Authors: Máximo Gorki
«Seguramente que al soldadito lo mandan a un recado», se dijo ella, y siguió su camino, escuchando con placer el crujido joven y sonoro de la nieve bajo sus pies.
Llegó temprano a la estación. Su tren no estaba todavía formado, pero en la sala de espera de tercera clase, grasienta y humosa, había ya mucha gente, pues el frío había hecho refugiarse allí a los obreros de la vía; cocheros y gentes mal vestidas y sin cobijo habían venido a calentarse un poco. Había, asimismo, viajeros, algunos campesinos, un comerciante gordo, con una pelliza, un pope con una niña de rostro frágil, cinco o seis soldados, pequeños burgueses atareados. La gente fumaba, charlaba, tomaba té o vodka. Cerca de la cantina, alguien reía estrepitosamente, y las nubes de humo se espesaban sobre las cabezas. La puerta rechinaba al abrirse, y cuando se batía, los vidrios temblaban y sonaban. El olor del tabaco y del pescado, salado ofendía el olfato.
La madre se sentó cerca de la puerta, bien a la vista, y esperó.
Cuando alguien entraba, venía una bocanada de aire frío, lo que le agradaba, y lo respiraba a pleno pulmón. Aparecían gentes con paquetes en la mano y pesadas ropas. Se agarraban torpemente a la puerta, juraban, dejaban sus bultos en el suelo o sobre un banco, sacudían la escarcha del cuello de sus abrigos y se enjugaban en la manga las barbas y los bigotes, gruñendo.
Entró un hombre joven con una maleta amarilla, lanzó en torno una rápida ojeada y se dirigió recto a la madre:
—¿A Moscú? —preguntó a media voz.
—Sí, a casa de Tania.
—Tenga.
Colocó la maleta en el banco, al lado de Pelagia, sacó un cigarrillo de su petaca, lo encendió y, levantando ligeramente su gorra, salió por otra puerta, sin decir nada. La madre acarició con la mano el frío cuero de la maleta, se apoyó en ella y, satisfecha, se puso a mirar al público. Un instante más tarde se levantó para sentarse en otro banco más cercano a la salida, que daba al andén. Llevaba sin esfuerzo la maleta, que no era muy grande, y, la cabeza erguida, miraba a la gente que pasaba ante ella.
Un joven con abrigo corto y cuello levantado, tropezó con ella y se separó sin decir nada, llevando el dedo a su gorro. A Pelagia le pareció haberle visto ya, y se volvió: la clara mirada del hombre estaba fija en ella, tras el cuello levantado. Aquella mirada despierta la traspasó, la mano que sostenía la maleta tembló y, de pronto, sintió su peso. «Lo he visto en alguna parte», pensó, reprimiendo una sensación desagradable y turbadora, que subía por su pecho. No quería determinar en otros términos el sentimiento que, suave pero imperiosamente, le oprimía el corazón. Pero esta sensación crecía, aumentaba; su garganta y luego su boca se llenaron de una amarga sequedad. La dominaba un ansia irresistible de volverse y mirar otra vez. El hombre estaba en el mismo sitio, cargando su peso, ora sobre un pie, ora sobre el otro, con circunspección. Tenía la mano derecha entre los botones del abrigo, y la otra en el bolsillo, lo que hacía que su hombro derecho pareciese más alto que el otro.
Sin apresurarse, ella se acercó al banco y se sentó con precaución, lentamente, como si tuviese miedo de que algo se desprendiese dentro de sí. Su recuerdo, despertado por el agudo presentimiento de una desgracia, le presentó dos imágenes de aquel hombre: la primera, en el campo, no lejos de la prisión, cuando la fuga de Rybine; la segunda, en el tribunal; le había visto allí al lado del agente de policía, al cual ella había mentido indicándole el camino tomado por Rybine. La conocían, la vigilaban: era evidente.
«¿Me han cogido?», —se preguntó durante un segundo, y pensó temblando:
«Quizá todavía no»
E inmediatamente, con un esfuerzo de voluntad:
«¡Me han cogido!»
Miró a su alrededor y no vio nada. Los pensamientos brotaban como chispas, uno tras otro, y se apagaban en su cerebro.
«¿Dejar la maleta? ¿Irme…?»
Pero brilló otra chispa más viva:
«La palabra de mi hijo…, ¡tirarla! En semejantes manos…» Apretó fuertemente la maleta.
«¿Escaparme con ella? ¿Correr?»
Estos pensamientos le parecían ajenos, inculcados a la fuerza. La abrasaban, y su quemadura penetraba dolorosamente en su cabeza, torturándole el corazón con hilos al rojo. La humillaban, la alejaban de sí misma, de Paul y de todo lo que ya se había fundido en su propio ser. Sentía que una fuerza hostil trataba de oprimirla, de aplastar sus hombros y su pecho, de hacerla rebajarse, hundiéndola en un terror moral. Las venas de sus sienes comenzaron a latir y el calor subió hasta la raíz del pelo.
Entonces, con un brusco y vigoroso esfuerzo de su corazón, que la sacudió enteramente, ahogó en sí aquellos fulgores malignos, mezquinos y débiles, y se dominó:
«¡Debería darte vergüenza!»
Se sintió inmediatamente aliviada. Se reforzó en su resolución:
«No deshonres a tu hijo… Nadie tiene miedo…»
Sus ojos tuvieron una mirada desolada y tímida. Luego, la imagen de Rybine se le presentó como un relámpago. Fue como si aquellos segundos de vacilación hubiesen afirmado todo en ella. Su corazón comenzó a latir más tranquilo.
«¿Qué va a pasar ahora?», se preguntó, mirando al espía. Este había hecho una señal a un guardia y le susurraba algo, designándola con la vista. Otro guardia se acercó, prestando oídos; frunció las cejas. Era un viejo de imponente estatura, con la barba y los cabellos grises. Hizo un signo de cabeza al espía y avanzó hacia el banco donde la madre estaba sentada, en tanto que el chivato desapareció.
El viejo caminaba sin prisa, registrando atentamente con los ojos la cara de la madre. Esta retrocedió hasta el fondo del banco.
«Con tal de que no me peguen…»
Se detuvo junto a ella, silencioso, y luego preguntó en voz baja y adusta:
—¿Qué miras?
—Nada.
—¡Está bien, ladrona! Ya eres vieja y andas en semejante oficio…
Estas palabras la hirieron como un par de bofetadas en pleno rostro. Malvadas, silbantes, le hacían daño como si le desgarrasen las mejillas y le arrancasen los ojos:
—¿Yo? ¿Yo, una ladrona? ¡Mientes! —gritó con todas sus fuerzas, y todo pareció tambalearse en el torbellino de su indignación. Con el corazón rebosante de una amarga humillación, tiró de la cerradura de la maleta, que se abrió:
—¡Mirad! ¡Mirad todos! —exclamó levantándose, y arrancando un paquete de proclamas las blandió por encima de su cabeza. A través del zumbido de sus oídos, oyó las exclamaciones de la gente, que venía de todas partes.
—¿Qué pasa?
—Eh, un inspector de la secreta…
—Pero, ¿qué pasa?
—Dicen que esa mujer ha robado…
—¡Tiene el aspecto bien respetable…, y bien desgraciado!
—¡No soy una ladrona! —repitió la madre a plena voz. La vista de la compacta muchedumbre que la rodeaba la calmaba un poco—. Ayer han juzgado a los presos políticos, y mi hijo es uno de ellos… Vlassov; él pronunció un discurso que llevo aquí. Lo llevaré a todo el mundo para que lo lean y reflexionen la verdad…
—Alguien cogió, con precaución, algunas hojas de sus manos. Ella agitó el resto en el aire y las arrojó a la multitud.
—Por esto no van a darte un premio —dijo una voz atemorizada.
La madre veía que cogían los papeles, que los ocultaban en las chaquetas, en los bolsillos, y de nuevo se sentía más firme sobre sus piernas. Más tranquila y fuerte, tensa, consciente del orgullo que crecía en ella, y de la naciente alegría que la inflamaba, hablaba sacando de la maleta paquetes de hojas que lanzaba a derecha e izquierda, a manos ágiles y ávidas.
—¿Sabéis por qué han juzgado a mi hijo y a todos los que estaban con él? Os lo diré, y creeréis al corazón y los cabellos grises de una madre: ayer han condenado a unos hombres porque querían llevaros a todos la verdad. Ayer he sabido que esta verdad…, nadie puede ponerla en duda, ¡nadie!
La multitud, que había callado, era cada vez más numerosa y compacta, rodeando a la madre de un anillo viviente.
—La pobreza, el hambre y las enfermedades: eso es lo que recibe la gente a cambio de su trabajo. Todo está contra nosotros, día tras día, toda nuestra vida; reventamos en el trabajo, en el fango, en el engaño, mientras que otros se llenan y se divierten al precio de nuestro dolor y nos tienen como perros encadenados, en la ignorancia, porque no sabemos nada, y en el terror, porque tenemos miedo de todo. ¡Nuestra vida es la noche, una noche sombría!
—Eso está bien dicho —respondieron sordamente algunas voces.
—¡Ciérrale el pico!
Tras la multitud vio la madre al espía, acompañado de dos gendarmes, y se apresuró a distribuir los últimos fajos de folletos, pero al hundir la mano en la maleta, encontró otra mano.
—¡Cogedlos, cogedlos!
—¡Circulen! —gritaron los gendarmes separando a la gente, que, cediendo a disgusto a la presión, los oprimía y apresaba entre la masa, quizá sin quererlo. Aquella mujer de cabellos grises, de mirada franca en un rostro lleno de bondad, los atraía imperiosamente. Aislados por la vida, arrancados unos de otros, se confundían ahora en un tono, confortados por el fuego de aquella palabra, que tal vez muchos esperaban hacía tiempo, y de la cual sus corazones, humillados por las injusticias de la existencia, tenían una sed ardiente. Los más próximos a la madre, callaban. Ella veía sus ojos atentos y ávidos, y sentía sobre el rostro su aliento tibio. —¡Vete, vieja!
—Van a cogerte.
—Como cobarde, no lo es…
—¡Fuera! ¡Circulen! —gritaban los gendarmes, acercándose. Atropellada, la multitud vacilaba, asiéndose unos de los otros.
Parecía a la madre que todos estaban dispuestos a comprenderla y creerla, y quería decir rápidamente todo lo que sabía, todos los pensamientos cuya fuerza sentía. Subían sin esfuerzo de lo más profundo de su corazón, y venían a sus labios como un cántico, pero se daba cuenta, con desesperación, de que le faltaba la voz, que salía desgarrada y enronquecida.
—La palabra de mi hijo es la palabra pura de un hijo de la clase obrera, de un alma incorruptible. ¡Los hombres íntegros se reconocen en su audacia!
Los ojos juveniles la miraban con entusiasmo y terror.
Recibió un golpe en el pecho, se tambaleó y se sentó en el banco. Por encima de las cabezas se agitaban las manos de los gendarmes, que cogían a la gente por el cuello o los hombros, arrojándolas a un lado, arrancándoles las gorras y tirándolas lejos. Todo pareció vacilar ante la madre, ahogarse en las tinieblas, pero, dominándose, gritó con la poca voz que le quedaba:
—¡Que el pueblo agrupe sus fuerzas en una fuerza única!
La enorme mano roja de un gendarme se abatió sobre su cuello, sacudiéndola:
—¡Cállate!
Su nuca golpeó contra la pared, y su corazón se envolvió por un instante en un acre humo de terror, que se disipó en seguida bajo el ardor de su llama interna.
—Vamos —dijo el gendarme.
—¡No temáis nada! No hay tormento peor que el que respiráis durante toda vuestra vida…
—¡Te digo que te calles!
El gendarme la cogió por un brazo y tiró brutalmente de ella. Un segundo gendarme la tomó por el otro brazo, y los dos la llevaron a grandes zancadas.
—…que diariamente va secándoos el pecho y royéndoos el corazón…
El espía se precipitó ante ella y blandió ante su rostro un puño amenazador, rugiendo:
—¡Vas a callarte, miserable!
Los ojos de Pelagia se abrieron centelleantes, y su mandíbula tembló. Encorvándose sobre las resbaladizas losas, exclamó:
—No se puede matar un alma resucitada.
—¡Perra!
Con un breve impulso, el espía le pegó en la cara.
—Es lo que merece esta vieja carroña —dijo una voz malvada.
Algo negro y rojo cegó por un momento a la madre, y el salado sabor de la sangre le llenó la boca.
Una sonora explosión de gritos distintos la reanimó:
—¡No la peguéis!
—¡Muchachos…!
—¡Canallas!
—Pegadle a él …
—¡La razón no puede ahogarse en sangre!
La empujaban por el cuello, por la espalda, la pegaban en los hombros y en la cabeza. Todo rodaba en un torbellino de gritos, de aullidos, de sonar de silbatos. Una sensación espesa y ensordecedora penetró en sus oídos, llenó su garganta, ahogándola. El suelo huyó bajo sus pies, se hundió; sus rodillas vacilaron y su cuerpo, estremecido por las quemaduras del dolor, se tambaleó sin fuerzas. Pero sus ojos brillaban aún, veían una multitud de otros ojos que ardían con un fuego vivo y osado que ella conocía bien, un fuego querido a su corazón.
La empujaron a la puerta. Arrancó una mano a la mano que la asía y se cogió al marco:
—No se apagará la verdad bajo mares de sangre…
La pegaron en la mano.
—¡En vuestra locura no amasáreis más que odio! Y caerá sobre vosotros…
Un gendarme la cogió por la garganta, apretó…
Un estertor:
—Los pobres del mundo…
Alguien respondió con un sollozo.
FIN
MÁXIMO GORKI, (Seudónimo de Alexéi Maximóvich Peshkov; Nijni-Novgorod, 1868 - Moscú, 1936) Novelista y dramaturgo ruso, maestro del realismo y considerado una de las personalidades más relevantes de la cultura y de la literatura de su país. Tras la muerte de su padre, cuando contaba cuatro años de edad, Gorki se trasladó a vivir con la familia de su abuelo, en un ambiente pequeño-burgués venido a menos y en ocasiones rayano en la pobreza. Ese mundo de su niñez, que lo marcó decididamente, se recrea magistralmente en Mi infancia (1913-1914), primera parte de su trilogía autobiográfica.