Authors: Máximo Gorki
Pelagia bebía das palabras del muchacho y miraba a hurtadillas el rostro hinchado y azulado de Iégor. Fijo como una máscara, desprovisto de expresión, parecía extrañamente liso, y sólo dos ojos tenían un resplandor de vida y de alegría.
—Si me dieras de comer… ¡Tengo un hambre terrible! —exclamó súbitamente Nicolás.
—Mamá, hay pan en aquel estante…, y después sal ad corredor, da segunda puerta a da izquierda. Llama, te abrirá una mujer, y de dices que venga y que traiga todo do que tenga de comida.
—¿Por qué todo? —preguntó Nicolás.
—No te hagas mala sangre, que no será gran cosa.
La madre salió, llamó a da puerta indicada y tendió el oído, pensando tristemente:
«Está muriéndose.»
—¿Quién es? —preguntaron.
—De parte de Iégor —respondió a media voz da madre—. Le ruega que vaya a su cuarto.
—En seguida —contestaron sin abrir.
Esperó un instante y volvió a llamar. Entonces, da puerta se abrió bruscamente y en el dintel apareció una mujer alta, con lentes. Alisando vivamente das arrugadas mangas de su blusa, preguntó en tono seco:
—¿Qué quiere?
—Vengo de parte de Iégor…
—Ah… Vamos. ¡Oh, pero yo la conozco! —exclamó la mujer—. Buenas tardes… Esto está muy oscuro.
Pelagia comprendía raramente las palabras de Nicolás, pero la casa de Nicolás.
«Siempre los nuestros» pensó.
La mujer hizo pasar a Pelagia ante ella y preguntó:
—¿Está peor?
—Sí, está acostado… Le ruega que lleve comida.
—Es inútil.
Cuando entraron en el cuarto de Iégor, éste dijo entre estertores:
—Voy a ir a reunirme con mis antepasados, querida amiga. Ludmila, este chico ha salido de la cárcel sin el permiso de las autoridades, el impertinente. Ante todo, déle de comer y luego escóndalo en alguna parte.
Ludmila asintió con la cabeza y, examinando atentamente el rostro del enfermo, dijo con severidad:
—Iégor, ha debido mandarme a buscar en cuanto llega— ron. Y veo que es la segunda vez que deja sin tomarse su medicina: ¿qué significa este descuido? Camarada, venga conmigo.
Van a venir inmediatamente a recoger a Iégor para llevarlo al hospital.
—¿Es que van a llevarme, por fin? —preguntó Iégor.
—Sí, y yo iré con usted.
—¿También allí? ¡Dios mío…!
—No haga el tonto.
Mientras hablaba, la joven había arreglado la manta sobre el pecho de Iégor, observaba a Nicolás, y medido con la vista la medicina que contenía el frasco. Hablaba con voz baja e igual, y sus gestos eran suaves. En su rostro pálido, las negras cejas casi se unían en lo alto de la nariz. Su aspecto desagradó a la madre, que la juzgó orgullosa; los ojos no tenían ni sonrisa ni brillo, y hablaba en tono de orden
—Vamos —continuó—. Volveré en seguida; dé a Iégor una cucharada sopera de este frasquito y prohíbale que hable.
Y salió, llevándose a Vessovchikov.
—Una mujer maravillosa —dijo Iégor suspirando—. Una criatura admirable. Habría debido venir a vivir con ella, madrecita. Ella está agotándose.
—No hables. Toma, bébete esto… —dijo dulcemente la madre.
Tragó él el remedio y prosiguió guiñando un ojo:
—Por más que me calle, moriré lo mismo…
Con el otro ojo miraba a la madre, y sus labios esbozaron una sonrisa. La madre inclinó la cabeza; una aguda piedad traía lágrimas a sus ojos.
—No pasa nada, es natural. La satisfacción de vivir trae consigo la obligación de morir…
La madre puso una mano sobre su cabeza y dijo nuevamente en voz baja:
—Cállate.
El cerró ambos ojos como para mejor escuchar el estertor de su pecho, y continuó tercamente:
—Es estúpido que me calle. ¿Qué ganaría con el silencio? Algunos segundos más de agonía, a cambio del placer de charlar con una buena mujer. Yo creo que en el otro mundo no hay tan buena gente como en éste.
La madre le interrumpió con inquietud:
—La señora va a venir y me reñirá porque hablas.
—No es una «señora», sino una revolucionaria, una camarada, un alma admirable. En cuanto a reñirle, seguramente lo hará. Riñe siempre a todo el mundo…
Y lentamente; moviendo con esfuerzo los labios, Iégor se puso a contar la vida de su vecina. Sus ojos sonreían. La madre comprendía que bromeaba con ella adrede. Miraba aquel rostro cubierto de una humedad azulenca, y pensaba con ansiedad.
«Va a morir…»
Ludmila volvió. Cerró cuidadosamente la puerta detrás de sí y se dirigió a Pelagia:
—Es preciso que su amigo cambie de ropa y se vaya lo antes posible. Procúrele inmediatamente un traje y tráigalo aquí. Lástima que no esté Sofía: su especialidad es esconder a la gente.
—Llega mañana —dijo la madre, echando un chal sobre sus hombros.
Cada vez que se le encomendaba una misión, la acometía el imperioso deseo de realizarla pronto y bien, y no podía pensar en otra cosa que no fuese su tarea. Ahora, frunciendo las cejas preocupadamente, preguntó en tono inquieto:
—¿Cómo piensa disfrazarlo?
—No tiene importancia, saldrá de noche.
—Peor que de día. Hay menos gente por la calle y será más fácil que lo sigan, y no es muy hábil…
Iégor tuvo una risa ronca.
La madre preguntó:
—¿Se te podrá ir a ver al hospital?
El asintió, tosiendo. Ludmila fijó en la madre sus negros ojos y propuso:
—¿Quiere que nos turnemos para velarlo? ¿Sí? Bien. Pues ahora, dése prisa.
Y tomando del brazo a la madre, con gesto afectuoso pero autoritario, la hizo salir y le dijo en voz muy baja, ya en la puerta:
—No se ofenda porque la despida. Pero hablar le hace daño. Y tengo la esperanza…
Se retorció las manos, chasqueando los dedos; sus pesados párpados se cerraron sobre los ojos.
Esta explicación turbó a la madre, que murmuró:
—Qué está diciendo…
—Mire si no hay espías —recomendó Ludmila.
Llevándose las manos a la cara se frotó las sienes. Sus labios temblaban, y su expresión se dulcificó.
—Ya sé —respondió la madre, no sin orgullo.
Cuando hubo franqueado el portal de la casa, se detuvo un instante, arregló su toquilla y lanzó a su alrededor una ojeada furtiva, pero vigilante. Sabía ya, con certeza casi absoluta, distinguir un espía entre la multitud. Conocía bien el estudiado descuido de la marcha, la afectada desenvoltura de los ademanes, la expresión de fatiga y aburrimiento pintada en el rostro, el mal disimulado nerviosismo de los párpados, el temor y la confusión en los ojos inquietos y desagradablemente penetrantes.
Aquella vez no divisó la conocida silueta, y caminó por la calle sin apresurarse. Luego tomó un coche y dio al cochero la orden de llevarla al mercado. Compró ropa para Nicolás y regateó despiadadamente, cubriendo de injurias al borracho de su marido, a quien había que vestir de nuevo, casi cada mes. Esta historia no impresionó apenas a los comerciantes, pero le divirtió mucho a ella misma. Por el camino, se dijo que la policía comprendería, con toda seguridad, que Nicolás tendría que disfrazarse, y enviaría espías al mercado. Después de tomar estas ingenuas precauciones, volvió a casa de Iégor. Luego tuvo que acompañar a Nicolás al otro extremo de la ciudad. Cada uno iba por una acera y Pelagia viendo a Vessovchikov caminar pesadamente, con la cabeza baja, incómodo entre los largos faldones de un abrigo rojizo, y echar atrás un sombrero que se le calaba hasta la nariz. En una calle desierta vino Sandrina a su encuentro, y la madre volvió a casa, después de saludar a Vessovchikov con un gesto de cabeza.
«Y Paul está allí… Y Andrés también…», pensaba con tristeza.
Nicolás Ivanovitch la acogió con una exclamación de inquietud:
—Sabe, Iégor está muy mal, muy mal. Lo han llevado al hospital. Ha venido Ludmila, que le ruega que vaya allí…
—¿Al hospital?
El se ajustó los lentes con gesto nervioso y ayudó a Pelagia a ponerse una chaqueta. Luego, le estrechó la mano entre sus dedos secos y cálidos, y le dijo con voz turbada:
—Sí, llévese este paquete. ¿Han escondido a Vessovchikov?
—Sí, todo va bien.
—Yo iré también a ver a Iégor.
La madre estaba tan cansada que la cabeza le daba vueltas, y el humor inquieto de Nicolás le hacía presentir una desgracia.
«Está muriéndose…» Este sombrío pensamiento le golpeaba el cerebro. Pero cuando llegó al limpio y claro cuartito del hospital y vio a Iégor, con su risa ronca, sentado en medio de un blanco montón de almohadas, se tranquilizó inmediatamente. Sonriente, se mantuvo en el dintel y oyó al enfermo que decía al doctor:
—Un tratamiento es una reforma.
—No te hagas el gracioso, Iégor —dijo el médico con voz chillona e inquieta.
—Y como yo soy un revolucionario, detesto las reformas.
Con precaución, el médico cogió la mano de Iégor y se la colocó sobre la rodilla, luego se levantó, y mesándose pensativamente la barba, tocó con un dedo de la otra mano las protuberancias del rostro del enfermo.
La madre conocía bien al médico, uno de los mejores camaradas de Nicolás, llamado Ivan Danilovitch. Se acercó a Iégor, que le sacó la lengua. El doctor se volvió:
—Ah, Nilovna… Buenos días. ¿Qué trae en la mano?
—Libros, seguramente.
—No debe leer —observó el médico.
—Quiere hacer de mí un imbécil —se lamentó Iégor.
Leves y penosos suspiros, acompañados de un blando y ronco jadeo, se escapaban del pecho del enfermo. Su rostro estaba cubierto de finas gotas de sudor, y levantando lentamente sus manos pesadas y desobedientes, se enjugaba la frente. La extraña inmovilidad de sus mejillas hinchadas, deformaba su ancha y bondadosa fisonomía. Todos sus rasgos habían desaparecido bajo una máscara cadavérica y sólo los ojos, profundamente hundidos, entre la hinchazón, tenían una mirada clara y sonreían con indulgencia.
—Eh, hombre de ciencia… Estoy cansado, ¿puedo acostarme? —preguntó.
—Imposible —respondió concisamente el doctor.
—Pues me acostaré en cuanto te marches.
—No se lo permita. Levántale las almohadas, y, por favor, no le hable, le hace daño.
La madre afirmó con la cabeza. El doctor se marchó a pasitos rápidos. Iégor echó hacia atrás la cabeza, cerró los ojos y no se movió. Solamente sus dedos se agitaban suavemente. Los muros blancos de la pequeña habitación despedían un frío seco, una oscura tristeza. Las exuberantes copas de los tilos miraban por la amplia ventana. En el follaje, polvoriento y sombrío, brillaban unas claras manchas amarillas, frías primicias del otoño incipiente.
—La muerte se me acerca lentamente, con trabajo… —dijo
Iégor, sin moverse ni abrir los ojos—. Se ve que le doy pena, que yo era un buen muchacho…
—¡No deberías hablar, Iégor! —suplicó la madre, acariciándole dulcemente la mano.
—Espere…, ya me callaré…
Jadeando, continuó articulando las palabras con esfuerzo, y entrecortándolas de largas pausas.
—Es perfecto que esté usted con nosotros, es tan bueno mirar su rostro… ¿Cómo acabará ella?, me pregunto, cuando la veo. Es triste pensar que le espera la prisión y toda clase de abominaciones…, a usted como a los demás. ¿No tiene miedo de la cárcel?
—No —respondió ella sencillamente.
—Desde luego. Y, sin embargo, la cárcel es horrible, es la que me ha destruido. Hablando con franqueza, no querría morir.
Y quizás no mueras aún…» —intentó decirle Pelagia, pero tras una mirada a aquel rostro, guardó silencio.
—Hubiera podido trabajar todavía… Pero si ya no puedo, ¿para que vivir? Es estúpido.
Es justo, pero no es consolador.»
—Las palabras de Andrés le vinieron involuntariamente a la memoria, y suspiró con tristeza. Estaba muy cansada de aquel día, y tenía hambre. El ronco y blando estertor del enfermo llenaba el cuarto, se deslizaba impotente sobre las paredes lisas. La silueta de los tilos tras la ventana recordaba a las nubes bajas, y desconcertaba los ojos con su tinte lívido. Todo parecía fijarse extrañamente en una tenebrosa inmovilidad, en la espera desolada de la noche.
—¡Qué mal me siento! —dijo Iégor. Cerró los ojos, y calló.
—Duerme —aconsejó la madre—. Quizá te sientas mejor.
Luego, prestó oído a su respiración, lanzó una mirada en torno, permaneció unos minutos sin moverse, presa de una sombría tristeza, y se adormeció.
Un ruido ahogado en la puerta la hizo sobresaltarse. Vio que Iégor tenía los ojos abiertos.
—Perdóname, me quedé dormida —dijo en voz baja.
—Perdóname tú también —respondió él muy dulcemente.
En la ventana caía la tarde. Un raro frío hacía doler los ojos. Todo parecía borroso sin saber por qué. También el rostro del enfermo se había ensombrecido.
Se oyó un leve roce y luego la voz de Ludmila:
—¿Qué hacen ahí murmurando sentados en la oscuridad? ¿Dónde está el interruptor?
Súbitamente, la habitación se inundó de una luz blanca y desagradable. Ludmila estaba allí, alta, negra, erguida.
Iégor tuvo un estremecimiento y se llevó la mano al pecho.
—¿Qué pasa? —gritó Ludmila, corriendo hacia él.
El enfermo miraba a la madre con ojos fijos que parecían enormemente grandes y brillantes. La boca muy abierta, levantó la cabeza y tendió una mano hacia adelante. La madre tomó dulce— ' mente esta mano y le miró conteniendo la respiración. Con un convulso movimiento del cuello, echó la cabeza hacia atrás y dijo en alta voz:
—¡No puedo más…, se termina!
Su cuerpo tuvo una ligera contracción, la cabeza cayó inerte sobre el hombro y en los ojos, muy abiertos, la fría luz de la lámpara encendida a la cabecera de la cama se reflejó con un destello muerto.
—Pequeño, querido Iégor… —murmuró la madre.
Ludmila se separó lentamente del lecho, se detuvo ante la ventana y, con la mirada perdida en el vacío, dijo con una voz extraordinariamente fuerte, que Pelagia no le conocía:
—Está muerto…
Se inclinó, apoyó los codos en el alféizar de la ventana y de pronto, como si hubiese recibido un mazazo, cayó de rodillas, sin fuerzas; se cubrió el rostro con las manos y exhaló un sordo gemido.
La madre cruzó sobre el pecho los pesados brazos de Iégor y acomodó en la almohada aquella cabeza que ahora parecía de plomo. Luego, enjugándose las lágrimas, se acercó a Ludmila, se inclinó sobre ella y acarició dulcemente la espesa cabellera. Lentamente, la joven volvió hacia la madre sus ojos sin brillo y enfermizamente dilatados, se levantó y murmuró con labios temblorosos.