sola, debes aburrirte.
Ella le dio las gracias, y, pregonando su mercancía, observaba, con mirada vigilante la anormal agitación que reinaba en la fábrica. Todos los obreros parecían excitados, formando grupos que se dispersaban en seguida, corriendo de un taller a otro. En el aire, cargado de hollín, había un soplo de coraje, de audacia. Aquí y allá se oían gritos de aliento, exclamaciones irónicas. Los de edad madura, se contentaban con sonreír. Los capataces iban y venían, preocupados. Los policías corrían. A su vista, los trabajadores se separaban lentamente o, quedándose donde estaban, cesaban en sus conversaciones y miraban en silencio aquellos rostros malignos y furiosos.
Los obreros parecían todos recién lavados. La alta silueta del mayor de los Goussev aparecía en todas partes; su hermano lo seguía como una sombra, y reía a carcajadas.
El maestro carpintero Vavilov y el punzonador Isaías, pasaron junto a la madre sin apresurarse. El punzonador, menudo, delgado, la cabeza levantada y el cuello inclinado a la izquierda para mirar al carpintero, de rostro abotargado e impasible, hablaba con vivacidad, y su barba se agitaba:
—Mira, Ivan Ivanovitch, se ríen y están contentos, aunque todo esto conduzca a la ruina del Estado, como dice el señor Director. Aquí, Ivan Ivanovitch, lo que hace falta no es escardar, sino arar…
Vavilov caminaba, con las manos a la espalda, y se veían sus dedos crispados.
—Imprime todo lo que quieras, hijo de puta —dijo en voz muy alta—, pero no se te ocurra hablar de mí.
Vassili Goussev se acercó a la madre:
—Vuelvo a comer de lo que traes: es bueno lo que vendes. Después, bajando la voz, añadió guiñándole un ojo:
—Ha dado en el clavo, madre: lo hace muy bien.
Pelagia le hizo un amistoso signo de cabeza. Le gustaba ver a aquel muchacho, el más bromista del suburbio, hablarle en secreto tratándola de «usted»; se sintió feliz con la excitación general, y se dijo:
—Seguro que si no hubiese venido yo…
Tres operarios se detuvieron no lejos de ella, y uno dijo a media voz, como lamentándose:
—No he encontrado nada en ninguna parte.
—Habrá que leerlas en alta voz. Yo no sé leer, pero ya veo que ha sido un golpe en las costillas…
El tercero lanzó una mirada a su alrededor y propuso:
—Vamos a las calderas.
—Hacen efecto —susurró Goussev guiñándole un ojo. Pelagia volvió a su casa muy alegre.
—Sienten no saber leer —le dijo a Andrés—. Yo sabía cuando era joven, pero luego lo olvidé.
—Hay que volver a aprender.
—¿A mi edad? ¡Para qué hacer reír a la gente!
Pero Andrés cogió un libro del estante y le mostró una letra de la cubierta, señalándola con la punta de su navaja:
—¿Qué letra es ésta?
—¡R! —respondió ella riendo.
—¿Y ésta?
—¡A!
Se sentía incómoda y ofendida. Creía ver risa y burla en los ojos de Andrés, y desvió la mirada. Pero la voz de él sonó dulce y tranquila, y su rostro estaba serio.
—¿Es posible, Andrés, que piense verdaderamente en enseñarme? —preguntó con forzada sonrisa.
—¿Por qué no…? Ya que sabía leer, podrá recordar fácilmente. El proverbio dice: Ningún milagro, malo. Un milagro, eso vale más.
—También se dice:
No se vuelve uno santo a fuerza de mirar los conos.
—Ah, sí —dijo el Pequeño Ruso, moviendo la cabeza—. Los refranes no faltan: Menos se sabe, mejor se duerme. ¿Es verdad eso? En los proverbios es el estómago el que piensa; hace de ellos un bozal para el alma, para tenerla mejor sujeta. ¿Y esta letra?
La mirada tensa, fruncidas las cejas, ella se esforzaba en recordar las letras olvidadas, y, completamente absorbida por esta tarea, olvidaba todo lo demás. Pero la vista se le fatigó pronto. Primero aparecieron lágrimas de cansancio; luego, más rápidas, lágrimas de despecho.
—¡Aprender las letras! —dijo, estallando en sollozos—. ¡Aprender a leer a los cuarenta años!