La madre (35 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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Su voz era alta y sonora, pero sin matices.

—Estaban atadas… El pueblo se las ha soltado —respondió uno de los guardias.

—¿Qué? ¿El pueblo…? ¿Qué pueblo?

El comisario miró a los que le rodeaban en semicírculo. Y con la misma voz blanca, monocorde, sin subir ni bajar el tono, continuó:

—¿Quién es el pueblo?

Dio con el puño del sable un golpe sobre el pecho del campesino de ojos azules:

—¿Eres tú el pueblo, Tchoumakov? ¿Y quién más? ¿Tú, Michine?

Y con la mano derecha dio un tirón a la barba de otro aldeano.

—Dispersaos, canallas… Si no…, ¡vais a saber quién soy!

En su voz, en su rostro, ni había cólera ni amenaza; hablaba tranquilamente, dando golpecitos a la gente con sus largas y fuertes manos, según su costumbre. Cuando se acercaba, los hombres retrocedían, las cabezas se inclinaban y las caras se volvían.

—Bien, ¿qué estáis esperando? ¡Atadle! —dijo a los guardias. Después de una sarta de cínicas injurias, miró de nuevo a Rybine y gritó:

—¡Las manos a la espalda!

—No quiero que me las sujeten —dijo Rybine— No me escaparé ni me defenderé, ¿a qué atarme, entonces?

—¿Qué? —preguntó el comisario dando un paso hacia él.

—¡Habéis torturado ya bastante al pueblo, bestias salvajes! —continuó Rybine, alzando la voz—. También para vosotros llegará pronto el día rojo…

El comisario, inmóvil, le miraba; se agitaban sus bigotes. Después, retrocedió un paso y silbó con voz en que se acusaba el asombro:

—¡Ah, hijo de perra! ¿Qué…, qué palabras son ésas?

Y de pronto dio a Rybine un rápido y vigoroso puñetazo en la cara.

—No matarás la verdad a puñetazos —dijo Rybine, avanzando hacia él—. ¡Y no tienes derecho a pegarme, perro asqueroso!

—¿Que no lo tengo? ¿Yo? —aulló el comisario, arrastrando las palabras.

Y de nuevo levantó el brazo para golpear a Rybine en la cabeza. Este se bajó, y el golpe cayó en el vacío. El comisario, llevado de su impulso, estuvo a punto de caer. Entre la multitud se oyó una ruidosa carcajada, y la voz furiosa de Rybine se hizo oír otra vez.

—¡Te prohíbo que me pegues, demonio!

El comisario miró a su alrededor: sombríos y silenciosos, los campesinos se habían acercado formando un círculo compacto y amenazador.

—¡Nikita! —llamó el comisario, buscando a alguien con la vista—. ¡Eh, Nikita!

De la masa se destacó un aldeano pequeño y regordete, que vestía una corta pelliza de carnero. Miró al suelo bajando su gruesa cabeza despeinada.

—¡Nikita! —dijo el comisario lentamente, atusándose el bigote—. Dale un buen puñetazo en la oreja.

El campesino dio un paso atrás, se detuvo ante Rybine y levantó la cabeza.

Rybine lo fulminó con frases cargadas de verdad:

—¡Mirad, buenas gentes, cómo estos brutos quieren ahogaros por vuestra propia mano! ¡Mirad, pensad…!

El mujik alzó lentamente el brazo y golpeó blandamente a Rybine en la cabeza.

—¡Así no, crápula! —bramó el comisario.

—¡Eh, Nikita! —dijo alguien en la multitud—. ¡No olvides que Dios te mira!

—¡Pega, te digo! —gritó el comisario empujándole, asido por el cuello.

El campesino dio un paso a un lado y dijo con aire confuso, bajando la cabeza:

—No lo haré…

—¿Qué?

El rostro del comisario se crispó, se estremeció su cuerpo y se arrojó sobre Rybine, profiriendo juramentos. Resonó un golpe sordo. Rybine se tambaleó, agitando los brazos. De un segundo golpe, el comisario lo hizo caer al suelo y, saltando sobre él, rugiendo, lo abrumó a patadas en el pecho, en los costados, en la cabeza.

Un rumor hostil se elevó de la multitud que osciló y avanzó hacia el comisario. Este se dio cuenta, saltó a un lado y sacó su sable de la vaina.

—¡Ah!, ¿ésas tenemos? ¿Os subleváis? ¿Es eso? —Su voz estremecida subió agudamente y enronqueció como si se hubiese quebrado. Al mismo tiempo que la voz pareció perder súbitamente toda su fuerza, encogió la cabeza entre los hombros, se encorvó su espalda y, mirando a todas partes con ojos vacíos, retrocedió tanteando el suelo con el píe detrás de sí, con precaución. En su retirada, chilló con voz ronca e inquieta:

—¡Bien! Lleváoslo, yo me voy. ¿Sabéis, maldita canalla, que es un criminal, político, que lucha contra nuestro Zar, que predica el motín? ¿Lo sabéis? ¿Y seguís defendiéndolo? ¿Sois también sublevados? ¡Ah…!

Inmóvil, la mirada fija, sin fuerza ni pensamiento, la madre, como en una pesadilla, sucumbía bajo el peso del terror y la piedad. En su cabeza zumbaban como moscardones los clamores indignados, sombríos y malignos de la gente, la temblorosa voz del comisario, los susurros inconexos…

—¡Si ha cometido faltas, que le juzguen…!

—Perdonadlo…

—Eso es, estáis obrando como si no hubiera leyes.

—¿Es posible? Si no hay sino pegar así a la gente, ¿qué puede esperarse…?

Los campesinos se habían dividido en dos grupos: unos rodeaban al comisario, gritaban e intentaban convencerlo; otros, menos numerosos, permanecían alrededor del herido, y se percibía el sordo rumor de sus voces. Algunos hombres lo levantaron; los guardias intentaron nuevamente atarle las manos.

—¡Esperad, demonios! —les gritaron.

Michel enjugó el lodo y la sangre que cubrían su rostro y miró silencioso en torno suyo. Su mirada resbaló sobre la madre que se estremeció, se tendió hacia él, y con un instintivo gesto de la mano, se contuvo. Pero unos instantes más tarde, se detuvieron otra vez sus ojos sobre Pelagia. Parecióle a ésta que se erguía, que alzaba la cabeza, que sus mejillas ensangrentadas temblaban…

«Me ha reconocido. ¿Cómo es posible?» E hizo un signo con la cabeza, agitada de una alegría mezclada de melancolía punzante. Pero rápidamente observó que el campesino de los ojos azules, en pie ante ella, la miraba también. Aquella mirada despertó inmediatamente en Pelagia la conciencia del peligro.

«¿Qué estoy haciendo? De seguro que van a cogerme a mí también.»

El campesino dirigió a Rybine algunas palabras. Este movió la cabeza y se puso a hablar, con voz entrecortada pero audible y valerosa:

—¡No importa! No soy el único sobre la tierra. ¡No pueden aprisionar la verdad! Por donde yo he pasado, me recordarán. El nido ha sido destruido, los amigos y los camaradas no están ya en él…

Esto lo dice para mí», pensó la madre.

—¡Pero llegará el día en que las águilas volarán libremente, y el pueblo será a su vez libre!

Una mujer trajo un cubo de agua y se puso a lavar el rostro de Rybine, lamentándose y gimiendo de indignación. Su voz cascada, quejumbrosa, se mezclaba a las palabras de Michel e impedía a la madre el oírlas. Un grupo de aldeanos se adelantó precedido del comisario, y alguien gritó:

—¿Quién quiere traer una carreta para trasladar al preso? ¡Eh! ¿Quién va a prestarla?

Después resonó la voz del comisario, cambiada, como ofendida:

—¡Yo puedo pegarte, pero tú no puedes, no tienes derecho, imbécil!

—¡Sí! ¿Y tú quién eres, Dios? —preguntó Rybine.

Una ahogada y discordante explosión de exclamaciones cubrió su voz.

—¡No discutas, amigo! Es la autoridad.

—No se enfade, no sabe lo que dice…

—¡Cállate, chiflado!

—Van a conducirte en seguida a la ciudad…

—Allí se respeta mejor la ley.

Los gritos de la muchedumbre sonaban conciliadores, suplicantes. Se mezclaban en una confusa agitación lastimera, sin ninguna nota de esperanza. Los guardias cogieron a Rybine por los sobacos, subieron los escalones y desaparecieron con él dentro de la casa. Lentamente, los campesinos se disolvieron. La madre vio al hombre de los ojos azules dirigirse hacia ella, mirándola a hurtadillas. Sus piernas comenzaron a temblar; un sentimiento de abandono le oprimió el corazón, produciéndole náuseas.

«No debo irme, pensó. ¡No debo hacerlo!» Se cogió fuertemente al pasamanos y esperó.

De pie en la terraza de la administración, el comisario hablaba gesticulando. Los reproches manaban en su voz, nuevamente blanca y sin alma:

—Sois idiotas, hijos de perra. No entendéis nada de nada y os mezcláis en este asunto, ¡un asunto de Estado! Ya podéis darme las gracias, inclinaros hasta tocar el suelo, por mi bondad. Si yo quisiera, iríais todos a presidio…

Una veintena de mujiks lo escuchaba, desnudas las cabezas. La tarde caía y las nubes eran más bajas. El campesino de los ojos azules se acercó a la madre, y dijo, sonriendo:

—Esto es lo que pasa entre nosotros…

—Sí… —dijo ella dulcemente.

El la miró francamente y preguntó:

—¿En qué se ocupa?

—Compro encajes a las campesinas, y telas también…

El hombre alisó lentamente su barba. Luego, con aire aburrido, miró a la casa de enfrente:

—No se encuentran esas cosas por aquí.

La madre lo miró y esperó el momento propicio para volver a entrar en la posada. El rostro del aldeano era pensativo, guapo, con ojos melancólicos. Alto y ancho de hombros, llevaba un guardapolvos muy remendado, una camisa de indiana limpia, un pantalón rojizo de lienzo y unos miserables zapatos en los pies desnudos.

La madre suspiró, aliviada sin saber por qué. Y de pronto abandonándose a una intuición que iba más allá de su confuso pensamiento, le hizo una pregunta que la sorprendió a ella misma:

—¿Podría pasar la noche en tu casa?

E inmediatamente sus músculos, sus huesos, todo su cuerpo, se contrajeron fuertemente. Se irguió y fijó sus ojos en el campesino. Lancinantes pensamientos danzaban en su cerebro.

«Voy a causar la pérdida de Nicolás… No veré más a Paul…, en mucho tiempo. Me pegarán.»

La vista en la tierra, sin apresurarse, el mujik respondió cerrando el guardapolvos sobre el pecho:

—¿Pasar la noche? Puede ser, ¿por qué no? Sólo que mi casa no es muy buena…

—No soy ninguna remilgada —dijo inconscientemente la madre.

—Puede hacerse… —repitió él, mirándola con escrutadora fijeza.

Se había hecho ya la oscuridad, y los ojos del campesino tenían un frío resplandor, su rostro parecía más pálido. Con la sensación de rodar por un precipicio, Pelagia dijo a media voz:

—Bueno, pues voy en seguida; tú llevarás mi maleta.

—Conforme.

Un estremecimiento recorrió sus hombros.

El aldeano cruzó nuevamente su guardapolvos sobre el pecho y dijo en voz baja:

—Mira, la carreta:..

Rybine apareció sobre la terraza de la administración, las manos otra vez atadas, la cabeza y la cara envueltas en algo gris…

—¡Adiós, buenas gentes! —gritó en el frío crepúsculo—. Buscad la verdad, conservadla, creed en quien predica la buena palabra, y no ahorréis fuerzas para defenderla.

—Cállate, perro —gritó el comisario—. ¡Guardia, pon en marcha los caballos, imbécil!

—No tenéis nada que perder… ¿Qué vida es la vuestra…?

Arrancó la carreta. Sentado entre los dos guardias, Rybine proseguía:

—¿Por qué os dejáis morir de hambre? Trabajad por la libertad, ella os dará la verdad y el pan… ¡Adiós, buenas gentes!

El ruido precipitado de las ruedas, los pasos de los caballos, la voz del comisario, envolvieron su voz, la emborronaron y la ahogaron.

—Se acabó —dijo el campesino moviendo la cabeza—. Quédate aquí un momento —continuó, dirigiéndose a Pelagia—, ahora vuelvo.

Ella entró, sentándose a la mesa junto al samovar, cogió un trozo de pan, lo miró y volvió a dejarlo lentamente en el plato. No tenía hambre; de nuevo experimentaba un malestar en el hueco del estómago, un calor desesperante que la agotaba, retenía su sangre y le daba vértigo. El campesino de los ojos azules se erguía ante ella con aquel rostro extraño, como inacabado, que no inspiraba confianza. No quería confesárselo francamente, pero pensaba: «va a traicionarme», pero este pensamiento apenas nacido le pesaba terriblemente en el corazón.

«Se ha fijado en mí, comprendía, incapaz de reaccionar. Se ha fijado, ha adivinado…»

Su pensamiento no iba más lejos, ahogándose en un penoso abatimiento, en una viscosa sensación de náusea.

Un silencio tímido, agazapado tras la ventana, había sucedido al tumulto: revelaba en la aldea una especie de miedo, de agotamiento. En la madre, aguzaba el sentimiento de su soledad, le llenaba el alma de tinieblas grises y blandas como ceniza.

La chiquilla entró y se detuvo en la puerta:

—¿Quiere que le traiga una tortilla?

—No, no tengo ganas; esos gritos me han aterrado.

La niña se acercó y se puso a referir animadamente, pero a media voz:

—¡Cómo le pegó el comisario! Yo estaba muy cerca y lo vi todo… Le rompió todos los dientes, y escupió una sangre espesa, espesa y negra… Ya no tenía ojos. Es un alquitranero. El brigadier está en nuestra casa, no puede levantarse de borracho que está, y aún pide más vino… Dicen que era una banda y que ese barbudo era el más viejo, o el jefe, o no sé qué… Cogieron a otros tres, pero uno se escapó. Cogieron también a un maestro de escuela que estaba con ellos. No creen en Dios, y dicen a la gente que hay que robar las iglesias, así es como son. Hay aldeanos que tenían piedad de ése, y otros que decían que había que matarle. Aquí hay algunos mujiks que son muy malos…

La madre prestaba atento oído a aquel relato incoherente y rápido. Se esforzaba en reprimir su inquietud y distraer la angustia de la espera. Y la chiquilla, feliz sin duda por tener auditorio, seguía charlando con más entusiasmo, tragándose las palabras y bajando la voz:

—Papá dice que es porque la cosecha ha sido mala. Es el segundo año que la tierra no da nada. ¡No pueden más! Por eso hay ahora campesinos así, una desgracia… Gritan en las asambleas y se pegan. El otro día, cuando vendieron los bienes de Vassioukov, porque no había pagado los impuestos, le dio un buen puñetazo en la cara al alcalde. «¡Toma, ahí tienes mis atrasos!», le dijo…

Pesados pasos resonaron detrás de la puerta. La madre tuvo que apoyarse en la mesa para levantarse.

El campesino de ojos azules entró y preguntó, sin quitarse la gorra:

—¿Dónde está tu equipaje?

Levantó sin esfuerzo la maleta y la sopesó:

—¡Está vacía! María, lleva la viajera a casa.

Y salió sin mirarlas.

—¿Va a pasar la noche en la aldea? —preguntó la chiquilla.

—Sí, busco encajes y los compro.

—Aquí no se hacen. Los hay en Tinkov, y en Darino, pero aquí no.

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