Authors: Máximo Gorki
—Bueno pues desabróchate, Pelagia…
Miró y palpó sus ropas; subiéndosele la sangre a la cabeza, murmuró:
—¡Perros…!
—¿Qué mascullas tú? —preguntó severamente el oficial, mirando hacia el rincón donde María realizaba su tarea.
—Cosas de mujeres, Excelencia —contestó ella atemorizada. Cuando el oficial ordenó a la madre que firmase el proceso verbal, ella, con mano torpe, trazó, en letras de imprenta, caracteres brillantes y visibles: «Pelagia Vlassov, viuda de un obrero.»
—¿Qué has escrito ahí? ¿Por qué pones eso? —exclamó el oficial con una mueca de desdén. Luego dijo, irónico:
—Salvajes…
Se fueron. La madre se colocó ante la ventana, los brazos cruzados sobre el pecho, y los ojos fijos ante sí sin ver nada, permaneciendo allí mucho tiempo. Sus cejas se alzaban, apretaba los labios y las mandíbulas con tal fuerza, que no tardaron en dolerle los dientes. El petróleo se agotó en la lámpara y la luz se apagó, titilante. Ella sopló la mecha y permaneció en la oscuridad. Un sopor angustioso la inundó como una nube sombría, paralizando los latidos de su corazón. Permaneció así largo tiempo, sintiendo la fatiga de sus piernas y de sus ojos. Oyó a María detenerse ante la ventana y exclamar con voz vinosa:
—¿Duermes, Pelagia? Pobre mártir…
Se echó en la cama sin desnudarse y, muy pronto, como si rodase en el centro de un torbellino, cayó en un profundo sueño.
En sueños vio el terraplén de arena amarilla, al otro lado del pantano, en el camino de la ciudad. En lo alto de la pendiente que llevaba al lugar de donde se extraía la arena, estaba Paul cantando dulcemente con la voz de Andrés:
—Arriba, los pobres del mundo…
Ella pasaba ante el montículo y miraba a su hijo con la mano sobre la frente. La silueta del joven se destacaba, nítida sobre el fondo azul del cielo. Le daba vergüenza acercarse a él, porque estaba encinta. En brazos llevaba otro chiquillo. Continuó su camino. En los campos, los niños jugaban a la pelota; eran muchos, y la pelota era roja. El bebé que llevaba tendió los brazos hacia ellos y se echó a llorar ruidosamente. Le dio el pecho y volvió sobre sus pasos. El montículo estaba ahora ocupado por soldados que dirigían contra ella sus bayonetas. Corrió velozmente hasta una iglesia que se alzaba en medio del campo, una iglesia blanca, ligera, como hecha de nubes, y desmesuradamente alta. Había un entierro: el ataúd era grande, negro, con la tapa clavada. Pero el sacerdote y el diácono iban por la iglesia vestidos de blanco y cantaban:
—Cristo ha resucitado de entre los muertos…
El diácono agitó el incensario, la saludó sonriente. Tenía los cabellos de un rojo resplandeciente y un rostro alegre como el de Samoilov. De lo alto de la cúpula descendían rayos de sol, anchos como sábanas. A ambos lados del coro, los niños cantaban dulcemente:
—Cristo ha resucitado de entre los muertos…
—¡Detenedles! —gritó súbitamente el sacerdote parándose en medio del templo. El alba que vestía desapareció, y sobre su rostro aparecieron severos bigotes color de pimienta y sal. Todos echaron a correr, incluso el diácono, que arrojó a un rincón el incensario y se cogió la cabeza con las manos como el Pequeño Ruso. La madre dejó caer el niño a los pies de los fieles: éstos, corriendo, evitaban pisarlo y miraban temerosamente el pequeño cuerpecito desnudo, en tanto que ella, arrodillándose, les gritaba:
—¡No abandonéis al niño! Lleváoslo…
—Cristo ha resucitado de entre los muertos… —cantaba el Pequeño Ruso, las manos a la espalda y sonriendo.
Ella se inclinó, recogió a la criatura y la colocó sobre una carreta de planchas de madera, al lado de la cual caminaba lentamente Nicolás, que decía riendo:
—Me han dado un trabajo pesado…
La calle era fangosa. La gente se asomaba a las ventanas y silbaba, gritaba, gesticulaba. El día era claro, un ardiente sol, y ninguna sombra.
—¡Canta, madrecita! —decía el Pequeño Ruso—. ¡Es la vida!
Y él cantaba, dominando con su voz todos los ruidos. La madre lo seguía. De pronto, tropezó y voló en un abismo sin fondo, que aullaba mientras ella caía…
Se despertó, temblando. Se habría dicho que una mano pesada y rugosa rodeaba su corazón y lo apretaba suavemente en un juego cruel. La sirena de la fábrica sonaba obstinadamente, y reconoció la segunda llamada. En la habitación en desorden, los libros se mezclaban, revueltos, todo estaba patas arriba, y el suelo mostraba la suciedad de las pisadas de los gendarmes.
Se levantó y comenzó a poner todo en orden, sin lavarse ni hacer sus oraciones. En la cocina vio el trozo de madero con el jirón de algodón rojo, lo cogió malhumorada y quiso echarlo al horno, pero separó, suspirando, el trocito de tela, que plegó cuidadosamente y ocultó en su bolsillo, rompiendo luego en la rodilla el resto del palo y arrojando los dos pedazos en el arcón de la leña. Después, lavó los cristales y fregó el suelo, preparó el samovar, se vistió, se sentó en la cocina junto a la ventana, y de nuevo se planteó la cuestión de la víspera:
—¿Qué haré ahora?
Recordando que no había rezado aún, permaneció de pie durante unos instantes ante los iconos, y volvió a sentarse; sentía el corazón vacío.
Reinaba una extraña calma. Le parecía que las gentes que la víspera habían gritado tanto en las calles, se escondían hoy en sus casas para reflexionar en silencio acerca de la extraordinaria jornada.
De pronto, recordó una escena que había visto una vez cuando era joven: en el añoso parque de la familia Zaoussailov había un gran estanque, completamente cubierto de nenúfares. Un día gris de otoño, ella había pasado por allí, y vio un bote en el centro. El estanque estaba sombrío, tranquilo, y la embarcación parecía literalmente pegada al agua negra y al melancólico adorno de hojas amarillentas. Una tristeza profunda, un misterioso dolor se desprendía de aquella barca sin remero ni remos, inmóvil sobre el agua opaca entre las hojas muertas. Pelagia había permanecido allí mucho tiempo, preguntándose quién habría podido empujar el bote tan lejos, y por qué motivo. Aquella noche se supo que la esposa del intendente del castillo se había ahogado en el estanque: una mujercita de ágil caminar y cabellos negros, siempre desordenados.
La madre pasó la mano por los ojos, y en su pensamiento se deslizó el recuerdo de los acontecimientos de la víspera; la invadieron y permaneció largo rato inmóvil en su silla, los ojos fijos sobre la taza de té, ya frío. Sintió el deseo de ver a alguien, sencillo e inteligente, y preguntarle un montón de cosas.
Como si hubiera escuchado este ruego, Nicolás Ivanovitch vino por la tarde. Pero al verlo, se sintió presa de inquietud, y sin responder a su saludo, le dijo en voz baja:
—Ah, querido mío, ha cometido un error viniendo aquí. Es imprudente, y seguro que lo detendrán si lo ven…
El le estrechó vigorosamente la mano y acomodó mejor sus lentes. Luego, inclinando el rostro sobre el de la madre, le; explicó en rápidas palabras:
—Paul, Andrés y yo habíamos convenido que si los detenían, yo debía venir al día siguiente para llevarla a usted a instalarse en la ciudad. —Hablaba con voz afectuosa y preocupada—. ¿Han venido a registrar?
—Sí. Han mirado por todas partes, me han registrado a mí… ¡Esa gente no tiene pudor ni conciencia!
—¿Por qué iban a tenerlos? —dijo Nicolás, alzando los hombros. A continuación se dedicó a exponerle las razones por las cuales debía irse a vivir a la ciudad.
Ella escuchaba con simpatía aquella voz llena de solicitud, mirándolo con una pálida sonrisa, y, si no comprendía del todo sus demostraciones, la tranquilizaba sentir la tierna confianza que él le inspiraba.
—Desde el momento que Paul lo quiere, y si no voy a estorbarle…
—No se preocupe por eso. Vivo solo, únicamente mi hermana viene alguna rara vez.
—Quiero ganarme el pan —objetó ella.
—Si es su gusto… Ya le encontraremos alguna ocupación.
Para ella, la idea de trabajo estaba ya indisolublemente unida al género de actividad de su hijo, de Andrés y de sus camaradas. Se acercó a Nicolás y le preguntó, mirándole a los ojos:
—¿Me lo encontrarán?
—Mi casa es pequeña, la de un soltero.
—No hablo de ese trabajo —dijo ella dulcemente.
Suspiró, un poco picada de que él no la hubiese comprendido. Pero Nicolás, sonriendo sus ojos miopes, le dijo en tono soñador:
—Si cuando vea a Paul puede pedirle la dirección de esos campesinos que han pedido un periódico…
—¡Yo los conozco! —dijo ella alegremente—. Los encontraré y haré todo lo que usted me diga. ¿Quién va a pensar que yo llevo papeles prohibidos? ¡Dios sabe cuántos he llevado a la fábrica!
Súbitamente, la invadió el deseo de ir a cualquier parte, por las carreteras, los bosques y las aldeas, la mochila al hombro, el bastón en la mano.
—¡Encárgueme de ese asunto, se lo suplico! —dijo—. Iré allí donde me manden, encontraré el camino en todas las provincias. Iré verano e invierno…, hasta la tumba, como un peregrino. ¿No es un destino envidiable para mí?
Pero sintió angustia cuando se vio, en el pensamiento, sin hogar, errante, pidiendo limosna en nombre de Cristo, bajo las ventanas de las isbas.
Nicolás le tomó dulcemente una mano y la acarició con sus cálidos dedos. Después, mirando el reloj, dijo:
—Hablaremos de eso más tarde.
—¡Amigo mío! —exclamó ella—. Nuestros hijos, que tienen el más querido lugar en nuestro corazón, sacrifican su libertad y su vida, mueren sin sentir lástima de sí mismos, y yo, una madre, ¿qué no haría?
Nicolás palideció, y dijo muy quedo, mirándola con una atención que era casi una caricia:
—Sabe que es la primera vez que oigo palabras semejantes… —¿Qué puedo decir yo? —preguntó Pelagia, inclinando tristemente la cabeza y dejando caer los brazos en gesto de impotencia—. Si encontrara palabras para decir todo lo que hay en mi corazón de madre…
Se levantó, impulsada por una fuerza que crecía en su pecho y la embriagaba en un torrente de palabras indignadas:
—Muchos llorarían… Incluso los malvados, las gentes sin conciencia…
Nicolás se levantó también y, una vez más, miró la hora.
—Entonces, queda decidido. ¿Viene a vivir conmigo?
Ella asintió en silencio.
—¿Cuándo? Lo más pronto posible.
Y añadió con dulzura:
—Estoy inquieto por usted.
Ella le miró extrañada. ¿Qué interés podía inspirarle? El se mantenía ante la madre, la cabeza baja, una embarazosa sonrisa en los labios, encorvado, miope, vestido con una modesta chaqueta negra, todo lo que llevaba parecía prestado…
—¿Tiene usted dinero? —preguntó él tímidamente.
—No.
El sacó vivamente su monedero del bolsillo, lo abrió y se lo tendió:
—Tome, por favor, coja lo que necesite…
La madre tuvo una sonrisa involuntaria, y observó:
—Todo ha cambiado. El dinero no tiene valor para vosotros. La gente pierde su alma por él, y a vosotros no os importa. Parece que sólo lo tenéis para socorrer a los demás…
Nicolás rió suavemente.
—El dinero es una cosa muy incómoda y muy desagradable. Siempre es molesto, tanto recibir como dar…
Le tomó la mano, la apretó con fuerza, y repitió:
—Vendrá lo antes posible ¿verdad?
Y, tranquilo como siempre, se marchó.
Cuando volvió de acompañarle, pensó Pelagia:
—Es tan bueno…, pero no nos ha compadecido.
Y no pudo saber si esto le parecía desagradable o simplemente asombroso.
Se puso en camino el cuarto día a partir de su visita. Cuando el coche que la conducía con sus dos maletas salió del barrio para adentrarse en el campo, ella se volvió y sintió, de pronto, que dejaba para siempre aquellos lugares en que había transcurrido el período más sombrío y penoso de su vida y donde había comenzado una nueva era, llena de nuevos dolores y alegrías diferentes, que devoraban rápidamente los días.
Semejante a una inmensa araña de un rojo oscuro, la fábrica se extendía sobre el suelo negro de hollín, elevando hacia el cielo sus chimeneas. A su alrededor se apretaban las casitas obreras de una sola planta. Grises, aplastadas, se estrechaban, compactas, al borde del pantano mirándose lastimosamente unas a otras con sus pequeñas ventanas descoloridas. Más allá se elevaba la iglesia, de un rojo sombrío, como la fábrica, pero su campanario era más bajo que las chimeneas de ésta.
La madre suspiró y desabotonó el cuello de su blusa, que le oprimía la garganta.
—¡Anda! —mascullaba el cochero, agitando las riendas sobre el lomo del caballo. Era un hombre de edad incierta, de cabellos ralos y esparcidos y ojos incoloros. Cojeando de una pierna, caminaba al lado del coche, y se veía en seguida que el objeto del viaje le era totalmente indiferente.
—¡Anda! —decía con voz blanda, estirando cómicamente sus piernas torcidas, calzadas con pesadas botas cubiertas de un barro seco. La madre lanzó una ojeada a su alrededor. Los campos estaban desiertos, vacíos como su alma…
El caballo balanceaba lamentablemente la cabeza, hundiendo pesadamente sus herraduras en la arena profunda, calentada por el sol, que chirriaba… La carreta, mal engrasada y bamboleante, rechinaba también, y todos esos ruidos quedaban en el polvo, detrás de la viajera.
Nicolás Ivanovitch habitaba en el extremo de la ciudad, en una calle desierta, un pequeño pabellón verde unido a una sombría casa de dos pisos, carcomida de vejez. Delante había un jardincillo salvaje, y las ramas de las lilas, de las acacias, las hojas plateadas de los jóvenes abedules lanzaban tiernas miradas por las ventanas de las tres habitaciones de la vivienda. Estas habitaciones eran silenciosas, limpias. La sombra de la vegetación se recortaba sobre el suelo, y las paredes estaban cubiertas de estanterías sobrecargadas de libros, bajo los retratos de severos personajes.
—¿Estará bien aquí? —preguntó Nicolás, conduciendo a la madre a una pequeña habitación, una de cuyas ventanas daba al jardín y la otra al patio, donde crecía una espesa hierba. También en aquel cuarto las paredes estaban cubiertas de armarios y estantes repletos de libros.
—Me gusta más la cocina-dijo ella—. Es clara y limpia…
Le pareció que Nicolás tenía miedo de algo. Pero cuando, confuso y embarazado, quiso disuadirla y consiguió hacerla renunciar a la cocina, recuperó instantáneamente toda su alegría.