Authors: Máximo Gorki
—Habíamos estado juntos en el destierro, hemos vivido juntos, estuvimos en las mismas cárceles… A veces, era insoportable, horrible, muchos perdían el valor…
Un seco sollozo le apretó la garganta. Se dominó con un esfuerzo y, acercando a la madre su rostro, dulcificado por una expresión de ternura y dolor que la rejuvenecía, continuó en un susurro rápido, entre sollozos sin llanto.
—Y él era incansablemente alegre. Bromeaba, reía, ocultaba valerosamente sus sufrimientos, se esforzaba en devolver el valor a los débiles. Era tan bueno, tan sensible… En Siberia, la inacción pervierte a las gentes, hace nacer en ellas sentimientos bajos… ¡Cómo ha luchado contra esto! ¡Si usted viese qué camarada era! Su vida privada era dura, dolorosa, pero nadie le oyó nunca quejarse…, ¡nadie, jamás! Yo era su amiga íntima, debo mucho a su gran corazón, me dio todo lo posible de su espíritu…, pero él era solitario, cansado, y nunca pidió a cambio ni caricias ni solicitud…
Se acercó a Iégor, se inclinó y le besó la mano.
—Camarada, amado camarada —dijo con voz baja y desolada—, te doy las gracias con todo mi corazón, ¡adiós! Trabajaré como tú, sin dudar jamás, sin cansarme, toda mi vida. ¡Adiós!
Ahogada por los sollozos que la sacudían, posó la cabeza en el lecho, a los pies de Iégor. La madre, en silencio, lloraba abundantes lágrimas. Trataba de retenerlas sin saber por qué. Hubiera querido ser cariñosa hacia Ludmila, testimoniarle un afecto particular y profundo, hablarle de Iégor con buenas palabras de ternura Y aflicción. A través de sus lágrimas veía el hinchado rostro del muerto, sus ojos que parecían dormir bajo los párpados cerrados, sus labios lívidos fijos en una ligera sonrisa. Todo estaba en silencio, bajo la hiriente claridad de la lámpara.
El doctor entró a pasitos rápidos, como siempre. Se detuvo bruscamente en medio del cuarto. Con gesto vivo hundió las manos en los bolsillos y preguntó con voz nerviosa y fuerte:
—¿Hace mucho…?
No le contestaron. Vaciló un poco sobre sus piernas y se acercó a Iégor secándose la frente. Le estrechó la mano y se separó.
—No es extraño…, con su corazón… Tenía que haber sucedido hace seis meses, por lo menos.
Su voz aguda de desplazada sonoridad, de forzada calma, se quebró repentinamente. Apoyado en el muro, retorcía su barba con nerviosos dedos, y pestañeando incesantemente, miraba a las dos mujeres junto al lecho.
—¡Otro más! —dijo dulcemente.
Ludmila se acercó a la ventana y la abrió. Un instante después, los tres, estrechándose uno contra otro, miraban el oscuro rostro de la noche de otoño. Sobre las negras copas de los árboles, las estrellas centelleaban, hundiéndose en el infinito, en la lejanía del cielo.
Ludmila cogió el brazo de la madre y, sin decir palabra, se apretó contra su hombro. El doctor, baja la cabeza, enjugaba sus lentes con el pañuelo. En el silencio suspiraba el ruido nocturno de la ciudad, el fresco aire soplaba en el rostro, agitaba los cabellos. Ludmila tenía estremecimientos, una lágrima corría por su mejilla. En el pasillo del hospital erraban sonidos confusos, asustados; un ruido de pasos, gemidos, un desolado murmullo. Los tres compañeros, inmóviles en la ventana, miraban silenciosos las tinieblas.
La madre sintió que estaba de más allí, y después de haber liberado dulcemente su brazo, se dirigió hacia la puerta inclinándose ante Iégor.
—¿Se marcha? —preguntó el doctor en voz baja, sin mirarla.
—Sí…
En la calle pensó en Ludmila y recordó sus lágrimas avaras.
—Ni siquiera sabe llorar…
Las últimas palabras que Iégor había dicho la hicieron suspirar. Caminando lentamente recordaba sus ojos vivos, sus bromas, sus cuentos…
—Para un hombre de verdad, la vida es penosa y la muerte llevadera. ¿Cómo moriré yo?
Se representó a Ludmila y al doctor de pie junto a la blanca ventana, demasiado clara, los ojos muertos de Iégor detrás de ellos, e invadida por una insoportable piedad, dejó escapar un profundo suspiro y apresuró el paso, impulsada por un sentimiento indefinible y oscuro.
«Tengo que darme prisa» —pensó, obedeciendo a una fuerza interior mezclada de tristeza y de valentía.
Todo el día siguiente lo pasó la madre en gestiones para el entierro de Iégor. Por la tarde, mientras tomaba el té con Nicolás y Sofía, apareció Sandrina, inusitadamente animada y alegre. Las mejillas encendidas, los ojos brillantes, pareció a la madre llena de una gozosa esperanza. Su buen humor hizo una irrupción brutal y tumultuosa en la atmósfera de tristeza que llenaba el recuerdo del desaparecido. Lejos de mezclarse a ella, la turbó como una llamarada que brotase súbitamente en las tinieblas. Nicolás, pensativo, dijo golpeando suavemente sobre la mesa:
—Viene transformada hoy, Sandrina.
—¿De veras? ¡Puede ser! —respondió ella con una alegre carcajada.
La madre la miró con mucho reproche. Sofía observó en tono significativo:
—Hablábamos de Iégor.
—¡Qué hombre tan admirable!, ¿no es cierto? —exclamó Sandrina—. Jamás lo he visto sin una sonrisa y una broma en los labios. ¡Y cómo trabajaba! Era un artista de la revolución, poseía la teoría revolucionaria como un maestro. Con qué sencillez y fuerza sabía pintar el cuadro de la mentira, de la opresión, de la injusticia…
Hablaba a media voz, con una sonrisa soñadora en los ojos que no apagaba la jubilosa llama que todos veían, pero que ninguno comprendía. Hundidos en el luto que los afligía, rehusaban abandonarse a la alegría que Sandrina aportaba, inconscientemente defendían el amargo derecho de alimentar su dolor, e intentaban involuntariamente hacer compartir a la muchacha su triste estado de ánimo.
—Y ahora está muerto —insistió Sofía, mirando atentamente a Sandrina.
Esta paseó una mirada interrogadora sobre sus camaradas. Sus cejas se fruncieron y bajó la cabeza, silenciosa, echando hacia atrás sus cabellos con ademán pausado.
—¡Está muerto! —repitió en alta voz, tras un instante, y de nuevo su mirada provocadora recorrió a los asistentes—. ¿Qué significa «está muerto»? ¿Qué es lo que está muerto? ¿Mi estimación por Iégor, mi afecto por él, por mi camarada, el recuerdo de la obra de sus pensamientos, esta obra propiamente dicha? ¿Se han extinguido los sentimientos que hizo nacer en mí, se ha borrado la imagen que yo tengo de él como hombre valeroso y honrado? ¿Es que todo eso está muerto? Para mí, sé que esto no morirá jamás. Me parece que nos damos demasiada prisa a decir de un hombre, «está muerto». Sus labios mueren, pero sus palabras viven y vivirán eternamente en el corazón de los vivos.
Muy emocionada, se sentó de nuevo, se acodó en la mesa y más tranquila, más pensativa, continuó sonriente y posando sobre sus camaradas una mirada velada:
—Quizá digo tonterías…, pero, camaradas, yo creo en la inmortalidad de las gentes de bien, de aquéllos que me han concedido el vivir mi magnífica vida, esta vida que me trae la alegría, me deslumbra por su admirable complejidad, por la diversidad de sus manifestaciones y por el progreso de las ideas que amo. Tal vez somos demasiado avaros de nuestros sentimientos, vivimos demasiado para el pensamiento y esto nos deforma un poco, haciéndonos razonar en vez de sentir.
—Algo bueno le ha ocurrido —exclamó Sofía, riendo.
—¡Sí! —dijo Sandrina, asintiendo con la cabeza—. Algo muy feliz, ¡ya lo creo! He estado toda la noche hablando con Vessovchikov. Antes, no me gustaba, me parecía grosero, brutal. Y lo era, desde luego. Había en él una irritación constante y sombría contra todo el mundo, tenía siempre un modo exasperante de colocarse en el centro de todo y decir agriamente: «yo, yo, yo …». Un irritante sentimiento de pequeño burgués.
Sonrió y volvió a pasear en torno suyo su mirada resplandeciente.
—Ahora habla de «sus camaradas». Y hay que oír cómo lo dice, con una especie de emoción, de afectuosa dulzura, que no puede expresarse con palabras. Se ha vuelto admirablemente sencillo y sincero y lleno del deseo de hacer un buen trabajo. Se ha encontrado a sí mismo, conoce su fuerza y sabe lo que le falta, y, sobre todo, el auténtico sentido de la camaradería ha nacido en él.
Pelagia escuchaba a Sandrina, agradándola ver a la severa muchacha dulcificada y contenta. Pero al mismo tiempo, una idea de celos nacía en el trasfondo de su alma: Y Paul, ¿qué tiene que ver en todo esto?»
—Solamente se preocupa de sus camaradas —continuó Sandrina— y, ¿saben lo que me ha persuadido de hacer? Organizar su fuga… él dice que es sencillísimo y fácil.
Sofía alzó la cabeza y dijo animadamente:
—¿Y usted qué piensa, Sandrina? A usted toca reflexionar.
La taza de té que sostenía la madre se puso a temblar. Sandrina pareció ensombrecerse, reprimiendo su excitación. Calló un instante y con voz seria, pero con una sonrisa de alegría, dijo en tono embarazado:
—Si efectivamente es como él dice…, debemos intentarlo, es nuestro deber.
Enrojeció y guardó silencio.
«Querida, querida…», pensó la madre sonriendo.
Sofía sonrió también. Nicolás emitió una leve risita y miró dulcemente a la muchacha. Entonces, ésta levantó la cabeza, los miró severamente, y pálida, los ojos centelleantes, dijo en tono ofendido:
—Reís…, ya comprendo. Pensáis que estoy personalmente interesada.
—¿Por qué, Sandrina? —preguntó maliciosamente Sofía, que, levantándose, se acercó a ella. La madre juzgó la pregunta fuera de tono y humillante para Sandrina. Suspiró y miró a Sofía con aire de reproche.
—Pero… ¡me niego! —gritó Sandrina—, me niego a tomar parte en la discusión de este proyecto, si ustedes lo examinan…
—Vamos, basta, Sandrina —dijo tranquilamente Nicolás.
La madre se acercó a su vez, y le acarició suavemente los cabellos. Sandrina le cogió la mano y, alzando el ruborizado rostro, la miró azorada. Pelagia le sonrió y, no sabiendo qué decir, suspiró melancólicamente. Sofía se sentó al lado de Sandrina, le pasó el brazo por el hombro y dijo, mirándola con una sonrisa de curiosidad:
—Qué rara es usted…
—Sí, creo que estoy diciendo tonterías.
—Cómo ha podido pensar… —continuó Sofía. Pero Nicolás la interrumpió, diciendo en tono grave y práctico:
—Si la evasión es posible, hay que organizarla, no cabe la menor duda. Ante todo, debemos saber si los camaradas presos están de acuerdo.
Sandrina bajó la cabeza. Sofía, que encendía un cigarrillo, miró a su hermano y tiró la cerilla a un rincón.
—¡Cómo no van a estar de acuerdo! —suspiró la madre—. Solamente, yo no creo que sea posible.
Todos callaron, en tanto que Pelagia esperaba oír una vez más cómo se afirmaba la posibilidad de la evasión.
—Tendré que ver a Vessovchikov —dijo Sofía.
—Mañana le diré cuándo y dónde puede verlo —respondió Sandrina.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Sofía, paseándose por el cuarto.
—Se ha decidido colocarse como cajista en la nueva imprenta. Mientras tanto, se oculta en casa del inspector forestal.
La frente de Sandrina se ensombreció, su rostro recuperó la adusta expresión habitual, y su voz la sequedad. Nicolás se acercó a la madre, que lavaba las tazas:
—Pasado mañana irá usted a la cárcel y hará llegar a Paul una nota, Comprenderá que hay que saber.
—¡Comprendo, comprendo!—replicó vivamente la madre—, se lo haré llegar.
—Me voy —declaró Sandrina, y tras estrechar rápida y silenciosamente la mano a todos, salió erguida y austera, con paso regularmente firme.
Sofía colocó la mano sobre el hombro de la madre y le preguntó con una sonrisa:
—¿Le gustaría tener una hija así?
—¡Oh, Señor! ¡Si pudiera verlos juntos, aunque no fuera más que un día! —exclamó Pelagia, a punto de llorar.
—Sí…, un poquito de felicidad es bueno para todos —dijo Nicolás—. Pero nadie desea un poquito de felicidad. Y cuando ésta es demasiado grande…, no dura mucho.
Sofía se sentó al piano y comenzó a tocar un aire melancólico.
A la mañana siguiente, unas decenas de hombres y mujeres estaban a la puerta del hospital esperando que saliese el féretro de su camarada. En torno a ellos rondaban con precaución algunos policías de paisano, el oído tenso, prontos a percibir cualquier exclamación, clavando los ojos en los rostros, captando gestos y palabras, mientras al otro lado de la calle miraba un grupo de agentes, revólver a la cintura. La impudencia de los soplones, las sonrisas irónicas de los policías, listos para hacer alarde de fuerza, irritaban a la multitud. Unos, ocultando su ira, bromeaban; otros miraban al suelo con aire hosco, para no ver el vergonzoso espectáculo; algunos, dando rienda suelta a su furor, se burlaban de las autoridades, que tenían miedo de gentes que no eran dueños de más arma que la de sus palabras. Un cielo de otoño, de un pálido azul, iluminaba la calle pavimentada de guijarros redondos y grises, semicubiertos de hojas muertas que el viento barría y arrojaba sobre los pies.
La madre estaba entre la gente, y mirando los conocidos rostros, pensaba con tristeza: «¡No sois muchos, no! Y apenas hay obreros… »
Las puertas se abrieron y la cubierta del ataúd, adornado con coronas de cintas rojas, apareció en la calle. Con gesto unánime, los hombres se quitaron las gorras. Se diría un vuelo de pájaros negros elevándose sobre las cabezas. Un oficial de policía, de alta estatura y espeso bigote oscuro, trazando una línea sobre un rostro escarlata, atravesó vivamente la multitud; tras él, atropellando a la gente sin ceremonia, caminaban los policías, haciendo resonar el pavimento bajo sus pesadas botas. El oficial dijo con voz ronca e imperiosa:
—¡Hagan el favor de quitar las cintas!
Hombres y mujeres lo rodearon en un círculo compacto, hablando todos a la vez, agitando los brazos, excitándose, queriendo pasar cada cual delante de todos. Ante los turbados ojos de la madre danzaron pálidas caras de labios trémulos. Por las mejillas de una mujer rodaban lágrimas de humillación.
—¡Abajo la violencia! —gritó una voz joven, que se perdió, solitaria, en el ruido de la discusión.
La madre también sentía amargura en su corazón. Se dirigió indignada a su vecino, un muchacho pobremente vestido:
—Ni siquiera se permite enterrar a un hombre como quieran sus camaradas, ¡es una desgracia!
La hostilidad crecía. La tapa del féretro se balanceaba sobre las cabezas. El viento jugaba con las cintas, azotaba los rostros, se oía el seco y enervante roce de la seda.