Authors: Máximo Gorki
En las tres habitaciones reinaba una atmósfera particular. Se respiraba un aire ligero y agradable, pero involuntariamente se hablaba en voz baja como si no se desease hablar alto ni turbar la apacible meditación de los personajes que miraban desde lo alto de las paredes, con aire concentrado.
—Hay que regar las flores —dijo la madre, después de tocar la tierra de las macetas de las ventanas.
—Sí, sí —dijo el dueño de la casa con aspecto contrito—. A mí, sabe, me gustan las flores, pero no tengo tiempo de ocuparme… Pelagia observó que, incluso en su confortable alojamiento, Nicolás se movía con precaución, distante, como extraño a cuanto le rodeaba. Acercaba la cara a los objetos que miraba, ajustándose los lentes con los finos dedos de su mano derecha, guiñaba los ojos y dirigía la mirada en muda interrogación sobre aquello que le interesaba. A veces, tomaba en sus manos el objeto, lo acercaba al rostro y lo palpaba suavemente. Se habría dicho que acababa de llegar con la madre, y que todo dentro de la habitación le resultaba tan desconocido, tan desusado como a ella. Viéndolo tan distraído, la madre se sintió en seguida como en su casa. Seguía a Nicolás anotando el lugar de cada cosa, y le hacía preguntas sobre su modo de vivir. El respondía en el tono de un hombre que pide perdón por no obrar como debe, pero que no sabe hacer otra cosa.
Ella regó las flores y reunió, en un montón ordenado, los cuadernos de música, revueltos sobre el piano; luego miró el samovar.
—Hay que limpiarlo —dijo.
El pasó el dedo por el empalidecido metal, luego lo acercó a su nariz y lo examinó gravemente. La madre sonrió con indulgencia.
Cuando se acostó e hizo el balance de su jornada, levantó la cabeza de la almohada, con asombro y miró a su alrededor. Por primera vez en su vida, se encontraba bajo el techo de un extraño, y no se sentía molesta. Pensó solícitamente en Nicolás y sintió el deseo de hacer todo lo posible por ayudarle, por poner en su vida un poco de cálido afecto. Estaba conmovida por la torpeza, la cómica timidez de su huésped, por su desconocimiento de todo lo que era de orden práctico, por la expresión a la vez prudente e infantil de sus claros ojos. Después, su pensamiento se dirigió a su hijo, volvió a ver aquel Primero de Mayo que se le aparecía lleno de resonancias nuevas, animado de un sentido nuevo. Y el dolor de aquella jornada era de un carácter tan particular, como la jornada en sí misma. No hacía curvar la cabeza hacia el suelo como un puñetazo que aturde, sino que, hiriendo el corazón con mil pinchazos, provocaba una tranquila cólera que erguía la encorvada espalda.
—Los hijos se van por el mundo… —pensaba, escuchando los ruidos desconocidos de la vida nocturna de la ciudad, que penetraban por la ventana abierta, agitando el follaje del jardín: venían de lejos, fatigados, debilitados, para morir dulcemente en la habitación.
Al día siguiente, muy temprano, limpió el samovar, lo encendió, recogió silenciosamente la vajilla. Luego, se sentó en la cocina esperando el despertar de Nicolás. Oyó su tos, y lo vio aparecer llevando los lentes en una mano y abrigándose la garganta con la otra. Después de contestar a su saludo, trajo el samovar a la habitación mientras él se lavaba, salpicando el suelo, dejando caer el jabón y el cepillo de dientes, y refunfuñando contra sí mismo.
Mientras desayunaba, Nicolás le contó:
—Tengo un empleo bien triste en la administración provincial. Veo cómo se arruinan nuestros campesinos…
Sonrió con aire culpable.
—Estas pobres gentes, debilitadas por un hambre crónica, mueren antes de tiempo, los niños nacen raquíticos y caen como moscas en otoño. Nosotros lo sabemos, conocemos las causas de tal calamidad y cuando las hemos analizado bien, recibimos nuestro sueldo. A decir verdad, es todo lo que hacemos.
—¿Es que es usted estudiante? —preguntó ella.
—No, soy maestro de escuela. Mi padre es director de una fábrica en Viatka, y yo me hice profesor. Pero me puse a repartir libros entre los de la aldea y me metieron en la cárcel. Después estuve empleado en una librería, pero fui poco prudente y me detuvieron de nuevo, luego me mandaron a Arkhangel… Allí también tuve disgustos con el gobernador, y me enviaron a una cabaña a orillas del Mar Blanco, donde estuve cinco años.
Su voz sonaba igual y tranquila en la clara habitación inundada de sol. La madre había oído ya muchas historias del mismo tipo, y nunca había podido comprender por qué los amigos de Paul las referían con tanta calma, como si se tratase de hechos inevitables.
—Mi hermana llegará hoy —anunció él.
—¿Está casada?
—Es viuda. Su marido fue desterrado a Siberia, pero huyó y murió de tuberculosis en el extranjero, hace dos años.
—¿Es más joven que usted?
—Tiene seis años más. Yo le debo mucho. ¡Ya la oirá tocar! Ese piano es suyo, como otras muchas cosas de aquí; los libros son míos.
—¿Dónde vive?
—En todas partes —respondió él, sonriendo—. En todas partes donde hay necesidad de alguien audaz, se la encuentra.
—¿Ella se ocupa también… de la causa?
—¡Desde luego!
Se marchó a la oficina, en tanto que la madre se ponía a pensar en «esta causa» que unos cuantos hombres sostenían, día tras día, con obstinación y serenidad. Se sentía ante ellos como ante una montaña nocturna.
Hacia el mediodía llegó una señora alta y esbelta, vestida de negro. Cuando la madre le abrió la puerta, la visitante dejó en el suelo una pequeña maleta amarilla y tomó vivamente la mano de Pelagia.
—Es usted la madre de Paul, ¿verdad?
—Sí —respondió ella, intimidada por la elegancia de aquellas ropas.
—Es usted como yo me la imaginaba. Mi hermano me escribió que vendría usted a vivir con él —dijo la dama, quitándose el sombrero delante del espejo—. Paul y yo somos amigos hace tiempo. Me ha hablado frecuentemente de usted.
Su voz era mate, y hablaba despacio, pero sus movimientos eran vivos y enérgicos. Sus grandes ojos grises tenían una sonrisa joven y franca. Sobre las sienes se percibían ya finísimas y pequeñas arrugas, y por encima de las menudas orejas, unas mechas de cabellos grises brillaban como plata.
—Tengo hambre —dijo—. Me gustaría tomar una taza de café.
—Voy a hacerlo en seguida —replicó la madre. Y sacando del armario una cafetera, preguntó muy bajo:
—¿Es cierto que Paul habla de mí?
—Y no poco…
Sacó un pequeño estuche de cuero del que extrajo un cigarrillo, lo encendió y, yendo y viniendo por el cuarto, preguntó:
—¿Está muy inquieta por él?
Mientras miraba la llama azul del infiernillo de alcohol, que temblaba bajo la cafetera, la madre sonreía. Su turbación ante la dama había desaparecido en la profundidad de su alegría.
«Así que habla de mí el chico…», pensó, y dijo lentamente:
—Desde luego, es duro, pero antes era peor; ahora ya sé que no está solo…
Y fijando los ojos en el rostro de la visitante, la interrogó:
—¿Cómo se llama usted?
—Sofía.
La madre la observaba con atención. Había en ella algo de inmoderado, de demasiado audaz, de precipitado…
Sofía hablaba en tono de seguridad:
—Lo principal es que no estén mucho tiempo en la cárcel, que los juzguen pronto. Y en cuanto Paul esté en el destierro, le haremos escapar; no podemos pasarnos mucho tiempo sin él aquí.
Incrédula, la madre miró a Sofía mientras ésta buscaba con los ojos un sitio para tirar su cigarrillo. Lo hundió en la tierra de un tiesto.
—¡Va a estropear las flores! —observó maquinalmente la madre.
—Perdón —dijo Sofía—. Nicolás me lo dice siempre. —Y retirando la colilla, la arrojó por la ventana.
La madre se sintió confusa, la miró a los ojos y dijo, con aire culpable:
—¡Excúseme! Lo dije sin pensarlo. ¿Acaso soy quién para hacerle observaciones?
—¿Por qué no, si soy descuidada? —respondió Sofía, encogiéndose de hombros—. ¿El café está listo? ¡Gracias! ¿Por qué una sola taza? ¿No va usted a tomarlo?
Y súbitamente, cogió a la madre por los hombros, la atrajo hacia sí y, mirándola francamente, le preguntó, asombrada:
—¿Es que la cohíbo?
Pelagia dijo, sonriendo:
—¡Acabo de llamarle la atención y me pregunta si me cohíbe!
Y, sin ocultar su propia extrañeza, continuó como interrogándose:
—He llegado a esta casa ayer, y estoy en ella como en la mía, no tengo miedo de nada, digo lo que quiero…
—Como debe ser —dijo Sofía.
—Ya no sé dónde tengo la cabeza, no me reconozco yo misma —añadió la madre—. Antes, daba vueltas alrededor de las personas antes de decirles algo con franqueza, y ahora… mi corazón se abre en seguida y digo de golpe cosas que en otro tiempo ni siquiera habría pensado…
Sofía encendió otro cigarrillo. Sus ojos grises se posaron sobre la madre, con una mirada clara y afectuosa.
—Dice usted que organizará la evasión de Paul. Sí, pero, ¿cómo vivirá luego? —La madre planteó por fin la cuestión que la atormentaba.
—Un juego de niños —respondió Sofía, sirviéndose más café—. Vivirá como viven decenas de evadidos… Mire, yo vuelvo ahora' de instalar a uno, otro hombre imprescindible que fue desterrado por cinco años y ha estado… allí, tres meses y medio.
La madre la miró fijamente, sonrió y dijo en voz baja, moviendo la cabeza:
—Ha sido la jornada del Primero de Mayo la que me ha; trastornado. Me siento insegura, como si siguiese dos caminos a la vez: tan pronto me parece que comprendo todo, como vuelvo a perderme en la niebla. Ahora mismo, cuando la miro a usted…, es una dama de calidad, y, sin embargo, se ocupa de la causa. Usted conoce a Paul y le aprecia, y yo se lo agradezco…
—Bueno, es a usted a quien hay que darle las gracias —dijo Sofía, riendo.
—¿Por qué a mí? No fui yo quien le enseñó todo eso… —respondió, suspirando, la madre.
Sofía dejó su cigarro en el platillo, sacudió la cabeza haciendo que sus cabellos dorados cayeran en espesa cascada sobre los hombros, y salió, diciendo:
—Creo que ya es hora de que se cambie de ropa y deje todos estos esplendores…
Nicolás volvió a mediodía. Comieron y, mientras tanto, Sofía contó, riendo, cómo había encontrado y ocultado al fugitivo. Ella tenía miedo de los espías y los veía por todas partes, y el camarada evadido era de lo más pintoresco. El tono de su voz recordaba a la madre la vanidad del obrero que ha hecho bien un trabajo difícil y está satisfecho de ello.
Sofía vestía ahora un traje ligero y amplio, gris plata. Parecía más alta con aquel atavío, sus ojos eran más oscuros y sus gestos más tranquilos.
—Sofía —dijo Nicolás, cuando terminaron el almuerzo—, hay un nuevo trabajo para ti. Hemos emprendido la tarea de hacer un periódico para los campesinos, pero hemos perdido el contacto después de los últimos arrestos. Solamente Pelagia puede ayudarnos a encontrar al hombre que se encargará de la difusión. Ve con ella es urgente.
—Bueno —dijo Sofía, fumando su cigarrillo—. ¿Vamos, Pelagia?
—¿Por qué no? Vamos.
—¿Es lejos?
—Unos ochenta kilómetros.
—Perfecto. Ahora voy a tocar el piano. ¿Puede soportar un Poco de música, Pelagia?
—No me lo pregunte… Haga como si yo no estuviera aquí —dijo la madre, sentándose en una esquina del sofá. Veía que el hermano y la hermana, sin aparentar prestarle atención, hacían siempre de modo que ella se encontrase mezclada en su conversación.
—Bien, pues escucha, Nicolás. Es Grieg. Lo he traído hoy… Cierra las ventanas.
Abrió la partitura e hirió dulcemente el teclado con la mano derecha. Las cuerdas vibraron, blandas y densas. Primero, un profundo suspiro, luego otra nota, de un sonido lleno de riqueza, se unió a las primeras. Bajo los dedos de aquella mano, extraños gritos transparentes tomaron impulso para su vuelo inquieto, los claros sonidos revolotearon, batieron alas como pájaros asustados sobre el fondo sombrío de las notas bajas.
Al principio, aquella música no dijo nada a la madre. En semejante serie de sonidos no veía sino una cacofonía. Su oído no podía captar la melodía en la confusa vibración del torrente de notas. Medio dormida, miraba a Nicolás sentado en la otra esquina del ancho diván, replegadas las piernas: observaba el severo perfil de Sofía y su cabeza cubierta por el pesado vellón de sus cabellos rubios. Un rayo de luz iluminó la cabeza y el hombro, luego, cayendo sobre el teclado, flotó sobre los dedos de la pianista, envolviéndolos. La música llenaba la habitación cada vez más, y el corazón de la madre se despertaba a la melodía, sin que ella misma se diese cuenta.
De pronto, desde el oscuro trasfondo de su pasado, subió el recuerdo de una humillación, olvidada hacía mucho tiempo y que resucitaba ahora con cruel nitidez.
Una noche, su marido había vuelto muy tarde, completamente borracho, la había cogido por un brazo y, arrojándola fuera del lecho, la había golpeado a puntapiés, diciéndole:
—¡Largo de aquí, carroña, estoy harto de ti!
Para huir de los golpes, ella había cogido a su hijo, que tenía dos años, y, de rodillas, se protegía con el pequeño cuerpo como con un escudo.
Paul lloraba y se debatía, aterrado, desnudo y tibio. —¡Fuera los dos! —rugía Michel.
Ella dio un salto y corrió a la cocina, echó algo de ropa sobre sí, envolvió al niño en una toquilla y, sin gritos ni miedo, descalza y en camisa, se fue a la calle. Estaban en mayo y la noche era fresca, el frío polvo se pegaba a sus pies, acumulándose entre los dedos el niño lloraba, debatiéndose. Pelagia descubrió su seno, apretó la criatura contra su cuerpo y, asustada ahora, caminó meciéndole y canturreándole muy bajo.
Ya apuntaba el día. Sintió miedo y vergüenza de que pudieran encontrarla casi desnuda. Bajó a la orilla del pantano y se sentó en la tierra, bajo un apretado grupo de arbolillos jóvenes. Permaneció mucho tiempo allí, envuelta por la oscuridad, los ojos dilatados, fijos en las tinieblas y cantando medrosamente para mecer a un mismo tiempo a su niño y a su humillado corazón.
De pronto, un pájaro negro, silencioso, se agitó sobre su cabeza, tomó impulso y voló a lo lejos. Ella sintió una sacudida y se levantó. Temblando de frío se dirigió a su casa, al encuentro del terror habitual, de los golpes y de los renovados insultos…
Por última vez, un acorde sonoro, indiferente y frío, suspiró y se fijó.
Sofía se volvió preguntando a media voz a su hermano: