La madre (44 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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—¿Tiene algo que decir sobre el asunto? —preguntó el viejo, alzando la voz.

Su mano temblaba, y la madre estaba contenta de que se enfadase. Pero el modo de actuar de Andrés no le gustaba. No daba la misma nota que el discurso de Paul. Pelagia habría querido una discusión seria y vehemente.

El Pequeño Ruso miró al viejecillo en silencio, y luego dijo gravemente, frotándose la cabeza:

—¿Sobre el asunto? ¿Y por qué voy a hablar de eso? Lo que ustedes deben saber, se lo ha dicho mi camarada. Lo que falta, ya se lo dirán otros cuando llegue el momento.

—Se le retira la palabra. ¡Grigori Samoilov!

Apretando los labios con indiferencia, Andrés se dejó caer en el banco. A su lado se levantó Samoilov, agitando sus rizados cabellos:

—El procurador nos ha llamado salvajes, enemigos de la cultura…

—No tiene que hablar más de lo que concierne a su caso.

—Es lo que estoy haciendo. No hay nada que no sea de la incumbencia de las gentes de bien. Y le ruego que no me interrumpa. Le pregunto, ¿cuál es su cultura?

—No estamos aquí para un coloquio. Venga al caso —dijo el viejo con una mueca.

La actitud de Andrés había cambiado de modo manifiesto el humor de los jueces, como borrando algo en ellos. Aparecían manchas en los grises rostros y en los ojos brillaban fríos destellos amarillos. El discurso de Paul los había irritado, pero su fuerza había contenido su cólera. El Pequeño Ruso había hecho saltar este resorte y revelado sin esfuerzo lo que se disimulaba. Murmuraban entre sí, sus rasgos se crispaban en rictus extraños y sus gestos parecían demasiado precipitados para unos jueces.

—Mantenéis espías, prostituís a las mujeres y a las muchachas, hacéis del hombre un ladrón y un asesino, lo envenenáis con aguardiente… Las matanzas mundiales, la mentira universal, el desenfreno y el embrutecimiento de todo un pueblo, ¡ésa es vuestra cultura! ¡Sí, somos los enemigos de esa cultura!

—Le suplico… —gritó el viejo. Su barbilla temblaba.

Pero Samoilov, rojo, la mirada centelleante, gritaba al mismo tiempo:

—Pero respetamos y amamos nuestra cultura, ésa a cuyos creadores hacéis morir en la prisión, ésa ante la cual sentís vértigo…

—¡Se le retira la palabra! ¡Théodor Mazine!

El pequeño Mazine apareció como una rata saltando de un agujero, y dijo enérgicamente:

—Yo…, ¡lo juro, sé que ya me habéis condenado…!

Se ahogó su voz, palideció. En su rostro no resaltaban más que los ojos. Extendiendo el brazo, gritó:

—Os doy mi palabra de honor. Enviadme donde queráis: huiré, volveré y seguiré trabajando como hasta aquí…, ¡toda mi vida! ¡Palabra de honor!

Sizov tosió con fuerza y se agitó. Todo el público, levantado por una ola de excitación creciente, gruñía con un rumor extraño. Una mujer lloraba, alguien tosía atragantándose. Los gendarmes miraron a los acusados con un estúpido asombro, y al público con ira. Los jueces se movían a derecha e izquierda. El viejecillo gritó con voz aguda:

—¡Iván Goussev!

—No hablaré.

—¡Vassili Goussev!

—No hablaré.

—¡Théodor Boukhine!

El muchacho del cabello albino se levantó pesadamente, y dijo muy despacio:

—¡Deberíais avergonzaros! Yo soy un hombre sin instrucción, y, sin embargo, sé lo que es la justicia.

Había levantado el brazo por encima de su cabeza y no continuó, pero entornó los ojos, como si prestase atención a algo que veía a lo lejos.

—¿Qué está diciendo? —chilló el viejecillo con un asombro mezclado de cólera, reclinándose en el respaldo de su sillón.

—Bueno, yo…

Y se dejó caer sobre el banco, oscurecido el rostro. Había en sus sombrías palabras algo de grande y grave, al mismo tiempo que una condenación triste e ingenua. Todo el mundo lo comprendió; incluso los jueces parecían esperar un eco más claro que las palabras. En los bancos del público todo quedó quieto: no se oía más que un tenue rumor de llanto. Después, el procurador se encogió de hombros con una sonrisa irónica, el mariscal de la nobleza tosió ruidosamente, y de nuevo se elevaron los murmullos y la animación ganó poco a poco toda la sala.

La madre se inclinó hacia Sizov y le preguntó:

—¿Van a hablar los jueces?

—No, se ha terminado. No falta más que dar el veredicto.

—¿Nada más?

—No…

—Ella no lo creía. La madre de Samoilov se agitaba inquieta en su asiento, tropezando a Pelagia con el hombro y el codo. Preguntó a su marido en voz baja:

—Bueno, ¿qué? ¿Es posible?

—Ya lo ves que es posible.

—Pero entonces…, ¿nuestro Grigori?

—Déjame en paz.

Se notaba en todos algo roto, ahogado, cambiado. La perplejidad se leía en los ojos que pestañeaban como cegados por una luz viva, de contornos indecisos e incomprensibles, pero generadora de fuerza. Y al no comprender aquel sentimiento de algo grande que se descubría bruscamente ante ellos, las gentes se apresuraban a prodigarse en pequeñas expresiones concretas y asequibles.

El hermano de Boukhine decía en voz normal, sin esconderse:

—Permítanme…, ¿por qué no los dejan hablar? El procurador puede decir todo lo que quiere y tan extensamente como le parece.

Cerca del banco, había un ujier que decía, agitando la mano:

—Despacio, despacio…

El padre de Samoilov se echó hacia atrás y gruñó a la espalda de su mujer:

—Claro que son culpables, hay que decirlo. Pero, ¡que les dejen explicarse! ¿Contra qué se han levantado? ¡Yo querría comprenderlo! A mí también me interesa…

—¡Silencio! —exclamó el ujier, amenazándole con el dedo.

Sizov movió la cabeza sombríamente.

La madre no separaba los ojos de los jueces; percibía su creciente irritación, sus conciliábulos en palabras precisas. El sonido de sus voces, pérfido y frío, rozaba su rostro, y este contacto le dejaba un temblor en las mejillas y una molesta sensación en la boca. Le parecía que todos hablaban del cuerpo de su hijo y de sus camaradas, de aquellos músculos y miembros de una juventud llena de sangre ardiente, de fuerza vital. Aquellos cuerpos encendían en ellos la malvada envidia del mendigo, la viscosa avidez del agotado y del enfermo. Chasqueaban los labios y envidiaban aquellos músculos capaces de trabajar y enriquecer, de gozar y de crear. Ahora, los cuerpos de aquellos ancianos abandonaban la circulación activa de la vida, renunciaban a ella, se llevaban consigo la posibilidad de dominar, de disfrutar de su fuerza, de devorarla. Por eso, aquella juventud suscitaba en los viejos jueces la animosidad vengativa y desolada de la fiera sin dientes que desea la carne fresca, pero que no tiene ya vigor para apoderarse de ella, que no es capaz de revitalizarse con la fuerza de los otros, que gruñe dolorosamente, aúlla desesperadamente, viendo huir la fuente de su poderío.

Cuanto más miraba la madre a los jueces, más claramente se precisaba aquel pensamiento grosero y extraño. Le parecía que no disimulaban esta rapacidad conmocionada, esta rabia impotente de hambrientos, apenas capaces de masticar. Ella, la mujer, la madre, a quien el cuerpo de su hijo había sido siempre, pese a todo, más querido que lo que se llama el alma, estaba aterrada al ver aquellos ojos mortecinos trepar sobre su rostro, tocar su pecho, sus hombros, sus manos; frotar su cálida piel como para buscar la posibilidad de inflamarse, de calentar la sangre de sus venas endurecidas, de sus músculos gastados de seres medio muertos, reanimados ahora un poco por los pinchazos de su envidia de aquella vida joven que tenían que condenar para salvarse a sí mismos. Pelagia tenía la impresión de que su hijo sentía aquel roce húmedo y desagradable, y que la miraba estremeciéndose.

Paul fijaba en su madre unos ojos levemente cansados, tranquilos y afectuosos. Algunas veces, le hacía un gesto con la cabeza y sonreía.

«Pronto estaré libre», decía aquella sonrisa, que acariciaba el corazón de Pelagia.

De pronto, los jueces se levantaron todos a la vez. La madre siguió instintivamente su movimiento.

—Se van —dijo Sizov.

—¿Para la sentencia?

—Sí.

Su tensión se disipó súbitamente. Un cansancio abrumador cayó sobre su cuerpo, su ceja se puso a temblar y la frente se perló de sudor. Un agobiante sentimiento de desencanto y humillación brotó en su corazón y se transformó en seguida en un desprecio casi insoportable por los jueces y su juicio. Le dolía la frente; pasó fuertemente la mano sobre ella y miró a su alrededor. Los padres de los acusados se acercaban a la reja, la sala estaba llena del rumor de las conversaciones. Ella se acercó también a Paul y le cogió la mano, estallando en lágrimas de humillación y de alegría, perdida en un caos de sentimientos contradictorios. Paul le dijo palabras cariñosas, y el Pequeño Ruso bromeaba y reía.

Todas las mujeres lloraban, más por costumbre que de dolor. No era la pena que abruma por un golpe estúpido, brutal e inesperado, asestado en la cabeza; era la triste conciencia de tener que separarse de sus hijos, pero incluso esta conciencia se ahogaba, se disolvía en las impresiones que aquel día había hecho nacer. Los padres miraban a sus hijos con un sentimiento confuso, en el que la desconfianza que su juventud les inspiraba, la costumbre de su propia superioridad, se mezclaban a una especie de respeto, se preguntaban tristemente cómo iban a vivir ahora, y este pensamiento importuno chocaba con la curiosidad despertada por aquellos jóvenes que hablaban audazmente y sin temor de la posibilidad de otra vida, una vida mejor. Torpes para expresar sus sentimientos, se deshacían en una oleada de palabras, pero no hablaban más que de cosas corrientes, la ropa, la necesidad de conservar la salud…

El mayor de los Boukhine decía a su hermano, gesticulando mucho:

—¡Es esto, la justicia, y nada más!

El pequeño le contestaba:

—Cuida nuestro estornino…

—No te preocupes.

Sizov tenía asida la mano de su sobrino, y decía lentamente:

—Así, Théodor, que te vas…

Théo se inclinó y le dijo algo al oído, con maliciosa sonrisa. El soldado que le daba escolta sonrió también, pero en seguida recuperó su aire severo y carraspeó.

Como los demás, la madre hablaba a Paul de las mismas cosas: la ropa, la salud, mientras en su corazón se agolpaban las preguntas relativas a Sandrina, a él, a ella misma. Pero bajo las palabras crecía lentamente el sentimiento de su inmenso amor por su hijo, el intenso deseo de agradarle, de estar más cerca de su corazón. La espera de «la cosa terrible» había desaparecido, no dejando tras sí más que un desagradable estremecimiento ante la sombría imagen, siempre latente, de los jueces. Sentía nacer dentro de ella una grande y luminosa alegría que no podía comprender y que la conturbaba. Vio que el Pequeño Ruso hablaba con todos, y comprendiendo que necesitaba más que Paul una palabra de cariño, le dijo:

—¡No me ha gustado nada este juicio!

—¿Y por qué, madrecita? —le dijo él sonriendo, con gratitudes un molino viejo, pero que aún gira.

—No ha sido aterrador…, y no se comprende…, ¿dónde está la justicia? —preguntó ella vacilando.

—¡Oh! ¿Es eso lo que usted quiere? ¿Cree que aquí se buscaba la verdad?

Ella suspiró, pero sonriendo:

—Yo pensaba…, que sería terrible.

—¡El tribunal!

Todos se precipitaron hacia su sitio.

Apoyando una mano en la mesa, el Presidente ocultó su rostro tras un papel y se puso a leer con una voz débil y bordoneante:

—Es el veredicto —dijo Sizov, prestando atención.

Reinaba el silencio. Todo el mundo estaba en pie, los ojos fijos en el viejecillo. Pequeño, seco y erguido, parecía un bastón sostenido por una mano invisible. Los jueces también estaban en pie. El síndico del distrito, la cabeza inclinada sobre el hombro, miraba al techo. El alcalde cruzaba los brazos. El mariscal de la nobleza se atusaba la barba. El juez de la cara enfermiza, su colega gordo y el procurador, miraban a los acusados. Y detrás de los jueces, por encima de sus cabezas, el Zar miraba, en uniforme rojo, con un rostro blanco e indiferente, sobre el cual trepaba un insecto.

—¡La deportación! —dijo Sizov, con un suspiro de alivio—. Al fin, se acabó, gracias a Dios…, se temían los trabajos forzados. Bueno, madrecita, no es nada.

—Ya lo sabía —dijo Pelagia, con voz cansada.

—¡De todos modos…! Ahora es seguro. Nunca se puede saber…

Sizov se volvió hacia los condenados, y dijo en alta voz:

—¡Hasta la vista, Théo! ¡Hasta la vista, todos! ¡Que Dios os ayude!

La madre, silenciosa, hizo con la cabeza un gesto hacia su hijo y sus camaradas. Hubiera querido llorar, pero sintió vergüenza de sus lágrimas.

XXVII

Al salir del tribunal se admiró de ver que la noche había caído sobre la ciudad, que los faroles estaban encendidos y las estrellas en el cielo. Junto al Palacio de Justicia, la gente se reunía en pequeños grupos. En el aire helado la nieve crujía bajo los pasos, y las voces jóvenes sonaban, interrumpiéndose mutuamente. Un hombre con una capucha gris se acercó a Sizov y le preguntó apresuradamente:

—¿Qué sentencia?

—La deportación.

—¿Todos?

—Todos.

—Gracias.

El hombre se alejó.

—¿Ves? —dijo Sizov—. Hay interés.

De pronto, una decena de chicos y chicas les rodearon, y las exclamaciones empezaron a llover, atrayendo a otras personas. La madre y Sizov se detuvieron. Todos querían conocer el veredicto, la actitud de los condenados, quién había hablado y sobre qué tema, y en todas estas preguntas resonaba idéntica nota de curiosidad ávida, sincera y ardiente, que provocaba el deseo de satisfacerla.

—¡Amigos! Es la madre de Paul Vlassov —dijo alguien, y casi todos callaron.

—Permítame estrechar su mano.

Una mano vigorosa oprimió la de la madre, y la voz, llena de emoción, continuó:

—Su hijo será un ejemplo de valor para todos nosotros.

Estalló un grito sonoro:

—¡Viva el obrero ruso!

Las exclamaciones se multiplicaban, se cruzaban, surgían aquí y allá. La gente venía de todas partes, apiñándose alrededor de Sizov y de la madre. Los silbidos de los agentes hendían el aire, pero sin conseguir ahogar los gritos. El viejo Sizov reía. En cuando a la madre, aquello le parecía un hermoso sueño. Sonreía, estrechaba manos, saludaba; lágrimas de dicha le oprimían la garganta, sus rodillas temblaban de fatiga, pero su corazón, colmado de una alegría que absorbía todo, reflejaba las impresiones como el claro espejo de un lago. Muy cerca de ella, una bien timbrada voz, dijo nerviosamente:

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