Authors: Máximo Gorki
—Vendrá conmigo —dijo la muchacha a Nicolás.
—Es asunto suyo —respondió él, bajando la cabeza.
—Pero no podremos estar juntas. Usted irá a campo traviesa hacia los jardines. Desde allí se ve el muro de la cárcel. Pero, ¿si la preguntan qué hace allí?
Alegremente, la madre respondió con convicción:
—¡Ya encontraré respuesta!
—No olvide que los vigilantes la conocen —dijo Sandrina—. Si la ven…
—No me verán.
La esperanza que inconscientemente había ido creciendo en ella durante aquellos días, se había inflamado súbitamente, y la animaba por entero.
«Quizá él también…», pensaba mientras se vestía apresuradamente.
Una hora más tarde, estaba en los campos, detrás de la prisión.
Soplaba un viento áspero que hinchaba las faldas, batía el helado suelo, sacudía la rota cerca de un jardín, a cuyo lado pasaba la madre; hería violentamente el muro, no muy alto, de la cárcel, _ luego caía en el patio y barría las voces, las dispersaba, las llevaba hacia el cielo. Las nubes huían rápidamente, descubriendo pequeños claros de un intenso azul.
Detrás de la madre había unos jardines. Ante ella, el cementerio, y a la derecha, a unos veinte metros, la prisión. Junto al cementerio, un soldado paseaba un caballo llevándolo de la brida. Otro soldado daba patadas en el suelo, gritaba, silbaba y se reía. Nadie más por aquellos contornos.
La madre pasó lentamente junto a ellos, dirigiéndose hacia la muralla del cementerio, lanzando furtivas ojeadas a uno y otro lado. De pronto, sintió que sus piernas flaqueaban, pesaban como si el hielo las pegase a la tierra. Un hombre encorvado, con una escala al hombro, había aparecido en el ángulo de la cárcel, caminando a paso ligero, como hacen los faroleros. Pestañeando de terror, la madre miró a los soldados; seguían en el mismo sitio, en tanto que el caballo trotaba a su alrededor. Luego vio al hombre de la escala apoyarla contra el muro y trepar sin apresurarse. Dirigió hacia el patio un ademán, descendió ligeramente y dobló la esquina de la prisión. El corazón de la madre latía a grandes golpes. Los segundos transcurrían lentamente. Apenas se distinguía la escala sobre la oscura pared, con sus manchas de fango y de yeso descascarillado que descubría los ladrillos. Y de pronto, en lo alto del muro apareció una cabeza negra, luego un cuerpo que se balanceó a ambos lados y se deslizó hacia abajo. Una segunda cabeza tocada con un gorro de pelo se asomó también, una pelota negra saltó sobre el suelo y desapareció rápidamente en el ángulo del muro. Rybine se irguió, miró a su alrededor y sacudió la cabeza.
—¡Escapa, escapa…! —murmuraba la madre, golpeando el suelo con el pie.
Le zumbaban los oídos, oía gritos… Por encima de la muralla apareció una tercera cabeza. Crispando las manos sobre el pecho, la madre miraba, petrificada. La cabeza rubia e imberbe dio un impulso en el aire como si quisiera despegarse del cuerpo, y de pronto desapareció tras el muro. Los gritos se hacían más fuertes, más impetuosos, y el viento los llevaba por el espacio, mezclados con las agudas estrías de los silbatos. Rybine recorría el muro, ya lo había pasado, atravesaba un espacio libre entre la prisión y las casas de la ciudad. La madre tenía la impresión de que iba muy lento, que llevaba la cabeza tan alta que nadie que lo viese olvidaría su rostro. Murmuraba:
—De prisa, más de prisa…
Algo estalló secamente en el patio de la cárcel, y se oyó el ruido de cristal roto. Clavados los pies en el suelo, el soldado atraía el caballo hacia sí. El otro, haciendo bocina con la mano, gritaba algo en dirección a la prisión, y luego volvía la cabeza, tendiendo el oído.
Crispada, la madre miraba a todas partes y no daba crédito a sus ojos. Lo que había creído tan terrible y complicado, se había ejecutado demasiado rápida y sencillamente, y esta rapidez le aturdía, apagaba su lucidez. En la calle no se veía ya a Rybine. Pasaba un hombre alto, vestido con un largo abrigo, corría una niña… Tres vigilantes aparecieron en el ángulo de la prisión, corriendo, apretados uno contra otro, extendida la mano derecha. Uno de los soldados se precipitó a su encuentro, el otro se afanaba alrededor del caballo, esforzándose en saltar sobre el animal, que se resistía y encabritaba, y todo le parecía a Pelagia girar a su alrededor. Los silbidos desgarraban incesantemente el aire, luego se estrangulaban. Sus llamadas inquietas, como perdidas, despertaron en la madre la conciencia del peligro. Se estremeció y caminó a lo largo de la cerca del cementerio, siguiendo a los guardianes con la mirada, pero éstos y los soldados doblaron la otra esquina de la cárcel y desaparecieron. A su encuentro corrió el subdirector, que ella conocía tan bien, con el uniforme desabrochado. Unos agentes surgieron como por encanto, y la gente comenzó a reunirse.
El viento se arremolinaba como enloquecido de alegría, trayendo hasta los oídos de la madre briznas de gritos confusos y de golpes de silbato. Aquella confusión la alegraba, y apresuró el paso, pensando:
«Así que también él habría podido…»
De pronto, volviendo la esquina del cementerio, cayó sobre dos policías.
—Párate —le gritó uno, sin aliento—. ¿No has visto a un hombre de barba…?
Ella señaló los jardines con la mano y respondió tranquilamente:
—Sí, hacia allá. ¿Qué pasa?
—¡Egorov! ¡Llama!
Volvió a casa. Una oscura pena hacía nacer en su corazón la amargura y el despecho. Cuando llegó a la ciudad, un coche se atravesó en el camino. Alzó la cabeza y vio dentro del carruaje un hombre joven, de bigote rubio y rostro pálido y fatigado. El también la miró. Iba sentado de través, lo que hacía que su hombro derecho pareciese más alto que el izquierdo.
Nicolás la acogió jubilosamente.
—Bien, ¿cómo ha ido?
—Yo creo que ha salido bien.
Se puso a contarle la evasión, esforzándose en recordar todos los detalles, hablando como si repitiese el relato de otro, sin nada personal.
—Hemos tenido suerte —dijo Nicolás, frotándose las manos—. Pero sólo Dios sabe cuánto miedo he tenido por usted. Escuche, Nilovna, voy a darle un consejo de amigo. No tenga ningún temor por el juicio. Cuanto más pronto sea, antes llegará la liberación de Paul, créame. Puede, incluso, evadirse en el camino hacia Siberia. En cuanto al juicio, le diré cómo será, más o menos…
Comenzó a pintarle el cuadro de la sesión. Escuchándolo, ella comprendía que Nicolás tenía miedo y que quería tranquilizarla.
—¿Teme usted que yo vaya a decir algo a los jueces? ¿Qué les dirija alguna pregunta? —preguntó ella súbitamente.
El se sobresaltó, alzó las manos y exclamó en tono ofendido:
—¡Qué cosas dice usted!
Ella guardó silencio, dejando su mirada vagar por la habitación.
—A veces, me parece que van a humillar a Paul, burlarse de él…, que le dirán: «Especie de mujik, hijo de mujik… ¿Qué te has creído?» Y Paul, por orgullo, les contestará con violencia. O será Andrés quien se burlará de ellos… ¡Los dos son tan excitables! Entonces, me digo que los jueces perderán la paciencia…, y los condenarán de tal modo, que no volveremos a verlos nunca… Nicolás guardaba un sombrío silencio, tirándose de la barbita. —No puedo quitarme de la cabeza estas ideas —dijo la madre, en voz muy baja—. Cuando se pongan a examinar y a medir… ¡Es terrible! Lo terrible no es el castigo, sino el juicio. ¡Un juicio es espantoso! No sé cómo decirlo…
Tenía la sensación de que Nicolás no la comprendía, y esto la embarullaba más aún, en su deseo de explicar aquel terror…
Este terror, como un musgo cuya opresora humedad dificultase su respiración, fue creciendo en ella, y cuando llegó el día de la vista de la causa, la madre llevó consigo al tribunal un sombrío y pesado fardo que la hacía doblar la cabeza y la espalda.
Por la calle reconoció a vecinos del barrio, se inclinó silenciosamente para contestar a su saludo, y se abrió camino a través de la torva multitud. En los pasillos y en la sala tropezó con parientes de los detenidos. Hablaban en voz baja, y las palabras que conseguía percibir le parecían inútiles e incomprensibles. Todo el mundo semejaba penetrado del mismo sentimiento de desolación que se comunicaba a la madre, oprimiéndola todavía más.
—Siéntate —le dijo Sizov, haciéndole sitio a su lado en el banco. Ella obedeció, ordenó los pliegues de su ropa y miró en torno. Ante sus ojos danzaba una mezcla de rayas verdes y carmesíes, donde brillaban delgados hilos amarillos.
—Fue tu hijo quien perdió a nuestro Grigori —dijo en voz baja una mujer, sentada a su lado.
—Cállate, Natacha —respondió Sizov, en tono de represión. Pelagia miró a la mujer. Era la madre de Samodov. Un poco más lejos estaba el padre, un hombre calvo, de rasgos agradables, con una barba roja en abanico. Los ojos hundidos en el rostro huesudo, miraban fijamente ante él, y la barba temblaba.
De las altas ventanas de la sala caía una luz igual y velada, y los copos de nieve resbalaban en los cristales. Entre las ventanas había colgado un gran retrato del Zar, en un amplio marco dorado de brillante reflejo, cuyos lados se ocultaban bajo los rígidos pliegues de los pesados cortinones color frambuesa, que caían solemnes. Ante el retrato, una mesa cubierta de paño verde, ocupaba casi toda la anchura de la sala. A la derecha, tras una reja, dos bancos de madera; a la izquierda, dos filas de sillones carmesíes. Ujieres con cuello verde y botones dorados sobre el pecho y el vientre, iban y venían sin ruido. En la brumosa atmósfera erraba tímidamente un murmullo de voces ahogadas, y se sentía un vago olor a farmacia. Todo aquellos colores y reflejos, los sonidos y los olores, pesaban sobre los ojos, penetraban en el pecho con el aire que se respiraba, y llenaban el vacío corazón con un miedo quieto, mezcla de confusión y abatimiento.
De pronto, alguien pronunció unas palabras en alta voz. La madre se estremeció y todo el mundo, también ella, se puso en pie.
Ella se cogió del brazo de Sizov.
En el ángulo izquierdo se abrió una puerta, dando paso a un viejecillo con lentes, que vacilaba. Ralas patillas blancas temblaban sobre su pequeña cara gris, el afeitado labio superior se sumía en la boca. Los agudos pómulos y la barbilla se apoyaban en el alto cuello del uniforme. Hubiérase dicho que el otro cuello, el de carne no existía. Se apoyaba en muchacho alto, de cara de porcelana, redonda y roja. Luego, avanzaron lentamente otros tres personajes en uniformes recamados de oro, y tres civiles.
Se ajetrearon largo rato tras la mesa, se sentaron en los sillones, y cuando hubieron tomado asiento, uno de ellos, con el uniforme desabrochado y rostro largo e indolente, se puso a hablar al viejecillo, agitando pesada y silenciosamente sus gruesos labios. El viejo escuchaba, cómicamente rígido e inmóvil. Detrás de los cristales de sus gafas, la madre veía dos pequeñas manchas incoloras.
En el extremo de la mesa, en pie ante un pupitre, estaba un hombre alto y calvo que hojeaba, tosiendo, sus papeles.
El anciano se inclinó hacia adelante y comenzó a hablar. Pronunció claramente la primera palabra, pero las otras parecieron evaporarse sobre sus delgados labios macilentos.
—Declaro… Que entren…
—¡Mira! —susurró Sizov, empujando ligeramente a la madre, que se levantó.
Detrás de la reja se abrió una puerta y apareció un soldado llevando al hombro un sable desnudo. Luego, Paul, Andrés, Théo Mazine, los dos Goussev, Boukhine, Samoilov, Somov y otros cinco jóvenes, cuyos nombres no conocía la madre. Paul sonreía amistosamente; Andrés sonreía también, descubriendo los dientes, y hacía signos con la cabeza. Sus sonrisas, sus caras y sus animados gestos parecieron traer consigo más claridad, más paz, en el silencio tenso y hostil. El espeso brillo del oro de los uniformes se amorteció y dulcificó. Una corriente de firmeza y valor, un soplo de fuerza y de vida llegaron al corazón de la madre y la sacaron de su sopor. Tras ella, en los bancos donde hasta entonces había esperado una muchedumbre agobiada, corrió un rumor en respuesta al saludo de los detenidos.
—¡No tienen miedo! —oyó decir a Sizov, en tanto que, a su derecha, la madre de Samoilov estallaba en sollozos.
—¡Silencio! —gritó una voz severa.
—Debo advertir… —dijo el viejecillo.
Paul y Andrés estaban sentados uno al lado del otro y con ellos, en el primer banco, Mazine, Samoilov y los Goussev. Andrés se había afeitado la barba y sus bigotes habían crecido, cayéndole las puntas, lo que hacía que su redonda cabeza semejase la de un gato. Su fisonomía tenía una expresión nueva, había algo de agudo y cáustico en los pliegues de su boca, y de sombrío en sus ojos. El labio superior de Mazine estaba sombreado por un trazo oscuro; su rostro se había llenado. Los cabellos de Samoilov parecían más rizados que antes. Iván Goussev conservaba su habitual amplia sonrisa.
—¡Ah, Théo, Théo! —murmuraba Sizov, con la cabeza inclinada.
La madre escuchaba las preguntas indistintas que el viejo dirigía a los acusados, sin mirarlos, inmóvil la cabeza sobre el cuello de su uniforme, y oía las respuestas tranquilas y concisas de su hijo. Le parecía que el Presidente y todos sus colegas no podían ser gentes malvadas ni crueles. Examinaba atentamente las caras de los jueces, intentando adivinar algo, y una nueva esperanza brotaba en su corazón.
El hombre de la máscara de porcelana leía en tono indiferente un documento. Su voz átona llenaba la sala de un hastío que oprimía al público. Cuatro abogados charlaban en voz baja, pero animada, hacían gestos ampulosos y rápidos, y parecían grandes pájaros negros.
A un lado del viejo, un juez, grande y gordo, cuyos ojillos se ahogaban en grasa, desbordaba del sillón. Al otro lado estaba sentado un hombre encorvado, con unos bigotes rojizos cortando su pálido rostro; apoyaba, con aire fatigado, su cabeza en el respaldo de su asiento y reflexionaba, con los párpados entornados. El procurador también tenía aspecto cansado y aburrido. Detrás de los jueces estaba el alcalde de la ciudad, hombre lleno y robusto, que se acariciaba meditabundo la mejilla. El mariscal de la nobleza, con cabellos grises, larga barba, rostro rubicundo y grandes ojos azules. El síndico del distrito, a quien su enorme vientre molestaba a ojos vistas, y que se esforzaba en disimularlo bajo los faldones de su abrigo, que se resbalaban siempre.
—Aquí no hay criminales ni jueces —proclamó la voz firme de Paul—, no hay más que prisioneros y vencedores…