Authors: Máximo Gorki
El se levantó y vino a su encuentro sin apresurarse. Cuando reconoció a Pelagia, se detuvo y sonrió, acariciando la barba con su negra mano.
—Vamos en peregrinación —dijo la madre, acercándose—. Me dije: «Pues mira, vamos a hacerle una visita al pasar.» Esta es mi amiga, se llama Ana.
Orgullosa dé su inventiva, miró con el rabillo del ojo a Sofía, que permanecía grave y severa.
—¡Buenos días! —respondió Rybine, con una sombría sonrisa. Le estrechó la mano, saludó a Sofía y continuó—: Aquí es inútil que mientas. Esto no es la ciudad, no hace falta disimular. Estamos en familia.
Efime, sentado a la mesa, examinaba atentamente a las viajeras y murmuraba algo a los compañeros. Cuando las mujeres se acercaron, se levantó y las saludó en silencio. Los otros dos permanecieron inmóviles, como si no hubiesen visto a las visitantes.
—Aquí vivimos como monjes —dijo Rybine, dando un golpe cito en el hombro de la madre—. Nadie viene a vernos, el patrón no está en el pueblo, la patrona está en el hospital y yo soy una especie de intendente. Siéntate. ¿Té? ¿Comeréis algo? ¿Quieres traer leche, Efime?
Efime se dirigió lentamente hacia la cabaña. Las viajeras dejaron sus mochilas. Uno de los jóvenes, alto y seco, se levantó para ayudarlas. El otro, regordete y harapiento, se había acodado en la mesa y las miraba pensativamente, rascándose la cabeza y canturreando.
El pesado olor de la brea se mezclaba al olor dulzón de las hojas podridas y mareaba un poco.
—Mira, este es Jacob —dijo Rybine, señalando al más alto de los dos obreros—, y este, Ignace. Bueno, ¿y tu hijo?
—En la cárcel —suspiró la madre.
—¿Otra vez? —exclamó Rybine—. Habrá que creer que le gusta…
Ignace dejó de cantar. Jacob tomó el bastón de manos de la madre, y dijo:
—Siéntate.
—Y usted, siéntese también —dijo Rybine a Sofía, que, sin responder, se sentó en un tronco de árbol y examinó atentamente a su interlocutor.
—¿Cuándo se lo han llevado? —preguntó éste, tomando asiento frente a la madre, y moviendo la cabeza, dijo—: No tienes suerte. Pelagia.
—No tiene importancia.
—Vaya, ¿te acostumbras?
—No, pero veo que no hay otro remedio.
—¡Eso es! —dijo Rybine—. Bien, pues cuenta.
Efime trajo un cacharro con leche, cogió de la mesa una taza, la enjuagó y la puso delante de Sofía, mientras escuchaba el relato de la madre. Se movía y lo hacía todo sin ruido, con precaución. Cuando la madre terminó, todos permanecieron silenciosos, sin mirarse. Ignace dibujaba algo con una uña sobre la madera de la mesa; Efime, en pie detrás de Rybine, se apoyaba en el hombro de éste. Jacob, adosado al tronco de un árbol, cruzaba los brazos sobre el pecho y bajaba la cabeza. A hurtadillas, Sofía observaba a los campesinos.
—¡Sí! —dijo Rybine en tono arrastrado y lúgubre—, así es como actúan, abiertamente.
—Si hubiésemos organizado aquí un desfile de ese tipo —dijo Efime con sombría sonrisa—, los mujiks nos hubiesen molido a palos.
—Nos habrían matado a golpes —afirmó Ignace, con un movimiento de cabeza—. No, yo me iré a la fábrica, es mejor. —¿Dices que van a juzgar a Paul?—preguntó Rybine—. ¿No te han dicho qué condena le saldrá?
—El penal, o la deportación a Siberia —dijo ella en voz baja.
Los tres muchachos alzaron hacia ella los ojos. Rybine bajó la cabeza y prosiguió:
—Y cuando se metió en esto, ¿sabía lo que le esperaba?
—¡Lo sabía! —dijo Sofía enérgicamente.
Todos callaron, sin moverse, como si un mismo pensamiento los hubiese helado.
—¡Eso es! —continuó Rybine, severo y grave—. Yo también pienso que lo sabía. Si no hubiese medido el foso, no habría saltado, es un hombre serio. ¡Mirad, chicos, eso es! Ahí tenemos un muchacho que sabía que podían clavarle una bayoneta u obsequiarlo con la penitenciaría, y ha seguido adelante. Habría pasado sobre el cuerpo de su madre… ¿Habría pasado sobre ti, Pelagia?
—¡Sí! —dijo ésta, con un estremecimiento.
Los miró a la cara y suspiró. Sofía, silenciosa, le acarició la mano, y con las cejas fruncidas miró a Rybine francamente a los ojos.
—¡Eso es un hombre! —dijo él a media voz.
Sus oscuros ojos se fijaron en sus compañeros. De nuevo, permanecieron todos en silencio. Finos rayos de sol colgaban del aire como cintas de oro. En alguna parte, un cuervo lanzaba convincentes graznidos. La madre miró a su alrededor: sus recuerdos del Primero de Mayo, el pensamiento angustioso de su hijo y de Andrés la trastornaban. En el pequeño claro yacían bidones vacíos de alquitrán, se amontonaban troncos descortezados. Los robles y los abedules se apretaban alrededor, por todas partes avanzaban insensiblemente sobre el claro, y, unidos por el silencio, lanzaban sobre el suelo unas sombras profundas y tibias.
De pronto, Jacob se separó del árbol en el cual se apoyaba, dio un paso hacia un lado, se detuvo y preguntó con voz seca y fuerte, inclinando la cabeza:
—¿Y es contra gente así contra quien a Efime y a mí se nos ordenará marchar?
—¿Contra quién crees tú? —respondió socarrón Rybine— Nos ahogan con nuestras propias manos, en este juego del ratón y el gato.
—Bueno, yo iré soldado de todas maneras —declaró Efime tercamente.
—¿Quién te lo impide? —exclamó Ignace—. ¡Vete!
Y mirando al fondo de los ojos de Efime, le dijo riendo:
—Solamente, cuando dispares sobre mí, apunta a la cabeza. No me dejes mutilado, mátame sobre el terreno.
—¡Ya me lo has dicho! —gritó bruscamente Efime.
—¡Esperad, muchachos! —dijo Rybine, mirándolos y alzando el brazo en un gesto pausado—. Mirad a esta mujer (y señaló a la madre). Seguramente, su hijo está ya perdido…
—¿Por qué dices eso? —preguntó la madre, en voz baja y angustiada.
—Tiene que ser. Tu pelo tiene que haber encanecido por algo. También si matan a uno, es por algo. Pelagia, ¿has traído libros?
La madre le lanzó una ojeada y respondió, tras un silencio:
—Sí, los he traído…
—¡Eso es! —dijo Rybine, golpeando la mesa con la mano—. Lo comprendí al verte, ¿para qué ibas a venir si no era por eso? ¡Ya lo veis: arrancan al hijo de las filas y la madre ocupa su puesto!
Agitó amenazadoramente el puño, profiriendo juramentos.
La madre estaba asustada. Miró a Rybine y vio que su rostro había cambiado mucho: había adelgazado, su barba era desigual, dejando adivinar los huesos de los pómulos. Sobre la córnea azulada de sus ojos aparecían finas venillas rojas, como si no hubiese dormido en mucho tiempo; la nariz era huesuda y encorvada como el pico de un ave de presa. El cuello desabrochado de su camisa cubierta de alquitrán, descubría las clavículas secas y el espeso vellón negro de su pecho. En toda su persona había algo de aún más sombrío, aún más fúnebre. El resplandor de sus ojos inflamados, iluminaba su rostro con el oscuro fuego de la ira. Sofía, más pálida, callaba sin separar la vista de los campesinos.
Ignace inclinaba la cabeza, frunciendo las cejas, mientras Jacob, de pie junto a la choza, arrancaba rabiosamente trozos de corteza de la madera. Efime paseaba lentamente por detrás de la madre.
—El otro día —continuó Rybine—, el jefe del distrito me hizo llamar y me dijo: «¿Qué has ido diciendo al cura, canalla?» «¿Por qué soy un canalla? Trabajo para ganar mi pan, y no he hecho mal a nadie, eso es lo que digo, ¡eso es!» Se puso a gruñir y me dio un puñetazo en plena cara…, me tuvo encerrado tres días. ¡Ah!, ¿es así como habláis al pueblo? ¿Así? ¡No esperes perdón, demonio! Si no soy yo, será otro quien vengará mi ofensa, y si no es sobre ti, será sobre tus hijos, ¡recuérdalo! Habéis desgarrado el vientre del pueblo con vuestras garras de hierro y habéis sembrado en él el odio; ¡no esperéis piedad, malditos! ¡Eso es!
Hervía de rabia, y en su voz temblaban ecos que aterraban a la madre.
—¿Y qué es lo que yo había dicho al pope? —continuó, más tranquilo—. Después de una reunión, estaba en la calle con los campesinos, y les decía, así mismo, que la gente es igual que un rebaño y que siempre hace falta un pastor, ¡eso es! Yo lo tomé a broma: «si se nombra al zorro jefe del bosque, dije, habrá muchas plumas, pero ni un pájaro». Me miró de través y volvió a hablar, diciendo que el pueblo debía tener paciencia, resignarse y pedir a Dios fuerzas para sufrir. Y yo le dije, eso es, que el pueblo rezaba mucho, pero que, sin duda, Dios no tiene tiempo, porque no lo escucha. Se volvió hacia mí, ¿qué oraciones digo yo? Le contesto: «En toda mi vida he aprendido más que una plegaria, la de todo el pueblo: Señor, enséñame a cargar ladrillos para el castillo, a comer piedras, a escupir troncos.» No me dejó acabar. ¿Usted es una dama de la nobleza? —preguntó bruscamente a Sofía, interrumpiendo su narración.
—¿Por qué cree eso? —dijo ella, con un sobresalto de sorpresa.
—Porque… —dijo Rybine riendo—. Es su destino, ha nacido usted así. ¿Cree que el pecado de nobleza puede ocultarse cubriéndose la cabeza con un pañuelo de algodón? Se reconoce a un pope, incluso sin sotana. Ha puesto usted el codo en la mesa mojada, Y lo retiró en seguida haciendo una mueca. Y tiene la espalda demasiado erguida para una obrera…
Temiendo que fuese a ofender a Sofía con su áspera voz, su ironía y sus palabras, la madre intervino viva y serenamente:
—Es mi amiga, Michel, y una buena persona. Sus cabellos se han vuelto grises trabajando por nuestra causa. No debes…
—¿Es que estoy diciendo algo ofensivo?
Sofía le miró y le preguntó secamente:
—¿Quiere usted decirme algo?
—¿Yo? ¡Sí! Mire, no hace mucho tiempo que ha venido aquí un muchacho nuevo, un primo de Jacob. Está enfermo, tuberculoso. ¿Puedo llamarlo?
—Por supuesto, llámelo.
Rybine la miró guiñando los ojos. Bajó la voz:
—Efime, ve a buscarle y dile que venga esta tarde.
Efime se puso la gorra sin decir nada ni mirar a nadie, y desapareció con paso lento en el bosque. Rybine lo señaló con la cabeza, y dijo:
—Sufre. Tiene que irse soldado, y Jacob también. Jacob dice: «No puedo.» Y el otro tampoco puede, pero quiere ir… Tiene la idea de que puede hacer propaganda entre los soldados. Yo creo que no es fácil derribar un muro con la frente… No hay más que verlos, les ponen una bayoneta en la mano, y marchan… Sí, Efime sufre. E Ignace le revuelve el cuchillo en la herida, lo que no sirve de nada.
—Desde luego que sí sirve —dijo Ignace sombríamente, sin mirar a Rybine—. Lo trabajarán en 'el regimiento, y tirará sobre los obreros tan bien como los demás.
—No lo creo —respondió pensativamente Rybine—. Pero valdría más evitarlo. Rusia es grande…, ¿cómo encontrar en ella a un hombre? No tiene más que procurarse una buena tarjeta de identidad y marcharse por las aldeas.
—Es lo que pienso hacer yo —declaró Ignace, golpeándose la Pierna con unas virutas—. Desde el momento que uno decide no batirse, no hay que dudarlo.
La conversación decayó. Las abejas y las avispas volaban afanosas, y su zumbido subrayaba el silencio. Los pájaros piaban y en alguna parte, a lo lejos, una canción erraba sobre el campo. Tras un instante, Rybine dijo:
—Bueno, tenemos que trabajar. Ustedes descansarán. Hay jergones en la choza, y tú recoge hojas secas, Jacob. Madre, trae acá los libros.
La madre y Sofía abrieron sus mochilas. Rybine se inclinó para mirar, y dijo satisfecho:
—¡Vaya, habéis traído un buen paquete! ¿Hace mucho tiempo que trabajáis en esto? ¿Cómo se llama usted? —preguntó dirigiéndose a Sofía.
—Ana Ivanovna…, desde hace doce años. ¿Y bien?
—Bueno… ¿Tal vez ha estado en prisión?
—He estado.
—¿Lo ves? —dijo dulcemente la madre, en tono de reproche—.Y tú te muestras grosero con ella…
El calló un instante, tomó un paquete de libros que puso bajo su brazo y dijo, descubriendo los dientes:
—¡No se enfade conmigo! El mujik y el señor son como la resina y el agua, que no van bien juntos, se rechazan.
—No soy una «dama, sino un «ser humano» —replicó Sofía, con una suave sonrisa.
—Puede ser… Se dice que el perro fue antes lobo… Me voy a esconder todo esto.
Ignace y Jacob se le acercaron.
—Danos alguno —dijo Ignace.
—¿Son todos los libros lo mismo? —preguntó Rybine a Sofía.
—No, todos no. Hay también un periódico.
—¡Ah!
Los tres entraron apresuradamente en la cabaña.
—Se excita pronto el mujik —dijo muy bajo la madre, siguiéndolos con mirada pensativa.
—Sí —murmuró Sofía—. Nunca había visto un rostro como el suyo… parece un mártir. Vamos nosotras también, quiero echar un vistazo.
—No se enfade con él…, es duro —musitó la madre.
Sofía sonrió.
—Qué buena es usted, Nilovna…
Al ver a las dos mujeres en el umbral de la cabaña, Ignace levantó la cabeza, y luego, hundiendo la mano en sus rizados cabellos, volvió a inclinarse sobre el periódico que tenía en las rodillas. Rybine, en pie, había colocado la hoja bajo un rayo de sol que se deslizaba en la choza por una rendija del techo, y desplazando el periódico según la luz iba iluminándolo, leía moviendo los labios. Jacob, arrodillado, apoyaba el pecho en el borde de la cama de tablas, y leía también.
La madre fue a sentarse en un rincón, mientras Sofía, pasándole el brazo por los hombros, observaba en silencio a sus compañeros.
—Padrecito Michel, nos insultan a los mujiks —dijo Jacob a media voz, sin volverse.
Rybine lo miró y respondió sonriendo:
—Porque nos quieren.
Ignace resopló y alzó la cabeza:
—Aquí han escrito: «El campesino ha dejado de ser un hombre…» Desde luego que ya no lo es.
Sobre su rostro, franco y abierto, apareció una sombra de humillación:
—Ven a vernos, maldito sabio, métete en nuestra piel, muévete dentro y veremos lo que tú serías.
—Voy a echarme un rato —dijo muy bajo la madre a Sofía—. Estoy un poco cansada, y este olor me marea el estómago. ¿Y usted?
—No.
Se echó en la cama de tablas y se adormiló inmediatamente. Sofía se sentó a su cabecera. Seguía observando a los lectores, y, cuando un moscardón o una avispa volaba sobre la cabeza de la madre, los espantaba solícitamente. Con los ojos semicerrados, Pelagia se daba cuenta, y esta atención le era dulce.
Rybine se acercó y murmuró con su gruesa voz:
—¿Duerme?
—Sí.
Calló un instante, miró fijamente a la madre, suspiró y dijo blandamente: