La madre (19 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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Se irguió, negro, poderoso. Su rostro se había ensombrecido, su barba temblaba como si su dueño chocase los dientes. Continuó, bajando la voz:

—He ido botando, de fábrica en fábrica, durante cinco años, y me había desacostumbrado al campo, eso es. He vuelto, veo lo que en él pasa y me digo: «yo no puedo vivir así». ¿Comprendes? ¡No puedo! Aquí no tenéis ni idea de tales humillaciones. Pero en la aldea, el hambre sigue al ser humano como una sombra, y no hay esperanza de encontrar suficiente pan. El hambre devora las almas, crea espectros que no tienen ni figura de hombre, no viven, se pudren en una miseria increíble… Y alrededor de ellos, las autoridades montan guardia, acechan como cuervos para saber si tienes un mendrugo de sobra… Si lo ven, te lo arrancan y te golpean en la cara…

Rybine paseó su mirada en torno y se inclinó hacia Paul, apoyando las manos en la mesa:

—Tuve ganas de vomitar cuando volví a ver de cerca esta vida. Pensaba que no podría soportarla. Sin embargo, me dominé, «no hagas chiquilladas», me dile. «Me quedaré aquí. No les daré pan, pero sembraré desorden», ¡y así lo haré! Siento rencor contra los que hacen daño. La humillación está hincada en mi corazón como un cuchillo cimbreante…

Su frente se cubría de sudor, se acercó lentamente a Paul y le puso una mano en el hombro. Aquella mano temblaba.

—¡Ayúdame! Dame libros que no dejen reposar más a quien los lea. Hay que meterles un erizo bajo el cráneo, un erizo que pinche bien. Di a esa gente de la ciudad que escribe para vosotros, que deben escribir también para los campesinos. ¡Que nos preparen una salsa con tantas especias, que vuelva de arriba a abajo las aldeas, para que nuestros mujiks combatan a muerte!

Levantó el brazo y añadió con voz sorda, dejando caer cada palabra:

—¡Curar la muerte con la muerte, eso es! Esto quiere decir que hay que morir para que el mundo resucite. Y que morirán millares para que millones vivan sobre la tierra. Eso es. Morir es fácil. ¡Si los hombres resucitasen, si se alzasen…!

La madre trajo el samovar dirigiendo miradas disimuladas a Rybine, cuyas palabras brutales y violentas la herían. En aquel hombre, había algo que le recordaba a su marido; éste había tenido los mismos rictus, los mismos gestos de las manos recogiendo las mangas; estuvo animado de idéntica rabia impotente, pero muda. Rybine hablaba y ahora parecía menos terrible.

—Sí, es necesario dijo Paul, bajando la cabeza—. Dénos hechos concretos y les imprimiremos un periódico.

La madre miró sonriendo a su hijo, luego se vistió sin decir nada y salió.

—¡Hazlo! Te proporcionaremos cuanto te haga falta. No escribáis cosas complicadas, tienen que entenderlo hasta los becerros —exclamó Rybine.

La puerta del vestíbulo se abrió y entró alguien.

—Es Efime —dijo Rybine, yendo a mirar a la cocina—. Ven aquí, Efime… Este muchacho es Paul; ya te he hablado de él.

Un mocetón robusto, de rostro ancho, cabellos rojizos y ojos grises, vestido con una media pelliza de carnero, el gorro en la mano, estaba delante de Paul y lo miraba de arriba abajo. —¡Salud! —dijo con voz ronca. Estrechó la mano de Paul y se alisó los ásperos cabellos. Recorrió la habitación con una mirada y se dirigió en seguida, a paso lento y como furtivo, a la estantería cargada de libros.

—¡Los ha visto! —dijo Rybine guiñando un ojo a Paul. Efíme se volvió, lo miró y se puso a examinar los volúmenes, diciendo:

—Bueno, aquí tenéis qué leer. Pero no tendréis tiempo de leer, seguramente. En el campo hay más tiempo.

—¿Y menos gana? —preguntó Paul.

—¿Por qué? ¡Al contrario! —respondió el muchacho, frotándose la barbilla—. La gente empieza a usar un poco el cerebro. Geología, ¿qué es esto?

Paul se lo explicó.

—No lo necesitamos —dijo Efime, volviendo el libro a su sitio—. Al mujik no le interesaba saber cómo nació la tierra, sino cómo ha sido distribuida, cómo los poderosos la han arrancado bajo los pies del pueblo. Que gire o que no se mueva, eso no importa. Por mí que la cuelguen de una cuerda, con tal que dé de comer, que alimente a los suyos.

—Historia de la esclavitud —siguió leyendo Efime, y preguntó de nuevo:

—¿Habla de nosotros?

—Aquí hay uno sobre la servidumbre —dijo Paul, dándole otro volumen.

El campesino lo cogió y lo hizo girar entre sus manos. Luego, lo dejó y dijo tranquilamente:

—Eso es cosa pasada.

—¿Tiene usted tierra en arrendamiento?

—¿Nosotros? Sí, la tenemos. Somos tres hermanos y tenemos cuatro hectáreas. Arena útil para limpiar cobres, pero que no vale nada para trigo…

Continuó después de un silencio:

—Me he liberado de la tierra, ¿de qué sirve eso? No alimenta al hombre, pero le ata las manos. Hace cuatro años que trabajo como peón agrícola. En otoño me iré soldado. El padrecito Michel me dice: «¡no vayas!». Dice que ahora mandan a los soldados a combatir al pueblo. Pero pienso ir. La tropa combatía también al pueblo en tiempos de Pougatchev y de Stenka Razine
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. Hay que poner fin a eso. ¿Qué opina usted? —dijo, mirando fijamente a Paul.

—Sí, es el momento —respondió el joven con una sonrisa. Solamente que no es fácil. Hay que saber qué va a decirse a los soldados, cómo hablarles…

—Se aprenderá y se sabrá hacer —dijo Efime.

—Si lo cogen, pueden fusilarlo —concluyó Paul, mirando al campesino con curiosidad.

—¡No me perdonarán, desde luego! —asintió tranquilamente el muchacho, y volvió a mirar los libros.

—¡Tómate el té, Efime, tenemos que irnos pronto! —dijo Rybine.

—Ahora mismo… Revolución, ¿quiere decir «revuelta»?

Llegó Andrés, rojo, acalorado y torvo. Estrechó en silencio la mano de Efime, se sentó al lado de Rybine y, después de mirarlo bien, se echó a reír.

—Pues no pareces muy contento —dijo Rybine, golpeándole una rodilla con la mano.

—Regular… —respondió el Pequeño Ruso.

—¿Obrero también? —interrogó Efime, designando a Andrés con un movimiento de cabeza.

—Sí —dijo Andrés—. ¿Y qué?

—Es la primera vez que ve obreros de fábrica —explicó Rybine—. El dice que son gente aparte.

—¿Por qué? —preguntó Paul.

Efime miró atentamente a Andrés, y dijo:

—Tenéis los huesos puntiagudos. El mujik los tiene más redondos.

—El mujik se mantiene más sólidamente sobre sus piernas —añadió Rybine— Siente la tierra bajo los pies, aunque no sea suya, pero es la tierra. Pero el obrero ciudadano es como un pájaro: no tiene patria ni casa, hoy está aquí y mañana allá. Ni siquiera una mujer lo ata a un lugar, a la primera disputa con ella… adiós, preciosa…, un golpe en las costillas. Y se va a buscar algo mejor en otro sitio. Mientras que el mujik prefiere permanecer en su casa, sin cambiar de centro. ¡Ah, aquí viene la madre!

Efime se acercó a Paul y le preguntó:

—¿Va a darme quizá algún libro?

—Con mucho gusto —respondió Paul.

Los ojos del muchacho tuvieron un brillo de anhelo, y añadió vivamente:

—¡Lo devolveré! Los compañeros traen brea cerca de aquí, y se lo entregarán.

Rybine había vuelto a ponerse su abrigo, ciñéndose bien el cinturón.

—¡Vamos, es el momento!

—Así ya tengo qué leer —exclamó Efime, mostrando los dientes en una amplia sonrisa.

Cuando hubieron partido, Paul dijo a Andrés:

—¿Has visto semejantes diablos…?

—Sí… —dijo lentamente el Pequeño Ruso—. Están en las nubes.

—¿Habláis de Rybine? —interrumpió la madre—. Es como si nunca hubiera estado en la fábrica: ha vuelto a ser un completo mujik. ¡Y es terrible…!

—Lástima que no estuvieras aquí —dijo Paul a Andrés, que sentado junto a la mesa, contemplaba sombríamente su vaso de té—. Tú que siempre hablas del corazón, habrías podido ver el juego de un corazón… Rybine ha expresado ideas tan absurdas que me sentí trastornado, sofocándome… Ni siquiera pude contestarle. ¡Qué hostil hacia la humanidad, y qué poco la ama! La madre dice la verdad: este hombre lleva dentro de sí una fuerza terrible…

—¡Ya lo he visto! —dijo Andrés, siempre ceñudo—. El género humano está envenenado. Cuando se alce, derribará todos los obstáculos, uno tras otro; necesitan la tierra desnuda, y arrancarán todo lo que la cubre.

Hablaba lentamente, y podía verse que pensaba en otra cosa.

La madre le dijo con ternura:

—Olvida un poco, Andrés.

—Espera, madrecita, espera —replicó él dulce y afectuosamente.

Y, reaccionando súbitamente, dijo, golpeando la mesa con el puño:

—¡Sí Paul, el campesino quemará todo si se levanta! Como después de una peste, arrasará todo para hacer desaparecer entre las cenizas las huellas de sus humillaciones…

—Y después se cruzará en nuestro camino —observó suavemente Paul.

—Nuestra misión es no permitirlo. Nuestro papel es contenerlo. Somos los más próximos a él, y nos creerá. Nos seguirá.

—¿Sabes que Rybine nos propone editar un periódico para el campo?

—Hay que hacerlo.

—Me siento avergonzado —dijo riendo Paul—, por no haber discutido con él.

El Pequeño Ruso observó calmosamente:

—Ya habrá otra ocasión. Toca la flauta, y quienes no tengan los pies clavados a la tierra, bailarán al son de tu música. Rybine dice la verdad: no sentimos la tierra bajo nosotros, y tampoco debemos sentirla, puesto que estamos llamados a ponerla en movimiento. La sacudiremos una vez y nos seguirán, luego otra vez, y volverán a seguirnos.

La madre sonrió:

—Andrés, para ti todo es sencillo.

—Pues sí —replicó él—, sencillo. Como la propia vida.

Unos instantes después, dijo:

—Voy a dar un paseo por el campo.

—¡Después del baño! Hace un viento que traspasa —dijo la madre.

—Es justamente lo que me hace falta.

—Ten cuidado, te enfriarás —dijo Paul solícito—. Harías mejor acostándote.

—No, quiero salir.

Se vistió y salió sin decir palabra.

—Está disgustado —observó la madre, suspirando.

—Sabes —dijo Paul—, después de esa historia… haces bien en tutearlo.

Ella lo miró asombrada:

—¡Pero lo hago sin darme cuenta! El es algo mío…. no sé cómo explicártelo.

—Tienes buen corazón, madre —dijo en voz baja Paul.

—Si pudiera ayudarte, por poco que fuese… y a todos. ¡Si supiera!

—No temas…, ya sabrás.

Ella se echó a reír dulcemente:

—¡Bueno, hay algo que no sé: no tener miedo!

—No hablemos más, mamá. Pero debes saber que te estoy muy agradecido.

La madre se fue a la cocina, para no turbarlo con sus lágrimas.

El Pequeño Ruso volvió de noche, ya tarde, fatigado, y fue inmediatamente a acostarse, diciendo:

—Creo que he hecho por lo menos diez kilómetros.

—¿Te ha sentado bien? —preguntó Paul.

—Voy a dormir, no me molestes.

Calló y se quedó dormido como un tronco.

Algún tiempo después vino Vessovchikov, harapiento, sucio y malhumorado, como siempre.

—¿No has oído nada acerca de quién mató al bandido de Isaías? —preguntó paseando torpemente por el cuarto.

—No —dijo secamente Paul.

—Bueno, algún tipo a quien no le disgustó hacerlo. Y yo que estaba siempre pensando en estrangularlo… Es lo que mejor me iba.

—No digas semejantes cosas, Nicolás —le dijo Paul, en tono amistoso.

—¡Es cierto! —intervino afectuosamente la madre—. Tienes un buen corazón, y, sin embargo, no cesas de amenazar. ¿Por qué? En aquel momento, le complacía ver a Nicolás: incluso su rostro marcado por la viruela le parecía hermoso.

—Soy un inútil que dice tonterías —contestó éste encogiéndose de hombros—. Pienso y pienso, y, ¿cuál es mi sitio? No veo ninguno. Hay que hablar a la gente, y yo no sé. Veo todo, todas las miserias que se hacen a los hombres, las siento, pero no puedo expresarlas. Tengo el alma muda.

Se acercó a Paul, y con la cabeza baja, arañando la mesa con el dedo, dijo con voz quejumbrosa, como la de un niño, una voz que no era la suya habitual:

—Dadme un trabajo duro, no importa cuál sea. No puedo vivir así, sin hacer nada. Vosotros estáis todos en actividad. Yo veo que las cosas marchan, pero estoy al margen. Cargo vigas, planchas…

No puede vivirse para eso. ¡Dadme un trabajo duro!

Paul le cogió una mano, atrayéndolo hacia sí:

—¡Se te dará!

Pero, detrás del tabique, se oyó la voz del Pequeño Ruso:

—Nicolás, yo te enseñaré los caracteres de imprenta y serás uno de nuestros cajistas, ¿de acuerdo?

Vessovchikov se acercó al tabique:

—Si me enseñas, te regalaré un cuchillo…

—¡Vete al diablo con tu cuchillo! —exclamó el Pequeño Ruso, rompiendo a reír.

—¡Un buen cuchillo! —insistió Nicolás.

Paul reía también. Entonces, Vessovchikov se detuvo y preguntó:

—¿Os reís de mí?

—¡Naturalmente! —respondió Andrés saltando de la cama—. Ven, vamos a pasear por el campo, hay un hermoso claro de luna. ¿Vamos?

—Bueno —dijo Paul.

—Yo también voy —declaró Nicolás—. Me gustas cuando te ríes, Pequeño Ruso.

—Y tú a mí… cuando ofreces regalos.

Mientras se vestía en la cocina, la madre le dijo con aire gruñón:

—Abrígate más.

Y cuando los tres salieron, fue a mirarlos desde la ventana, luego echó una ojeada a las santas imágenes y dijo:

—¡Señor…, ayúdales!

XXVI

Los días se sucedían con tal rapidez, que no dejaban a la madre tiempo para pensar en el Primero de Mayo. Sólo por la noche, cuando fatigada de la ruidosa agitación y las emociones del día, se retiraba a su lecho, sentía oprimirse melancólicamente su corazón. —Qué pronto viene…

Al amanecer, la sirena de la fábrica aullaba: Paul y Andrés bebían rápidamente su té, comían un bocado y se iban, dejando a la madre una multitud de encargos. Y durante todo el día, ella daba vueltas como un pájaro enjaulado: hacía la comida, preparaba una especie de gelatina violeta para la impresión de las proclamas y la cola para pegarlos; recibía a desconocidos que le entregaban unas notas para Paul y desaparecían tras haberle contagiado su excitación.

Los carteles que llamaban a los obreros a festejar el Primero de Mayo, aparecían casi cada noche pegados en las vallas e, incluso, Puerta de la gendarmería; cada día se los veía en la fábrica.

Por la mañana, los policías iban y venían por el barrio, arrancando y raspando entre juramentos, las hojas violetas, pero a la hora del almuerzo, volaban de nuevo por la calle, cayendo a los pies de los transeúntes. De la ciudad vino policía secreta: apostados en las esquinas de las calles, registraban con la mirada a los obreros que iban a comer, ruidosos y animados, o que se reintegraban al trabajo. Todo el mundo se alegraba de ver la impotencia policial e, incluso, los obreros de más edad decían, con la sonrisa en los labios:

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