Authors: Máximo Gorki
—¡No me riñas! —dijo ella tristemente, atrayendo la cabeza de Paul contra su pecho—. ¡No digas nada! Haz como quieras. Tu vida, es cosa tuya… Pero no me digas palabras duras. ¿Es que una madre puede ser despiadada? No. Yo siento piedad por todos vosotros. A todos os quiero, ¡y lo merecéis tanto! ¿Quién sino yo, os compadecerá? Ya ves, detrás de ti hay otros que han dejado todo, que han partido… ¡pequeño Paul…!
Sentía en su corazón un gran pensamiento ardiente que le daba alas, la inspiraba (alegría mezclada de angustia y sufrimiento), pero no encontraba palabras y en su tormento por no poder expresarse, agitaba la mano y miraba a su hijo con ojos abrasados por un agudo dolor.
—Es cierto, mamá. Perdóname, lo comprendo —murmuró Paul, bajando la cabeza y dirigiéndole una rápida mirada sonriente. Luego añadió, separándose confuso, pero alegre—: Mi palabra de honor que jamás olvidaré esto.
Ella retrocedió a su vez, buscó con los ojos a Andrés que estaba en la habitación, y le dijo con voz implorante y afectuosa: —Andrés… No le riña. Claro que es usted el mayor…
El Pequeño Ruso que estaba de espaldas, no se volvió, y rugió con voz curiosamente cómica:
—¡Oh, sí! Me enfadaré con él e incluso le daré una paliza.
La madre fue lentamente hacia él, tendida la mano.
—Mi bueno, mi querido Andrés…
El Pequeño Ruso se separó, bajó la cabeza como un toro, y con las manos a la espalda, pasó al lado de ella hacia la cocina, donde su voz resonó en tono de amarga ironía:
—Lárgate, Paul, si no quieres que te arranque la cabeza… Bromeaba, madrecita, no crea nada. Voy a preparar el samovar. ¡Ah, qué porquería de carbón tenemos…, completamente húmedo! ¡Qué basura!
Calló. Cuando la madre entró en la cocina, estaba en cuclillas preparando el samovar. Sin mirarla, continuó:
—No tenga miedo…, no lo tocaré. Soy dulce como un plumón mullido. Y tú, héroe, no escuches. Lo prefiero. Ya sé lo que no me gusta, su chaleco. Se ha puesto un chaleco nuevo, fíjese, y está encantado: anda sacando el pecho y empujando a todo el mundo, «¡mire qué precioso chaleco llevo! Claro que es bonito, Pero, ¿a qué viene atropellar a la gente? Bastante estrechos estamos ya.
Paul sonrió:
—¿Vas a seguir protestando mucho tiempo? Una buena contestación debería bastarte.
El Pequeño Ruso, que seguía en el suelo, había colocado el samovar entre sus piernas y lo miraba. La madre, en pie junto a la puerta, fijaba sus ojos, afectuosos y tristes, sobre la nuca redonda y el largo cuello inclinado de Andrés. Este se echó hacia atrás, apoyando las manos en el piso, miró a la madre y al hijo, guiñando sus ojos ligeramente enrojecidos, y dijo:
—Sois buena gente. Es la verdad.
Paul se acercó y lo cogió por un brazo.
—¡No tires! Voy a caerme.
—¿Por qué estáis enfadados? —dijo tristemente la madre—. Si os abrazaseis bien fuerte…
—¿Quieres? —preguntó Paul.
—¿Por qué no? —respondió Andrés, levantándose.
Se abrazaron manteniéndose un instante inmóviles. Sus dos cuerpos no eran más que una sola alma que ardía en imperecedera amistad.
Las lágrimas corrían por el rostro de la madre, pero esta vez no eran amargas. Las enjugó, confusa:
—A las mujeres nos gusta llorar: tanto lloramos de pena como de alegría…
El Pequeño Ruso rechazó a Paul con gesto ligero, secándose a su vez los ojos:
—Basta. Cuando las terneras han saltado bastante, están listas para el asador.
—¡Maldito carbón! He soplado tanto para encenderlo que lo tengo hasta en los ojos.
Paul se sentó junto a la ventana, mirando al suelo:
—No hay que avergonzarse de estas lágrimas… —dijo suavemente.
La madre vino a sentarse a su lado. Una sensación de valor tibio y dulce henchía su corazón. Se sentía triste, pero feliz y serena.
—Yo pondré la mesa, quédate tranquilamente sentada, madrecita —dijo el Pequeño Ruso dirigiéndose a la habitación—. Descansa. Ya te han atormentado bastante.
Y su voz cantarina se hizo más sonora al desaparecer de la vista.
—Es bueno sentirse vivir así, como seres humanos.
—Sí —dijo Paul con una ojeada a su madre.
—Todo ha cambiado —dijo ésta—. El dolor es otro, y la alegría también.
—Como debe ser —replicó el Pequeño Ruso—. Un nuevo corazón, madrecita crece en la vida. Llega un hombre que la ilumina con el fuego de la razón, que grita, que llama: «¡Eh! ¡Gentes de todos los países, uníos en una sola familia!» Y a su llamada, todos los corazones, en lo que tienen de mejor, se reúnen en un solo inmenso corazón, fuerte, sonoro como una campana de plata…
La madre apretó fuertemente los labios para impedir su temblor y cerró los ojos para retener el llanto.
Paul levantó la mano para decir algo, pero la madre se la bajó, murmurando:
—Déjalo hablar…
—¿Saben? —dijo Andrés, de pie en la puerta—. Hay todavía mucho dolor en reserva para la humanidad, se les sacará aún mucha sangre, pero todo esto, todo mi dolor y mi sangre, es un débil rescate por lo que ya hay en mi pecho y en mi cerebro… Soy rico, centelleo como una estrella… Soportaré todo, aguantaré todo, porque ha nacido en mí una alegría que nadie ni nada pueden matar. Y la fuerza está en esta alegría.
Tomaron el té y, sentados a la mesa hasta medianoche, continuaron charlando afectuosamente sobre la vida, la humanidad, el porvenir.
Cuando comprendía un pensamiento, Pelagia, suspirando, elegía un recuerdo en su pasado, penoso siempre y siempre grosero, y se servía de él como de una piedra de toque, para contrastar este pensamiento.
En el cálido torrente de la entrevista, se había fundido su temor, se sentía ahora como el día en que su padre le había dicho duramente:
—¡No hagas remilgos! Has encontrado un imbécil que quiere casarse contigo: cógelo. Todas las muchachas se casan, todas las mujeres hacen hijos, todos los hijos son una carga para sus padres. ¿Es que tú no eres un ser humano?
Vio entonces ante ella el sendero inevitable que se extendía, sin horizonte, en torno a un lugar desierto y sombrío. Y la fatal necesidad de tomar este camino, había llenado su corazón de una calma resignada y ciega. Ahora sentía lo mismo. Pero, presintiendo la llegada de una nueva desgracia, decía para sí, sin saber a quién:
—¡Toma, aguántate!
Esto aliviaba el secreto dolor que, estremecido, cantaba dentro de su pecho como una tensa cuerda.
Y en la profundidad de su alma, turbada por la ansiedad de la espera, ardía la llama de una esperanza, débil pero viva, la esperanza de que no lo prendieran, que no le arrebatasen todo. Algo tendría que quedar.
Por la mañana, cuando Paul y Andrés acababan apenas de salir, María Korsounov llamó ansiosamente a la ventana y gritó despavorida:
—¡Han matado a Isaías! Vamos a verlo…
La madre tembló. El nombre del asesino atravesó su mente como un relámpago.
—¿Quién? —preguntó concisa, echándose un mantón sobre los hombros.
—¡No se ha quedado a mirar, caramba: dio el golpe y se escapó! —respondió María.
Por el camino, prosiguió:
—Ahora empezarán a indagar, a buscar al culpable. Menos mal que tus hombres estaban en casa esta noche, puedo atestiguarlo. Pasé delante de vosotros a medianoche, miré por la ventana y estabais todos sentados a la mesa.
—¿Qué dices, María? ¿Cómo podrían acusarlos? —exclamó la madre, aterrada.
—¿Quién lo habrá matado? Seguro que han sido los vuestros —dijo María con convicción—. Todo el mundo sabe que les espiaba.
La madre se detuvo sin aliento, y puso la mano sobre el pecho.
—¿Qué te pasa? ¡No tengas miedo! Quien lo hizo no fue para robarlo. De prisa, antes de que se lo lleven…
El pesado recuerdo de Vessovchikov hacía titubear a Pelagia.
«Así que lo hizo…», pensaba aturdida.
No lejos del muro de la fábrica, en el solar de una casa que hacía poco se había quemado, una multitud de gente reunida zumbaba como un enjambre de abejorros, pisoteando los restos calcinados y la ceniza que volaba. Había allí muchas mujeres, todavía más chiquillos, tenderos, mozos de la posada, agentes y el gendarme Petline, un viejo de barba plateada, con medallas sobre el pecho.
Isaías estaba medio recostado en el suelo. La espalda se apoyaba en una viga, ennegrecida por el fuego, y su cabeza desnuda caía sobre el hombro derecho. Tenía la mano diestra en el bolsillo del pantalón, y los dedos de la izquierda se asían a la tierra semihelada.
La madre le miró la cara: los ojos vidriosos parecían fijarse en el gorro, colocado entre sus piernas, negligentemente estiradas, la boca se entreabría en una expresión de asombro, la barba roja se erizaba sobre el costado. El cuerpo flaco, con la cabeza puntiaguda y el rostro huesudo cubierto de manchas parecía más pequeño, encogido por la muerte. La madre se santiguó, suspirando. Vivo, le repugnaba, pero ahora le inspiraba una cierta conmiseración.
—No hay sangre —observó alguien a media voz—. Seguramente lo golpearon con el puño.
Una voz maligna dijo muy alto:
—Han cerrado el pico a un soplón…
El gendarme tuvo un sobresalto y, separando con las manos la masa de las mujeres, preguntó, con aire amenazador:
—¿Quién ha dicho eso, eh?
La gente se separó a su impulso. Algunos huyeron rápidamente. Se escuchó una risa malévola.
La madre volvió a su casa.
—Nadie lo llora —pensaba.
Y la silueta maciza de Nicolás se alzaba ante ella como una sombra. Los estrechos ojillos tenían una mirada fría y cruel, la mano derecha se balanceaba como si se la hubiese lastimado…
Cuando Paul y Andrés volvieron para comer, les acogió preguntándoles:
—¿Y qué?… ¿No han detenido a nadie… por lo de Isaías?
—No hemos oído nada —replicó el Pequeño Ruso.
Vio que ambos estaban abrumados.
—¿No se dice nada de Nicolás? —inquirió en voz baja.
La mirada severa de su hijo se posó sobre ella, y le respondió recalcando bien las palabras:
—Nadie dice nada. Ni siquiera piensan en él. No está aquí. Ayer a mediodía marchó al río y aún no ha vuelto. He pedido noticias suyas…
—Bueno… ¡Gracias a Dios! —dijo la madre, con un suspiro de alivio—. ¡Gracias a Dios!
El Pequeño Ruso le lanzó una ojeada, y bajó la cabeza.
—Está tendido… —continuó la madre, pensativa—, tiene una cara… de asombro. Y nadie lo llora, nadie ha tenido una buena palabra para él. Es tan pequeño que casi no se ve. Como una brizna desprendida de algo, que cayese a la tierra…
Durante la comida, Paul rechazó súbitamente la cuchara, y exclamó:
—¡No lo comprendo!
—¿Qué? —preguntó el Pequeño Ruso.
—Matar un animal, simplemente porque hay que comer, es ya repugnante. Matar un animal salvaje, un pájaro de presa…, es comprensible. Yo mismo podría matar a un hombre, que fuese como una bestia salvaje para sus semejantes. Pero matar a alguien tan miserable… ¿cómo se puede alzar la mano para eso?
Andrés se encogió de hombros; luego dijo:
—No era menos dañino que un animal feroz. Matamos al mosquito que chupa un poco de nuestra sangre…
—¡Desde luego! No quería decir eso. Lo que digo, es que me repugna.
—¿Qué puede hacerse? —replicó Andrés, encogiéndose nuevamente de hombros.
Hubo un largo silencio.
—¿Podrías matar a alguien así? —preguntó pensativo Paul.
El Pequeño Ruso lo miró con sus ojos redondos. Luego, lanzó a la madre una rápida ojeada y respondió tristemente, pero con firmeza:
—Por los camaradas…, por nuestra causa, lo puedo todo. Y mataría. Incluso, a mi propio hijo.
—¡Oh, Andrés…! —exclamó débilmente la madre.
Este sonrió:
—No se puede obrar de otro modo. La vida manda.
—Sí… —repitió lentamente Paul—. La vida… .
Súbitamente, presa de excitación, obedeciendo a un impulso exterior, Andrés se levantó, agitando los brazos.
—¿Qué puede hacerse? Estamos obligados a odiar a la humanidad, para que venga más pronto el tiempo en que pueda admirársela sin reservas. Hay que destruir al que obstaculiza la marcha de la vida, al que vende a su prójimo por dinero, por ventajas o por honores. Si en el camino de los justos se encuentra un Judas que los espera para traicionarlos, yo sería otro Judas si no lo destruyese. ¿Que no tengo derecho? Y nuestros amos, ¿tienen el derecho de disponer de soldados y de verdugos, de casas de prostitución y de prisiones, de penales y de todo lo que es infame, para proteger su seguridad y su bienestar? ¿Y si llega el día en que me veo obligado a tomar su látigo entre mis manos? ¿Qué haré? No rehusarlo, cogerlo. Nos asesinan por decenas y por centenares…, esto me da derecho a levantar mi brazo y abatirlo sobre la cabeza de un enemigo, de quien avanza contra mí para dañar la obra de mi vida… La existencia está hecha así. Lucho contra ella, aun sin desearlo. ¡Sé que la sangre del enemigo no crea nada, que no es fecunda! La verdad crece cuando nuestra sangre riega la tierra como una espesa lluvia, pero la de ellos está podrida, desaparece sin dejar huella: esto lo sé también. Pero tomaré sobre mí el crimen: ¡mataré si es necesario! Pues no hablo más que en mi nombre. El crimen morirá conmigo, no manchará el porvenir ni con la más leve partícula, no ensuciará a nadie… ¡a nadie, sino a mí!
Iba y venía agitando la mano ante su rostro como si hubiese cortado, despedazado y arrojado lejos de sí alguna cosa. Llena de alarma y tristeza, la madre lo miraba: comprendía que algo se había roto en él, y que sufría. Sus pensamientos sombríos y temerosos cuando recordaba el asesinato, habían desaparecido. Si Vessovchikov no era el asesino, ninguno de los otros camaradas de Paul podía serlo, se decía. Su hijo escuchaba al Pequeño Ruso con la cabeza baja, y aquél continuaba con fuerza y obstinación:
—Cuando se marcha hacia adelante, hay que luchar incluso contra uno mismo. Hay que saber sacrificarlo todo, hasta el corazón. Consagrar la vida a una causa, morir por ella, no es difícil. Sacrifica más, sacrifica también lo que te es más querido que la vida: entonces, crecerá con fuerza lo que de más caro hay en ti, ¡tu verdad!
Se detuvo en medio de la habitación; estaba pálido, los ojos entornados. Prosiguió, alzando la mano en un gesto de promesa solemne:
—Sé que vendrá el tiempo en que los hombres se admirarán mutuamente, en que cada uno será como una estrella a los ojos de los otros. Habrá sobre la tierra hombres libres, hombres engrandecidos por la libertad: cada cual marchará a corazón descubierto, puro de todo odio, y todos carecerán de maldad. Entonces, la vida no será sino un culto rendido al hombre, su imagen se elevará muy alta: para los seres libres todas las cumbres son accesibles. Entonces, se vivirá en la verdad y la libertad, para la belleza, y serán estimados los mejores, los que mejor sepan abarcar el mundo en su corazón, los que más profundamente lo amen; los mejores serán los más libres, pues en ellos habrá más belleza. Grandes serán los humanos que vivan esta vida…