Authors: Máximo Gorki
Se hizo el silencio. Durante algunos segundos, los oídos de la madre no percibieron sino el chirrido precipitado de la pluma sobre el papel y los latidos de su corazón.
El Presidente del tribunal parecía también escuchar algo, esperaba.
Sus colegas se agitaron. Entonces dijo:
—Sí, sí… Andrés Nakhodka, ¿reconoce que…?
Andrés se irguió lentamente y, retorciéndose el bigote, miró de través al viejo.
—¿De qué puedo reconocerme culpable? —dijo el Pequeño Ruso, con voz cantarina y tranquila, alzando los hombros—. No he matado ni robado, simplemente me levanto contra un orden que obliga a los hombres a despojarse y asesinarse mutuamente.
—¡Responda más brevemente! —dijo el anciano, con esfuerzo, pero con claridad.
Sobre los bancos, detrás de ella, la madre sintió animación. La gente se hablaba al oído entre sí y se agitaba como para desembarazarse de la tela de araña que parecían haber tejido las palabras grises del hombre de la máscara de porcelana.
—¿Oyes cómo contestan? —murmuró Sizov.
—Théo Mazine, responda…
—No quiero —dijo rotundamente Théo, saltando sobre sus pies. Su rostro estaba rojo de emoción, sus ojos centelleaban y, sin saber por qué, ocultaba sus manos a la espalda.
Sizov profirió un «ah» ahogado. La madre abrió de par en par los ojos, llena de asombro.
—He rechazado un abogado, y no hablaré porque estimo que vuestro tribunal no es legal. ¿Quién sois vosotros? ¿Es que el pueblo os ha dado el derecho de juzgarnos? ¡No, no os lo ha dado! ¡No os conozco!
Se sentó y escondió el encendido rostro en el hombro de Andrés.
El juez gordo inclinó la cabeza hacia el Presidente y susurró algo. El juez de rostro pálido alzó los párpados, dirigió una mirada oblicua a los acusados, extendió la mano y escribió con lápiz en un papel que tenía delante. El síndico del distrito movió la cabeza, agitó los pies con cuidado, colocó su vientre sobre las rodillas y pasó las manos sobre él. Sin mover la cabeza, el viejecillo volvió el cuerpo hacia el juez pelirrojo, y sus labios se movieron; el otro escuchó inclinando la cabeza. El mariscal de la nobleza hablaba muy bajo con el procurador, en tanto que el alcalde los escuchaba, frotándose la mejilla. De nuevo resonó la mortecina voz del Presidente.
Sizov, asombrado, murmuró al oído de la madre:
—¡Les ha despanzurrado! Mejor que ninguno, ¡es la verdad! Pelagia sonrió sin comprender. Todo lo que ocurría le había parecido al principio un prefacio inútil y fastidioso para alguna cosa terrible, cuya aparición aplastaría de un golpe a todos los asistentes, bajo un frío terror.
Pero las tranquilas respuestas de Paul y Andrés habían sonado con tal intrepidez y firmeza, que parecían haber sido pronunciadas en la casita del arrabal, y no delante de los jueces. La hirviente salida de Théo la reanimó. Una especie de audacia se esparcía en la sala, y por los movimientos de las gentes sentadas tras ella, la madre se daba cuenta de que no era la única en notarlo.
—¿Vuestra opinión? —preguntó el viejo.
El procurador se levantó y, asiéndose con una mano a su pupitre, habló con rapidez, citando cifras. No había en su voz nada de siniestro. Pero al mismo tiempo, un seco pinchazo en el corazón de la madre reavivó su inquietud; era una vaga sensación de hostilidad, de una hostilidad sin amenazas, sin gritos, pero que crecía, invisible, inaprensible. Flotaba, indolente y ciega, alrededor de los jueces, parecía envolverlos en una nube impenetrable, a través de la cual no podía llegarles nada del exterior.
La madre miraba a los jueces y le resultaban incomprensibles. Contra lo que había esperado, no se irritaban contra Paul y Théo, no decían palabras hirientes, sino que parecía que todas sus preguntas no tenían para ellos la menor importancia, que las planteaban a disgusto y escuchaban con esfuerzo las respuestas, que sabían todo de antemano y no les interesaba nada.
Ahora, un gendarme estaba ante ellos, y decía con voz de bajo:
—Todo el mundo designa a Paul Vlassov como el principal instigador.
—¿Y Nakhodka? —preguntó negligente el juez gordo.
—También.
Uno de los abogados se levantó:
—¿Puedo…?
El viejo preguntó a alguien:
—¿No hay objeción?
Todos los jueces parecían a la madre gente en mal estado de salud. Un cansancio enfermizo se desprendía de sus actitudes y de sus voces. Se leía sobre sus caras un cansancio enfermizo y un aburrimiento mortal. Evidentemente, todo aquello les parecía molesto y desagradable: sus uniformes, los gendarmes, la sala, los abogados, la obligación de estar en sus sillones, interrogando y escuchando.
Ahora le tocaba al oficial de tez amarillenta que tanto conocía. Dándose importancia, arrastrando las palabras, hablaba, con sonora voz, de Paul y de Andrés. Al oírlo, la madre se decía inconscientemente:
«Tú no sabes nada.»
Ya no sentía miedo ni compasión por los que estaban tras la reja; solamente le inspiraban admiración y un amor que bañaba cálidamente su corazón. Su admiración era tranquila, su amor alegre y sereno. Jóvenes, fuertes, se sentaban aparte, cerca del muro, y apenas si se mezclaban a la conversación monótona de testigos y jueces, a las discusiones de los abogados y el procurador. A veces, uno de ellos sonreía con desprecio y decía unas palabras a sus camaradas, cuyos rostros mostraban, a su vez, una sonrisa irónica. Andrés y Paul hablaban casi continuamente, en voz baja, con uno de los defensores, que la víspera había estado en casa de Nicolás Mazine; más vivo y menos impasible que los otros, prestaban oídos a aquella conversación. Algunas veces, Samoilov hablaba a Iván Goussev, y la madre veía a Iván dar un codazo a su camarada, reteniendo difícilmente la risa; se ponía encarnado, hinchaba los carrillos y bajaba la cabeza para disimular. Dos o tres veces rompió a reír, y luego se quedaba unos minutos muy serio, esforzándose por mantener la gravedad. En cada uno de ellos hervía una juventud que podía más que los esfuerzos de cada cual para reprimir su efervescencia.
Sizov tocó ligeramente a la madre con el codo. Ella se volvió hacia él, que, con aire contento, aunque preocupado, le susurró:
—Mira qué seguros se sienten. Como señores, ¿eh?
En la sala, los testigos deponían con voces incoloras y precipitadas. Los jueces interrogaban sin ganas, indiferentes. El juez gordo bostezaba, tapándose la boca con una mano hinchada; el del bigote rojo estaba aún más pálido, algunas veces levantaba el brazo y oprimía fuertemente su sien con un dedo, mirando, sin ver, el techo, con ojos lastimosamente dilatados.
De cuando en cuando, el procurador escribía con lápiz sobre un papel, luego continuaba su conversación con el mariscal de la nobleza, que, alisando siempre su barba gris, girando las pupilas, sonreía inclinando el cuello con aire importante. El alcalde había cruzado las piernas y tamborileaba sin ruido sobre su rodilla, observando atentamente el movimiento de sus dedos. El vientre cuidadosamente colocado sobre las rodillas y sostenido con precaución con ambas manos, el síndico del distrito bajaba la cabeza, y parecía ser el único que prestaba atención al monótono zumbido de las voces, al viejecillo clavado en su sillón, del que sobresalía, inmóvil como una veleta un día sin viento. Aquello se prolongaba demasiado, y de nuevo el sopor del aburrimiento dominaba a la concurrencia.
—Declaro… —dijo el viejecillo, y se levantó, tras haber ahogado las palabras que seguían entre sus delgados labios.
Un rumor, suspiros, exclamaciones contenidas, toses y mover de pies llenaron la sala. Los acusados fueron conducidos fuera, sonrieron e hicieron signos de cabeza a sus parientes y amigos. Iván Goussev dijo dulcemente a alguien:
—¡Valor, Iégor!
La madre y Sizov salieron al pasillo.
—¿Quieres venir a tomar té en la cantina? —preguntó solícito el viejo obrero—. Tenemos que esperar hora y media.
—No.
—Bueno, pues tampoco iré yo. ¿Te has fijado en los chicos? Parecen los únicos hombres de verdad que hay aquí. Y Théo, ¿has visto?
El padre de Samoilov se les acercó, gorro en mano. Sonrió con aire confuso:
—¿Y mi Grigori? Ha rechazado al defensor, y no quiere hablar. Fue el primero que lo dijo. El tuyo, Pelagia, estaba por los abogados, pero el mío dijo que no los quería. Entonces, otros cuatro estuvieron de acuerdo con él…
Su mujer estaba a su lado. Parpadeaba frecuentemente, y se limpiaba la nariz con el pañuelo. Cogiéndose la barba y mirando al suelo, el padre continuó:
—¡Maldito asunto, mierda! Cuando se mira a estos condenados críos, se dice uno que todo esto es inútil, que se perderán tontamente. Y de pronto, pensamos que tienen razón… Que en la fábrica son cada vez más, y que cuantos más cogen, más aparecen, como los gubios en el río… Y vuelve uno a preguntarse, ¿tienen la fuerza tras ellos, tal vez…?
Para nosotros es muy difícil comprender estas cosas —dijo Sizov.
—Sí, es difícil —asintió Samoilov.
Su mujer sorbió bruscamente y dijo:
—Están bien, bandidos…
Y con una sonrisa sobre su ancho rostro, ya marchito, añadió:
—No te enfades, Nilovna, porque te haya dicho hace un rato que todo era culpa del tuyo. A decir verdad, ¡quién diablos puede saber de quién es la culpa! Has oído lo que los gendarmes y los soplones han dicho de nuestro Grigori. También el muy animal ha hecho lo suyo…
Sin darse tal vez cuenta de ello, estaba sumamente orgullosa de su hijo, pero la madre conocía bien este sentimiento, y le respondió con amable sonrisa:
—Los corazones jóvenes están siempre más cerca de la verdad.
La gente paseaba por los pasillos, formando grupos y hablando en voz sorda, pensativos o animados. Nadie se mantenía al margen, y en todos los rostros se leía claramente el deseo de hablar, de preguntar, de escuchar. En el estrecho pasadizo, pintado de blanco entre ambos muros, las gentes se agitaban como bajo las ráfagas de un viento recio, y parecía que trataban de agarrarse a alguna cosa firme y sólida.
El hermano mayor de Boukhine, un muchacho alto y descolorido, gesticulaba volviéndose vivamente a uno y otro lado, y demostraba:
—El síndico del distrito no tiene nada que hacer en este asunto.
—Cállate, Constantin —le dijo su padre, un viejecillo que lanzaba temerosas miradas a su alrededor.
—¡No, lo diré! Dicen que el año pasado mató a su escribiente, por causa de su mujer. Ella vive ahora con él, ¿cómo se entiende esto? Y, sobre todo, es un ladrón notorio…
—¡Dios mío, Constantin!
—Es cierto —dijo Samoilov—, es cierto. Es un juez irregular.
Boukhine, que lo había oído, se acercó vivamente, arrastrando con él a los demás. Rojo de excitación, se puso a gritar, gesticulando:
—Para un robo, para un crimen, hay un jurado para juzgar, gentes sencillas, campesinas, artesanos… Y a los enemigos del Gobierno los juzga el propio Gobierno, ¡esto no puede consentirse! Si tú me insultas y yo te doy una bofetada, y luego tú me juzgas por eso, no hay duda que seré culpable; pero, ¿quién empezó? ¡Tú!
Un guardia, entrado en años, de nariz encorvada y el pecho cubierto de medallas, se abrió paso entre la multitud y dijo a Boukhine, amenazándole con el dedo:
—¡Bueno! ¡No grite! Esto no es una taberna.
—Permítame, caballero…, comprendo. Escuche: si yo le pego y luego le juzgo, ¿qué pensaría…?
—Vas a ver: tendré que hacerte salir —dijo severamente el guardián.
—¿A dónde y por qué?
— A la calle. Para enseñarte a callar.
Boukhine paseó la mirada en torno suyo y dijo a media voz:
—Para ellos, lo principal es que uno se calle. ,
—¿No lo sabías aún? —dijo ásperamente el viejo.
Boukhine abrió los brazos y continuó, más quedo todavía:
—Y, además, ¿por qué no se admite a todo el mundo, sino solamente a los familiares? Si se juzga con justicia, se puede actuar delante de todos, ¿qué habría que temer?
Samoilov repitió más fuerte:
—Eso es verdad; el tribunal no satisface la conciencia…
La madre habría querido decir lo que había oído de boca de Nicolás, sobre la ilegalidad del juicio, pero había comprendido a medias y había olvidado en parte las palabras. Para tratar de recordarlas, se separó del grupo y vio a un hombre joven, de bigote claro, que la observaba. Tenía la mano derecha hundida en el bolsillo del pantalón, lo que hacía parecer su hombro izquierdo más bajo que el otro, y esta particularidad le pareció familiar. Pero él volvió la espalda, y, preocupada en reunir sus recuerdos, ella lo olvidó inmediatamente.
Mas, un momento después, llegó a su oído una pregunta hecha a media voz:
—¿Aquélla?
Alguien respondió en alta voz, alegremente:
—¡Sí!
Ella miró. El joven del hombro torcido se había vuelto hacia ella y hablaba a su vecino, un muchacho de barba negra que llevaba un abrigo corto y calzaba pesadas botas.
De nuevo, se agitó en ella un recuerdo inquietante, pero no pudo precisarlo. Se había apoderado de ella el imperioso deseo de hablar a las gentes del ideal de su hijo; quería oír las objeciones que pudiesen hacérsele y adivinar, según estas palabras, la decisión del tribunal.
—¿Es así cómo se juzga? —comenzó prudentemente, a media voz y dirigiéndose a Sizov—. Quieren saber lo que ha hecho cada uno, pero no preguntan por qué lo ha hecho. Y todos son viejos. A los jóvenes deben juzgarlos los jóvenes…
—Sí… —dijo Sizov—, para nosotros es muy difícil comprender este asunto…, muy difícil. —Y movió la cabeza, meditabundo.
El guardián había abierto la puerta de la sala y gritó:
—Los familiares… Mostrad los pases.
Una voz gruñona dijo lentamente:
—Las entradas…, como en el circo.
Se percibía en todos una sorda irritación, una confusa audacia. Mostraban menos timidez, hacían ruido, discutían con los ujieres.
Sizov se sentó en el banco, protestando.
—¿Qué te pasa? —le preguntó la madre.
—Nada… ¡La gente es imbécil!
Sonó una campanilla. Alguien anunció con indiferencia:
—El tribunal.
De nuevo, se levantaron todos, como la primera vez. Los jueces entraron en el mismo orden y se acomodaron. Fueron introducidos los acusados.
—¡Atención! —murmuró Sizov—. Va a hablar el procurador.
La madre, estirando el cuello, se inclinó con todo el cuerpo hacia adelante y quedó inmóvil; volvía a esperar algo terrible.