Authors: Máximo Gorki
—Bueno, ¿para qué sirven?
Por doquier se formaban pequeños grupos, discutiendo calurosamente acerca del inquietante llamamiento. La vida hervía aquella primavera, les parecía a todos más interesante, traía a cada uno algo nuevo: a unos, una razón más para irritarse contra los sediciosos y colmarlos de insultos; a otros, una vaga inquietud y una esperanza; a los menos, la punzante alegría y la conciencia de ser la fuerza que despertaba a las masas.
Paul y Andrés apenas dormían: volvían un momento antes de la llamada de la sirena, cansados, roncos, pálidos. La madre sabía que organizaban reuniones en el bosque, en el pantano, no ignoraba que, por la noche, destacamentos de la policía montada rondaban alrededor del suburbio, que los chivatos vigilaban también, deteniendo y registrando a los obreros que iban solos, dispersando grupos, y cogiendo alguna vez a éste o al otro. Comprendía que su hijo y Andrés podían ser presos cada noche, y casi lo deseaba, pareciéndole que sería mejor para ellos.
Sobre el asesinato de Isaías había caído un silencio extraño. Durante dos días, la policía local había interrogado sobre el asunto a una decena de personas; luego, parecía haberse desinteresado del caso.
María Korsounov, en una charla con la madre, le contó lo que se decía en la policía, con la cual como todo el mundo, estaba en excelentes términos:
—¿Cómo van a encontrar al culpable? Aquella mañana vieron a Isaías quizá cien personas, de las cuales, noventa por lo menos, le habrían dado con gusto una buena paliza. Molestó bastante al prójimo durante siete años…
El Pequeño Ruso cambiaba a ojos vistas. Sus mejillas se habían hundido, y sus pesados párpados caían sobre los ojos salientes, semicerrándolos. Una tina arruga descendía de las aletas de la nariz a las comisuras de los labios. Hablaba menos de las cosas, los gestos y los hechos cotidianos, pero se inflamaba cada vez más, presa de un entusiasmo que contagiaba a sus oyentes, celebrando el porvenir, la fiesta luminosa y magnífica del triunfo de la libertad y la razón.
Cuando la muerte de Isaías pareció olvidada, dijo un día, con tono desdeñoso y sonrisa triste:
—Si no aman al pueblo, nuestros enemigos tampoco aprecian a aquéllos que les sirven de perros para acosarnos. No echan de menos a su fiel Judas, sino a las monedas de plata.
—No hables de eso, Andrés —dijo firmemente Paul. La madre añadió a media voz:
—Se ha golpeado un tronco podrido, y se deshizo en polvo. —¡Es justo… pero no es consolador! —replicó taciturno Andrés. Repetía con frecuencia estas palabras que, en su boca, tomaban un sentido particular, que abarcaba todo, amargo y cáustico.
Y, al fin, llegó el tan esperado Primero de Mayo.
La sirena llamó como de costumbre, imperiosa y dominadora. La madre, que no había pegado ojo en toda la noche, saltó de la cama y encendió el samovar preparado la víspera. Iba, como siempre, a llamar a la puerta de su hijo y de Andrés, pero se detuvo, dejó caer el brazo y se sentó junto a la ventana, apoyando la mejilla en la mano como si le dolieran las muelas.
En el cielo, de un pálido azul, bogaba rápidamente un rebaño de ligeras nubes blancas y rosa: hubiérase dicho un vuelo de pájaros que huían espantados por el sordo mugido del vapor. La madre miraba las nubes y prestaba oído a los movimientos de su corazón. Sentía la cabeza pesada, y sus ojos enrojecidos por el insomnio, estaban secos. En su pecho reinaba una extraña calma, los latidos eran regulares y ella pensaba en cosas rutinarias.
—He encendido el samovar demasiado pronto, va a evaporarse. Que duerman hoy un rato más. Están agotados los dos…
Un joven rayo de sol, alegre y familiar, entró por la ventana. La madre, extendió la mano, y cuando se posó, luminoso, sobre sus dedos, lo acarició dulcemente con la otra mano, sonriente y pensativa. Luego, se levantó, quitó el tubo del samovar y, esforzándose en no hacer ruido, se lavó y se puso a rezar, persignándose con fervor y moviendo silenciosamente los labios. Su rostro se iluminaba, mientras que, bajo la cicatriz, la ceja se elevaba lentamente y caía de nuevo.
Sonó la segunda llamada de la sirena, menos fuerte, menos segura, en un sonido que temblaba denso, concentrado. La madre tuvo la impresión de que era también más largo que de costumbre. Resonó la clara voz del Pequeño Ruso:
—¡Paul! ¿Oyes?
Uno de ellos arrastró sus pies desnudos sobre el suelo, otro bostezó satisfecho.
—El samovar está listo —dijo la madre.
—¡Ya nos levantamos! —respondió alegremente Paul.
—Hace ya sol —dijo Andrés—, y las nubes corren. Las nubes están hoy de más.
Entró en la cocina, despeinado, con ojos de sueño, pero alegre.
—¡Buenos días, madrecita! ¿Cómo ha dormido?
Ella se acercó y le dijo en voz baja:
—Andrés, estarás a su lado, ¿verdad?
—Por supuesto —susurró el Pequeño Ruso—. Vamos juntos y juntos seguiremos a donde sea, puede estar segura.
—¿Qué estáis conspirando? —preguntó Paul.
—¡Nada!
—Está diciéndome que me lave. Las chicas van a mirarnos —respondió Andrés, saliendo al pequeño vestíbulo para hacer su «toilette».
—«Arriba los pobres del mundo»… —canturreó Paul.
El día iba haciéndose claro, y las nubes desaparecían barridas por el viento. La madre miró la mesa, movió la cabeza pensando que todo era extraño; los dos amigos bromeando, sonriendo en aquella mañana…, sin que nadie pudiera saber qué les esperaba a mediodía.
Ella misma se sentía rara, casi alegre.
Permanecieron todo el tiempo posible en la mesa, esforzándose en hacer más breve la espera. Paul, como siempre, removía lenta y minuciosamente su cuchara para deshacer el azúcar en el vaso, salando con esmero la corteza de pan que era su trozo favorito. El Pequeño Ruso agitaba los pies bajo la mesa; nunca conseguía acomodarlos bien cuando se sentaba, y, mirando un rayo de sol que corría por el techo y la pared, contó:
—Cuando yo era un niño de unos diez años, tuve un día el impulso de cazar al sol en un vaso. Cogí uno, me acerqué de puntillas a la pared, y… ¡zás!, me corté la mano y, además, me pegaron. Luego, salí al patio, vi el sol en un charco, fui a pisarlo y me salpiqué de fango de arriba a abajo. Me pegaron otra vez. Entonces, me puse a gritarle al sol: «¡Pues no me duele, diablo colorado, no me duele!» Y le sacaba la lengua…, esto me consolaba.
—¿Por qué te parece rojo? —dijo riendo Paul.
Porque frente a nuestra casa vivía un herrero, con un rostro rubicundo y una barba rojiza: era un mujik alegre y bondadoso. Y yo encontraba que el sol se le parecía.
No pudiendo más, dijo la madre:
—¡Haríais mejor hablando de lo que va a ocurrir!
—Hablar de lo que está decidido no sirve más que para embrollarlo —observó dulcemente Andrés. En caso de que nos cojan, madrecita, Nicolás vendrá a decirle lo que tiene que hacer.
—¡Bueno! —suspiró la madre.
—Debíamos estar en la calle —dijo pensativo Paul.
—No, vale más que te quedes en casa esperando —aconsejó Andrés—. No sirve de nada que la policía te vea. Ya te conoce bastante.
Théo Mazine llegó corriendo, resplandeciente, las mejillas encendidas. La emoción y el júbilo que rebosaba, disipó la tensión de la espera.
—¡Ya ha empezado! La gente se mueve… Bajan por la calle, con unas lenguas… ¡como hachas! Vessovchikov, Basile Goussev y Samoilov están desde el amanecer hablando a la gente a la puerta de la fábrica. Muchísimos se han vuelto ya a sus casas. Vamos, es el momento. Son ya las diez.
—Yo voy —dijo Paul en tono resuelto.
—Ya veréis —afirmó Théo—, a estas horas, toda la fábrica estará en pie. —Y salió corriendo.
—Arde como un cirio al viento —dijo dulcemente la madre. Levantándose, fue a vestirse.
—¿Dónde va, madrecita?
—¡Con vosotros!
Andrés miró a Paul, retorciéndose el bigote. Con gesto vivo, Paul echó su cabello hacia atrás y siguió a su madre a la cocina.
—No te digo nada, mamá… Y tú, tampoco me dirás nada. ¿Entendido?
—Sí, sí…, ¡y que Cristo sea con vosotros! —murmuró ella.
Cuando al salir oyó el rumor de las voces, inquieto, estremecido en la espera, y cuando vio en todas las ventanas y las puertas grupos de gente que seguían a Andrés y Paul con mirada curiosa, apareció en sus ojos una mancha brumosa y ondulante, que cambiaba de color del verde transparente al gris nublado.
La gente saludaba a los dos jóvenes, y en aquellos saludos había algo especial. El oído de la madre aprehendía fragmentos de reflexiones hechas en voz baja:
—Ahí van los cabecillas.
—¡No sabemos quiénes son los cabecillas!
—Bueno, no he dicho nada malo.
Más lejos, gritó una voz irritada:
—¡Si la policía los coge, están perdidos!
—Eso ya se sabe.
Un exasperado grito de mujer saltó, aterrado, desde una ventana, y llegó hasta la calle:
—¡Has perdido la cabeza! ¿Te crees aún joven, o qué?
Cuando pasaban ante la casa de un tal Zossimov, que había perdido ambas piernas en accidente de trabajo y recibía por ello una pensión, éste asomó la cabeza por la ventana, y exclamó:
—¡Eh, Paul! Maldito imbécil, te retorcerán el cuello por esas historias, ¡puedes estar seguro!
La madre se detuvo, estremeciéndose. El grito había despertado en ella una aguda cólera. Fijó los ojos en la redonda cara hinchada del enfermo, que se retiró blasfemando. Ella apresuró el paso para reunirse con su hijo, y caminó tras él esforzándose en no separarse.
Paul y Andrés parecían no ver nada, no oír las exclamaciones que les acompañaban. Caminaban tranquilamente, sin apresurarse. Mironov, un hombre maduro, modesto y respetado de todos por su vida pura y sobria, los detuvo.
¿Tampoco usted trabaja, Danilo Ivanovitch? —preguntó Paul.
—Mi mujer está a punto de dar a luz. Y, además, hay hoy mucha agitación en el aire —explicó Mironov mirando fijamente a los dos camaradas—. Y vosotros, los jóvenes…, se dice que queréis dar un escándalo en la dirección y romper los cristales.
—¿Acaso estamos borrachos? —preguntó Paul.
—Iremos sencillamente por la calle, con banderas, y cantaremos himnos —dijo Andrés—. Escúchelos, proclaman nuestra fe.
—Ya la conozco —respondió Mironov pensativo—. Leí vuestros papeles… Y que, Pelagia, ¿tú también con los rebeldes? —dijo, con una sonrisa en sus ojos inteligentes.
—¡Hay que estar al lado de la verdad, incluso cuando se tiene la tumba cerca!
—Vaya… Parece que tienen razón los que dicen que tú llevas a la fábrica los folletos prohibidos.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Paul.
—Por ahí… se dice. Bueno, pues hasta luego, y no hagáis tonterías.
La madre se echó a reír dulcemente, le halagaba que hablasen así de ella. Paul dijo sonriendo:
—Acabarás en la cárcel, mamá.
El sol ascendente mezclaba su calor a la estimulante frescura del día primaveral. Las nubes bogaban más lentamente, y su sombra se hacía más delgada, más transparente. Estas sombras que se arrastraban perezosas por la calle y sobre los tejados, envolvían a las gentes: parecían purificar el barrio, secando el lodo y barriendo el polvo de los muros y los techos; y el tedio de los rostros. La alegría se contagiaba, las voces eran más sonoras, ahogando el eco lejano del estrépito de las máquinas.
Nuevamente, de todas partes, ventanas, patios, las palabras huían y volaban hasta los oídos de la madre: inquietas o malignas, resueltas o alegres. Pelagia, ahora, hubiera querido replicar, dar las gracias, explicar, mezclarse a la vida inusitadamente coloreada de aquel día.
En un rincón de la calle principal, en un callejón estrecho, había reunido un centenar de personas, y se oía tronar a Vessovchikov:
—¡Os exprimen la sangre como se exprime el jugo de las grosellas!
Y sus torpes expresiones caían sobre la cabeza de sus oyentes:
—¡Es cierto! —respondieron al mismo tiempo varias voces que se mezclaron en un rumor confuso.
—¡El muchacho está haciendo lo suyo! —dijo el Pequeño Ruso—. Vamos a ayudarle.
Se inclinó, y antes de que Paul tuviese tiempo de detenerlo, hendió con su largo cuerpo la multitud, como un sacacorchos. Su voz cantarina se hizo oír:
—¡Camaradas! Dicen que hay muchos pueblos sobre la tierra: Judíos y alemanes, ingleses y tártaros. Yo no lo creo. Hay solamente dos pueblos, dos razas irreconciliables: ¡los ricos y los pobres! Los hombres se visten de modo diferente y hablan de distinto modo, pero cuando se ve cómo los ricos franceses, alemanes, ingleses, tratan a los trabajadores, nos damos cuenta de que todos son verdugos para los obreros. Son una espina clavada en el paladar.
Alguien se rió entre la masa.
—Y cuando miramos hacia el otro lado, vemos que el obrero francés, lo mismo que el tártaro y el turco, lleva la misma vida de perro que nosotros, los proletarios rusos.
La multitud aumentaba continuamente a su alrededor: uno tras otro, iban deslizándose los obreros en la callejuela, trabajosamente, se acercaban en silencio, tendían el cuello, se erguían sobre la punta de los pies.
Andrés alzó la voz:
—En el extranjero, los trabajadores han comprendido esta verdad tan sencilla, y hoy, en esta luminosa jornada del Primero de Mayo…
—¡La policía! —gritó alguien.
Cuatro policías a caballo volvían la esquina del callejón dirigiéndose sobre el grupo y, agitando sus látigos, gritaban:
—¡Circulen!
Los rostros se ensombrecieron: la gente se separaba, a regañadientes, ante los caballos. Algunos treparon sobre las empalizadas. —Han montado a caballo a los cerdos y éstos gruñen: «somos grandes jefes —aulló una voz fuerte y provocativa.
El Pequeño Ruso quedó solo en medio de la calle: dos caballos, moviendo las cabezas, venían hacia él. Se separó, mientras la madre, cogiéndolo por un brazo, lo llevó con ella, mascullando:
—¡Has prometido estar con Paul y ahora tú mismo te expones a los golpes!
—Perdón —dijo él sonriendo.
Un cansancio, mezclado de angustia y abatimiento, se apoderó de Pelagia; lo sentía crecer, dándole vueltas la cabeza, la pena y la alegría alternaban extrañamente en su corazón. Deseaba oír lo antes posible la sirena de mediodía.
Llegaron a la plaza, ante la iglesia. En ella se apretaban, sentados o en pie, unos quinientos jóvenes y muchachos, ardorosos y alegres. La muchedumbre ondulaba. Las gentes levantaban la cabeza y miraban a lo lejos, a uno y otro lado, en una actitud de espera impaciente. Se percibía una especie de exaltación: algunos parecían desorientados, otros afectaban indiferencia. De cuando en cuando se oían débiles voces femeninas, ahogadas. Los hombres se separaban con desprecio, estallando en aislados juramentos a media voz. Un sordo rumor de palabras hostiles envolvía la multitud.