Authors: Máximo Gorki
—Quizá es la primera que ha seguido a su hijo en este camino…, la primera.
—No la molestemos, vamos afuera —propuso Sofía.
—Sí, tenemos que ir a trabajar. Me gustaría que hablásemos, pero será esta noche. ¡Vamos, muchachos!
Salieron los tres, dejando a Sofía delante de la cabaña. La madre pensó:
—Bueno, pues esto marchará, gracias a Dios. Se entienden bien…
Y se durmió apaciblemente, respirando el aire picante del bosque y la brea.
Los carboneros volvieron, contentos de haber terminado el trabajo. Despertada por sus voces, la madre salió de la cabaña, bostezando y sonriendo.
—Habéis ido a trabajar, y yo, durmiendo como una dama… —dijo, mirándolos con ternura.
—Te lo perdonamos —respondió Rybine.
Estaba más tranquilo, disipado por la fatiga su exceso de agitación.
—Ignace —dijo—, date prisa con la cena. Aquí nos ocupamos de la casa por turno, y hoy le toca a Ignace.
—Cedería con gusto mi vez —dijo éste, que, prestando oídos a la conversación, se puso a recoger virutas y ramas para encender el fuego.
—Las visitas interesan a todo el mundo —dijo Efime, sentándose al lado de Sofía.
—Te ayudaré, Ignace —dijo Jacob.
Se fue a la cabaña, de donde trajo un bollo de pan que cortó en trozos, que dispuso sobre la mesa.
—Calla —dijo suavemente Efime—. Oigo toser. Rybine escuchó:
—Sí, ahí viene.
Y dirigiéndose a Sofía, explicó:
—Va a ver un testimonio. Me gustaría pasearlo por las ciudades, mostrarlo eh las plazas, para que la gente le oyera. Dice siempre lo mismo, pero sería necesario que todos lo escucharan. El silencio y la oscuridad se hacían más profundos, y las voces más dulces. Sofía y la madre observaban a los campesinos, todos se movían lenta y pesadamente, con una especie de pintoresca prudencia. Ellos también seguían los gestos de las dos mujeres.
Un hombre alto, encorvado, salió del bosque. Caminaba lentamente, apoyándose con fuerza en su bastón, y se oía su respiración jadeante.
—Aquí estoy —dijo, y se puso a toser.
Vestía un levitón raído que le llegaba hasta los talones. Bajo su sombrero negro y deshilachado, se escapaban eh ralos mechones unos cabellos de un rubio descolorido, tiesos. Una barba clara cubría su rostro amarillo y huesudo. Tenía la boca entreabierta, y eh sus hundidas órbitas, los ojos brillaban febriles, como eh el fondo de sombrías cavernas.
Cuando Rybine le hubo presentado a Sofía, el recién llegado preguntó:
—¿Parece ser que ha traído usted libros?
—Sí.
—Gracias. ¡Por el pueblo! Aún no puede comprender la verdad por sí mismo. Y yo, que la he comprendido, le doy las gracias eh su hombre.
Respiraba rápidamente, aspirando el aire a pequeñas bocanadas anhelantes. La voz era entrecortada, los descarnados dedos de sus manos sin fuerza, resbalaban sobre su pecho, tratando de abrochar el abrigo.
—No es sano para usted venir tan tarde por el bosque. La vegetación está húmeda, y esto se agarra a la garganta —observó Sofía.
—Para mí ya no hay nada sano —respondió él jadeando—. Lo único que me curará será la muerte.
Era penoso oírle, y toda su persona provocaba esta piedad superflua, que reconoce su impotencia y hace hacer un resignado despecho. Se sentó sobre un barril, doblando las rodillas con precaución, como si temiese que se le rompieran las piernas, y se enjugó la frente sudorosa. Sus cabellos estaban secos, muertos.
El fuego se encendió. Todo pareció sobresaltarse, moverse.
Las sombras lamidas por las llamas se dispersaron, aterradas, por el bosque. Por encima del fuego se vio, por un momento, la cara redonda de Ignace, hinchando las mejillas. El resplandor se apagó. Se sintió un olor a humo. De nuevo, el silencio y la bruma cercaron el pequeño claro, como si acechasen las roncas palabras del enfermo.
—Pero todavía puedo ser útil al pueblo, como testigo de un crimen. Mire, míreme… Tengo veintiocho años y estoy muriéndome. Hace diez años levantaba y llevaba sobre mis espaldas, sin esfuerzo, ¡hasta doscientos kilos! Con esta salud, pensaba yo, llegaré hasta más de los setenta años sin quebrantarme. Pero han pasado diez y no puedo ir más lejos. Los amos me han desvalijado, me han robado cuarenta años de vida, ¡cuarenta años!
—Esa es su cantinela —dijo sordamente Rybine.
Un haz de llamas brotó, ya más fuertes, más claras. Las sombras retrocedieron nuevamente hacia la espesura y temblaron alrededor de la hoguera, en una danza silenciosa y hostil. El follaje de los árboles murmuraba y gemía, alarmado por la bocanada de aire caliente. Alegres y vivas, las lenguas de fuego jugaban y se abrazaban, amarillas y rojas, elevándose en el aire en diminutas llamaradas. Una hoja calcinada voló, y en el cielo las estrellas sonreían a las chispas a las que parecían llamar…
—No es mi cantinela. Miles de seres la cantan sin comprender que su vida desdichada es una saludable lección para el pueblo. Cuántos hombres, agotados o mutilados por el trabajo, mueren de hambre…
Rompió a toser, partido en dos, tiritando…
Jacob puso sobre la mesa una damajuana de aguardiente, y colocando a su lado un bote de cebollas blancas, dijo al enfermo:
—Ven, Saveli, te he traído leche.
Sacudió el otro negativamente la cabeza, pero Jacob lo tomó del brazo y lo acercó a la mesa.
—Escuche —dijo Sofía a Rybine, en voz baja y en tono de reproche—, ¿por qué lo ha hecho venir aquí? Puede morir de un momento a otro…
—Es posible —asintió Rybine— Mientras tanto, hay que dejarlo hablar. Ha arruinado su salud por nada, y puede ahora sufrir un poco por la humanidad. No es tan grave. ¡Eso es!
—¡Parece que usted se complace… no sé en qué! —exclamó Sofía.
Rybine le lanzó una ojeada y respondió acerbamente:
—Los señores se deleitan con Cristo, cuando lo ven sufrir en la Cruz pero nosotros pedimos lecciones al hombre, y queremos que usted las aproveche.
Asustada, la madre le dijo:
—¡Vamos, ya basta!
El enfermo, sentado a la mesa, había reanudado su charla:
—Se destruye al hombre por el trabajo. ¿Por qué? Se le roba su vida. ¿Por qué? Es lo que pregunto. Nuestro patrono (fue en la fábrica Nefedov donde he perdido mi vida), nuestro patrono regaló a su amante una jofaina de oro para su tocador, e incluso, ¡un orinal de oro! En este oro estaban mi fuerza y mi vida. Y se fueron en eso: un hombre me ha matado a trabajar para complacer a su amante, ¡con mi sangre le regaló un orinal de oro!
—El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios —dijo Efime sonriendo—, y ya vemos para lo que sirve.
—¡Pero tienes que proclamarlo! —gritó Rybine, golpeando la mesa con el puño.
—No hace falta que lo animes —añadió Jacob en voz baja.
Ignace sonrió.
La madre observó que los tres hombres escuchaban con una insaciable atención de almas hambrientas, y cada vez que Rybine hablaba, parecían acecharlo, espiarlo.
Las palabras de Saveli provocaron en sus rostros una sonrisa extraña, aguda. No había en ella compasión por el enfermo.
La madre se inclinó hacia Sofía, preguntándole muy quedo:
—¿Es verdad lo que dice?
—Sí, es verdad. Los periódicos hablaron de ese regalo. Fue en Moscú…
—Y no fue castigado —dijo Rybine—. Habría que vengarse, conducirlo a una plaza pública, descuartizarlo y arrojar a los perros su carne infecta. Los grandes castigos los hará el pueblo cuando se alce. Verterá mucha sangre para lavar sus humillaciones. Pero, esa sangre ha sido bebida de sus venas, le pertenece.
—Hace frío —dijo el enfermo.
Jacob lo ayudó a levantarse y aproximarse al fuego.
La hoguera ardía clara, y sombras informes temblaban a su alrededor, observando admiradas el alegre juego de las llamas. Saveli se sentó en un tocón y tendió hacia el calor sus manos secas y trasparentes. Rybine lo señaló a Sofía con un ademán de su cabeza.
—Esto es más fuerte que los libros. Cuando una máquina arranca un brazo o mata a un obrero, se explica: la culpa ha sido de él. Pero cuando se chupa la sangre de un hombre y luego se lo arroja a un lado como una carroña, no hay explicación. Puedo comprender cualquier asesinato, pero torturar por placer, no lo comprendo. ¿Por qué se martiriza al pueblo, por qué se nos tortura? Por bromear, por divertirse, para entretenerse sobre la tierra, para que con nuestra sangre se pueda comprar todo: caballos, una cantante, cubiertos de plata, vajillas de oro, juguetes caros para los niños. Y tú trabaja, trabaja más, que yo pueda acumular la moneda de tu esfuerzo para ofrecer a mi amante un orinal de oro.
La madre escuchaba, miraba, y una vez más vio brillar en las tinieblas y extenderse, como una cinta luminosa, el camino que Paul había escogido con todos sus camaradas.
Terminada la cena, se agruparon en torno a la hoguera. El fuego ardía devorando rápidamente la leña seca. Tras ellos, las tinieblas estancadas envolvían el bosque y el cielo. El enfermo, los ojos muy abiertos, miraba las llamas, tosía sin parar, agitado de estremecimientos. Diríase que los restos de vida que le quedaban se arrancaban de su pecho con impaciencia, con prisa de abandonar aquel cuerpo agotado por la enfermedad. Los reflejos de las llamas danzaban sobre su rostro sin vivificar la piel muerta. Únicamente, sus ojos brillaban con ardor inextinguible.
—¿Quieres entrar en la cabaña, Saveli? —preguntó Jacob, inclinándose hacia él.
—¿Por qué? —preguntó penosamente—. Prefiero quedarme aquí. No tengo ya tanto tiempo para estar entre los hombres. Su mirada se paseó sobre sus camaradas, permaneció silencioso un instante y continuó, con pálida sonrisa:
—Estoy a gusto con vosotros. Os miro y me digo que tal vez vosotros venguéis a todos los que han sido robados, a aquéllos que han sido asesinados por avaricia…
Nadie le contestó. Se adormilaba, la cabeza caída sobre el pecho. Rybine le miró y dijo muy bajo:
—Viene a vernos, se sienta y cuenta siempre lo mismo, siempre su misma historia de hombre escarnecido, poniendo en ella toda el alma, como si esta sucia farsa lo hubiese dejado ciego para cualquier otra cosa.
—¿Qué puede decírsele? —dijo pensativa la madre—. Si millares de hombres se matan trabajando día tras día para que el amo pueda tirar el dinero en cosas semejantes, ¿qué puede pedírseles?
—Es agobiante oírlo —dijo Ignace, también en voz baja—. Su historia no podría olvidarse aunque sólo se oyese una vez, ¡pero él la repite, siempre lo mismo!
—Es que para él contiene toda su vida, compréndelo —observó malhumorado Rybine—. Le he oído contar su historia diez veces, por lo menos; pues bien, de todas maneras hay momentos en que se duda… Buenos momentos en la vida, en que no se quiere creer en la suciedad humana, en la locura…, en que se siente piedad de todo el mundo, de los ricos como de los pobres. Los ricos también se han equivocado de camino. A unos los ciega el hambre, a otros el oro. ¡Eh!, los hombres, mis hermanos, como tú dices, ¡reflexionad! ¡No tengáis miedo de reflexionar!
El enfermo tuvo un sobresalto, abrió los ojos y se tendió en el suelo. Jacob se levantó sin ruido, entró en la cabaña y trajo una piel de carnero con la que cubrió a Saveli; luego, volvió a sentarse al lado de Sofía.
La hoguera, de rostro bermejo y sonrisa provocativa, iluminaba las negras siluetas que la rodeaban, y las voces de los amigos se mezclaban pensativas con el dulce crepitar y el chisporroteo de las llamas.
Sofía se puso a hablar de la lucha de los pueblos del mundo, por su derecho a la vida, de las antiguas luchas de los campesinos alemanes, de las desgracias de los irlandeses, de las grandes hazañas de los obreros franceses en sus continuas batallas por la libertad.
En el bosque, revestido del terciopelo nocturno, en el pequeño claro entre los árboles, bajo el techo oscuro del firmamento, ante el rostro riente de la hoguera, en el círculo de sombras admiradas y hostiles, resucitaban los acontecimientos que habían quebrantado el mundo de los ahitos y los ambiciosos, desfilaban los pueblos de la tierra, ensangrentados, agotados por los combates, se evocaban los nombres de los soldados, de la verdad y la libertad.
La voz un poco ronca de Sofía sonaba dulcemente, una voz que parecía venir del pasado, que despertaba esperanzas e inspiraba confianza, y el auditorio escuchaba en silencio la historia de sus hermanos por el espíritu. Miraban el delgado y pálido rostro de la mujer. Y una luz más viva iluminaba para ellos la causa sagrada de todos los pueblos del mundo, la lucha sin fin por la libertad. Cada uno encontraba de nuevo sus aspiraciones, sus pensamientos, en un pasado remoto, cubierto de un velo sombrío, ensangrentado, entre otros pueblos desconocidos, se integraba en el mundo por el corazón y el pensamiento, apercibiendo ya, en aquel universo, amigos que desde hacía ya mucho tiempo habían decidido, unánimes y firmes, instaurar la justicia sobre la tierra, santificando su resolución con innumerables sufrimientos, vertiendo ríos de su sangre por el triunfo de una vida nueva, clara y alegre. El sentimiento del parentesco espiritual con todos ellos se elevaba y crecía; un corazón nuevo nacía sobre la tierra, lleno de una ardiente ansia de comprender todo y reunir todo en sí mismo.
—Llegará el día en que los trabajadores de todos los países alzarán la cabeza y dirán firmemente: «¡Basta! ¡No continuaremos viviendo así!» —decía Sofía con voz plena de certeza—. Entonces, se hundirá el ilusorio poderío de los que no tienen más fuerza que su avaricia. La tierra cederá bajo sus pies y no tendrán nada en qué apoyarse…
—¡Eso es lo que ocurrirá! —dijo Rybine, inclinando la cabeza—. Si el valor no falta, puede superarse todo.
La madre escuchaba, levantando las cejas, una sonrisa de gozoso asombro fija en los labios. Veía que todo lo que Sofía pareció tener de cortante, de petulante en demasía, había desaparecido ahora, fundiéndose en torrente cálido, igual, de su relato. El silencio de la noche, los juegos de las llamas, el rostro de Sofía y, más que nada, la extrema atención de los campesinos le gustaban. Permanecían inmóviles; esforzándose en no turbar el tranquilo curso de sus palabras, temiendo romper el claro hilo que los unía al mundo. A veces, uno de ellos, añadía cuidadosamente un leño al fuego y, cuando se elevaban los enjambres de chispas y humo, agitaba la mano para desviarlos de las dos mujeres.
En un momento dado, Jacob se levantó y dijo en voz muy queda: