La madre (15 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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Cuando Andrés volvió con el samovar, Vessovchikov estaba ante el espejo:

—No me veía la jeta desde hacía mucho tiempo.

Sonrió con ironía y añadió:

—Es una jeta repugnante.

—¿Qué puede importarte ahora eso? —dijo Andrés, mirándolo con curiosidad.

—¡Sandrina dice que la cara es el espejo del alma! —articuló lentamente Nicolás.

—Pues no es cierto. Ella tiene la nariz aguileña, los pómulos como tijeras y el alma como una estrella.

Vessovchikov lo miró y sonrió.

Se sentaron para el té.

Vessovchikov cogió una gruesa patata, echó sal con gesto brusco sobre un trozo de pan y se puso a masticar tranquilamente, como un buey.

—¿Y cómo van las cosas aquí? —preguntó con la boca llena.

Cuando Andrés le hubo contado con satisfacción cómo se esparcía la propaganda en la fábrica, se tornó nuevamente sombrío y dijo con voz sorda.

—Es muy largo todo eso, muy largo. Hay que ir más de prisa.

La madre lo miró y volvió a experimentar una ligera animosidad hacia él.

—La vida no es un caballo que se haga avanzar a latigazos —dijo Andrés.

Pero Vessovchikov sacudía tercamente la cabeza.

—Demasiado largo. Yo no tengo paciencia. ¿Qué hacer?

Separó los brazos en un gesto de impotencia, miró al Pequeña Ruso y calló, aguardando una respuesta.

—Todos debemos aprender, y enseñar a los demás, esa es nuestra tarea —pronunció lentamente Andrés.

—¿Y para cuándo el combate?

—Antes recibiremos muchos golpes, no lo ignoro —sonrió el Pequeño Ruso—. Pero cuándo será preciso entablar batalla, no lo sé. Mira, primero hay que armar la cabeza, y luego las manos: esa es mi opinión.

Nicolás continuó comiendo. La madre observaba a hurtadillas su ancho rostro, esforzándose en hallar algo que la reconciliase con él, con aquel tipo macizo, tallado a golpes de escoplo. Y cuando encontraba la mirada penetrante de sus ojillos, sus párpados batían con miedo. Andrés estaba agitado, hablaba, reía y, súbitamente, se interrumpía y silbaba.

La madre creía comprender su turbación, pero Nicolás permanecía sentado y en silencio, y cuando el Pequeño Ruso le preguntaba algo, él respondía brevemente con visible repugnancia.

La madre y Andrés se sentían incómodos y estrechos en la pequeña habitación, y lanzaban sucesivas ojeadas furtivas a su visitante.

Por fin, éste se levantó:

—Voy a acostarme… Siempre encerrado, y luego me sueltan de pronto, he andado… Estoy rendido.

Cuando estuvo en la cocina se movió aún un poco, y de pronto, quedóse inmóvil como un muerto. La madre, que prestaba oídos, murmuró a Andrés:

—Piensa cosas terribles…

—Un muchacho poco cómodo —asintió el Pequeño Ruso moviendo la cabeza—. Pero se le pasará. Yo también fui así. Cuando el corazón no quema bien, se le acumula el hollín. Ve a acostarte, madrecita: yo me quedaré un rato leyendo.

Ella se fue al rincón donde estaba su cama, cerrado con una cortina de indiana, y Andrés, sentado a la mesa, oyó largo tiempo el tibio murmullo de sus plegarias y suspiros. Volviendo rápidamente las páginas de su libro, enjugaba febrilmente su frente, acariciaba el bigote con sus largos dedos, removía los pies. El péndulo del reloj latía, el viento gemía en la ventana.

La voz baja de la madre se dejó oír:

—¡Dios mío! Cuánta gente hay en el mundo…, y cada uno se queja a su manera. ¿Hay alguien que tenga alegría?

—¡Los hay, ya los hay! Pronto serán numerosos, sí, ¡numerosos! —respondió como un eco el Pequeño Ruso.

XXI

La vida transcurría rápida, con sus días de varias fisonomías, claros o sombríos. Cada uno de ellos, traía algo nuevo que ya no inquietaba a la madre. Cada vez con más frecuencia, venían desconocidos por la noche; hablaban a media voz con Andrés, el aire inquieto, y muy tarde ya, el cuello levantado, la gorra calada hasta los ojos, marchaban en las tinieblas, sin ruido, para no despertar sospechas. Sentíase que cada uno de ellos ocultaba su excitación, que todos habrían deseado cantar y reír, pero que, siempre con prisa, no tenían tiempo. Unos, irónicos y graves; otros, alegres, llenos de una fuerza desbordante de juventud; otros, pensativos y serenos…, todos tenían, a los ojos de la madre, algo de igualmente obstinado, seguro de sí, y aunque cada uno tenía sus rasgos peculiares, se fundían para la madre en un solo rostro delgado, animado de una tranquila resolución, una fisonomía clara, con ojos sombríos de mirada profunda, acariciadora y severa: la mirada de Cristo dirigiéndose a Emaús.

La madre los contaba y se los representaba como una multitud que rodease a Paul, quien, en medio de ellos, pasaba desapercibido a los ojos de sus enemigos.

Una noche, una muchacha, de cabellos rizados, llegó de la ciudad. Trajo un paquete para Andrés, y al marchar dijo a Pelagia con mirada brillante y alegre:

—¡Hasta la vista, camarada!

—¡Hasta la vista! —respondió la madre, conteniendo una sonrisa.

Y, después de haber acompañado a la joven, se acercó a la ventana para mirar, riendo a su «camarada» marchar por la calle, trotando con su menudo paso, fresca como una flor de primavera, ligera como una mariposa.

«Camarada —se dijo la madre cuando su visitante se perdió de vista—. ¡Ah querida! Que Dios te dé un buen camarada para toda tu vida.»

Notaba frecuentemente en todos los que venían de la ciudad, algo de infantil, y sonreía con indulgencia, pero lo que la emocionaba y le causaba una gozosa sorpresa, era su fe, cuya profundidad sentía cada vez más claramente. Sus sueños en el triunfo de la justicia la conmovían y la reconfortaban. Al escucharlos, suspiraba sin quererlo, presa de una vaga tristeza. Pero a lo que más sensible se sentía era a su naturalidad y su hermoso, generoso olvido de sí mismos.

Comprendía ya muchas cosas cuando discutían sobre la vida. Presentía que habían descubierto la verdadera causa de la desgracia de los humanos, y se había acostumbrado a aprobar sus opiniones. Pero en el fondo no creía que pudiesen transformar la existencia a su modo, ni que tuvieran fuerzas suficientes para insuflar su llama a toda la clase trabajadora. Cada cual quiere comer hoy, nadie quiere aplazar su almuerzo, ni siquiera hasta mañana, si puede comérselo al momento. Habría pocos que siguieran aquel camino lejano y difícil. No todos los ojos verían que dicho camino conducía al maravilloso reinado de la fraternidad universal. Era a causa de esto, por lo que todas aquellas gentes, a pesar de sus barbas y sus rostros, frecuentemente fatigados, le parecían niños…

«¡Pobres criaturas! —pensaba ella, moviendo la cabeza.»

Pero, sin embargo, todos vivían una vida recta, seria e inteligente, hablaban bien y, deseosos de enseñar a los otros lo que ellos sabían, lo hacían incansablemente. Comprendía que se pudiese amar tal modo de vida, pese a sus riesgos, y, suspirando, recordaba su pasado, que se le aparecía como una ruta sin fin, sombría, estrecha, limitada… sin dudarlo, tomaba tranquila conciencia de su utilidad en la nueva existencia; en otro tiempo nunca se había sentido útil para nadie en tanto que ahora veía con claridad que muchos la necesitaban: una impresión nueva y grata que la hacía erguir la cabeza…

Seguía llevando puntualmente las hojas a la fábrica, con el sentimiento del deber cumplido: era ya una más, a quien los policías no prestaban atención. Muchas veces la habían registrado, pero siempre al día siguiente a aquél en que había aparecido la propaganda. Cuando no traía nada encima, sabía excitar las sospechas de los soplones y de los guardias: la detenían y la cacheaban; entonces, fingía enfadarse, se peleaba con ellos y, habiéndolos engañado, se iba orgullosa de su destreza. El juego comenzaba a agradarle.

Vessovchikov no había sido readmitido en la fábrica. Se colocó como recadero en casa de un vendedor de maderas y conducía por el barrio carga de vigas, de planchas y de leña. La madre lo veía pasar casi todos los días. Las patas temblorosas por la tensión, arqueándose sobre el suelo, avanzaban los dos caballos negros, viejos, huesudos, balanceando las cabezas fatigadas y tristes, los ojos ribeteados guiñando de agotamiento. Tras ellos se estiraba, oscilando al ritmo de los guijarros, una larga viga húmeda, o un montón de planchas cuyos extremos chocaban; mientras que a su lado, sin sujetar las riendas, iba Nicolás, harapiento, cubierto de lodo, calzado con gruesas botas, el sombrero sobre la nuca, rígido y torpe como una raíz saliendo de la tierra. El también balanceaba la cabeza, los ojos fijos en el suelo. Los caballos iban ciegamente sobre los coches, sobre la gente que venía en sentido contrario. A su alrededor, volaban como moscardones juramentos furiosos, y los gritos de cólera desgarraban el aire. El, sin alzar la cabeza, sin contestar, silbaba de manera aguda y ensordecedora, y murmuraba por lo bajo a sus caballos:

—¡Toma, para vosotros!

Cada vez que los camaradas de Andrés se reunían en su casa para leer folletos, o el último número de un periódico impreso en el ' extranjero, Nicolás llegaba, se sentaba en un rincón y escuchaba sin decir nada, una hora o dos. Terminada la lectura, los jóvenes discutían largamente, pero Vessovchikov jamás tomaba parte en la controversia. Se quedaba más tiempo que los otros, y cuando estaba solo con Andrés, le preguntaba con aire hosco:

—¿Y quién es el más culpable de todos?

—El primero que dijo: «esto es mío». Mira… Alguien que murió hace miles de años, y ya no vale la pena enfadarse con él —dijo Andrés bromeando, pero sus ojos tenían una expresión inquieta.

—Pero… ¿los ricos? ¿Y los que los sostienen?

El Pequeño Ruso se inclinaba, la cabeza entre las manos, retorcía su bigote y hablaba larga y sencillamente de la vida y de los hombres. Pero siempre resultaba de sus palabras que todo el mundo, en conjunto, era falible, y esto no agradaba a Nicolás.

Con los gruesos labios muy apretados, sacudía negativamente la cabeza, y declaraba en tono de desconfianza que eso no era así, luego se iba, descontento y sombrío.

Una vez gritó:

—¡No; tiene que haber responsables, están aquí! Te lo digo yo… Hay que pasar el arado a fondo, por todas partes, como en un campo de grama, ¡sin piedad!

—¡Eso es lo que dijo un día Isaías el punzonador refiriéndose a ti! —observó la madre.

—¿Isaías? —preguntó Vessovchikov, tras una pausa.

—Sí, el malvado… Espía a todo el mundo, hace preguntas, se dedica a venir con frecuencia a nuestra calle, a mirar por la ventana…

—¿Mira? —repitió Nicolás.

La madre estaba ya acostada y no le veía la cara, pero comprendió que había dicho demasiado, porque el Pequeño Ruso replicó vivamente en tono conciliador:

—¡Bah!, déjalo que vaya y que mire. Le sobra tiempo, y se pasea.

—¡No, espera! —dijo sordamente Nicolás—. El es el responsable.

—¿De qué? —replicó Andrés con viveza—. ¿De ser tonto?

Vessovchikov no contestó, y se fue.

El Pequeño Ruso dio unos paseos por la habitación, lentamente, fatigado, arrastrando sus piernas secas y largas como patas de araña. Se había quitado las botas, como de costumbre, para no hacer ruido y no molestar a Pelagia. Pero ésta no dormía.

—¡Me da miedo! —dijo inquieta, después de la partida de Nicolás.

—Sí —dijo Andrés, alargando sus palabras—. Es muy irritable. No le hables de Isaías, madrecita: Isaías es verdaderamente un espía.

—¡Nada de raro! Su compadre es gendarme.

—Puede ser que Nicolás le dé una paliza —continuó Andrés, alarmado—. Esos son los sentimientos que los señores oficiales de nuestra sociedad hacen nacer en los simples soldados. Cuando las gentes como Nicolás tomen conciencia de sus humillaciones y se les acabe la Paciencia, ¿qué ocurrirá? La sangre llegará a las nubes, y la tierra se cubrirá de una espuma roja, como un jabón que se deshace…

—¡Es terrible, Andrés! —dijo dulcemente la madre.

—Si las moscas no les picasen, no darían coces —dijo Andrés, tras un silencio—. Y, sin embargo, cada jota de sangre habrá sido lavada de antemano por los torrentes de lágrimas del pueblo.

Rió brevemente y añadió:

—Será justo…, pero no es consolador.

XXII

Un domingo, cuando la madre, de vuelta de la tienda, abrió la puerta y apareció en el dintel, se sintió súbitamente inundada de alegría como la cálida lluvia de un día de verano: había oído en la habitación la fuerte voz de Paul.

—¡Aquí está! —gritó el Pequeño Ruso.

Notó ella la rapidez con que su hijo se volvió, y cómo los ojos del joven se iluminaban con una emoción prometedora de grandes alegrías.

—Has vuelto… a casa —murmuró. La sorpresa la hizo vacilar, y se sentó.

El se inclinó sobre su madre: estaba pálido, y unas pequeñas y claras lágrimas brillaban en sus ojos. Los labios le temblaban. El Pequeño Ruso pasó silbando ante ellos, con la cabeza baja. Salió.

—¡Gracias, mamá! —dijo Paul con voz profunda y baja, cogiendo la mano de ella entre sus trémulos dedos—. Gracias, querida madre.

Sacudida de gozo por la expresión del rostro de su hijo y el acento de su voz, le acarició la cabeza, y reprimiendo los latidos de su corazón, le dijo:

—¡Cristo sea contigo! ¿Por qué me das las gracias?

—Por tu ayuda en nuestra gran causa. Cuando un hombre puede decir que también por el espíritu ama a su madre, es una rara felicidad.

Sin decir nada, henchido el corazón, aspiraba la madre ávidamente estas palabras, lo contemplaba embelesada: estaba allí, ante ella, tan abierto, tan próximo…

—Mamá, yo veía que todo esto te lastimaba, que era duro para ti. Pensé que nunca te sentirías en paz con nosotros, que no adoptarías nuestras ideas, pero que las soportarías en silencio, como has soportado siempre todo. Era muy penoso…

—Andrés me ha hecho comprender muchas cosas.

—Sí, ya me lo contó —dijo Paul riendo.

—Iégor también. Los dos somos del mismo pueblo. Andrés quería, incluso, enseñarme a leer.

—Y a ti te dio vergüenza y te pusiste a aprender sola, a escondidas.

—¡Ah!, me ha espiado… —dijo ella confusa. Y agitada en el colmo de su dicha, propuso a Paul:

—¡Hay que llamarle! Salió adrede para no estorbarnos. El…, como no tiene madre…

—¡Andrés! —.gritó Paul abriendo la puerta de entrada—. ¿Dónde estás?

—Aquí. Voy a partir leña.

—¡Ven acá!

No lo hizo inmediatamente, y al entrar en la cocina dijo en tono de amo de casa:

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