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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (2 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Al aparecer de nuevo en cubierta, Elizabeth pudo apreciar la chatura de la "Gran Ciudad del Plata" en toda su magnitud. Todo cuanto veía era una inmensa llanura.

"¿Será esto la pampa?" se preguntó extrañada. La señora Mann le había aclarado que la "pampa" era un lugar salvaje, todavía rodeado de indios que asolaban a los pobladores.

La señorita O'Connor se alzó de puntillas y enfocó hacia el horizonte los binoculares que el capitán le había prestado para ver mejor la costa, que se hundía en el barro pegajoso. Su talla pequeña la condenaba a perderse siempre las mejores vistas. No eran éstas las "mejores", sin duda: sólo algunas cúpulas de iglesias se destacaban, presagiando el papel del clero en aquella ciudad alejada de todo aunque con pretensiones, a juzgar por el proyecto civilizador del que le había hablado la señora Mann.

Discreta como era, Elizabeth no usaba el "traje americano de Mrs. Broome", que había revolucionado con su bombachos a la sociedad de su país, sin embargo, en honor a la modernidad de la que estaban tan orgullosas las jóvenes del Este, llevaba las faldas más cortas de lo que marcaba la tradición Su traje de terciopelo color ámbar era ideal para un viaje: las pinzas del corpiño realzaban su talle y el encaje del escote escondía con pudor sus redondeces aunque, a fuerza de disimularlas, los ojos masculinos se veían más tentados de adivinar qué había tras los pliegues. Un gracioso drapeado acentuaba el trasero de la señorita O'Connor. Era la llamada "cola de París", tan de moda en el Este. Completaba su atuendo un sombrerito chato con un ridículo racimo de uvas artificiales. Elizabeth cargaba un bolso de mano con lo necesario, para el caso de no encontrar su equipaje con rapidez. Le habían contado historias de baúles perdidos en los puertos y no quería correr riesgos. Lo apoyó en la tarima de cubierta para desenvolver la capa que la protegería de la bruma, cuando se percató de la presencia de un hombre alto, vestido de negro, que la miraba. Algo turbada, Elizabeth buscó con los ojos la figura del capitán, su protector en ese viaje. Flannery se hallaba ocupado con las maniobras de amarre. Un cabo grueso se disparó en el aire, provocando pánico en algunos pasajeros que se habían arrimado, imprudentes. El capitán vociferaba recriminando al marinero su descuido. Sin duda, el momento no era propicio molestar. Elizabeth fingió no advertir los pasos del desconocido que se aproximaban hacia ella. Una y otra vez plegó y desplegó la capa, nerviosa.

—Permítame —dijo una voz profunda.

Elizabeth levantó la mirada y vio un rostro poco común: tez morena, ojos oscuros y penetrantes, sin rastro de barba o gigote, y pómulos marcados. El hombre tomó en sus manos fuertes la capa de Elizabeth y la abrió lo suficiente para que ella pudiese acomodarse adentro. Después, sin pedir autorización, anudó con pericia los lazos bajo la barbilla de la muchacha. Elizabeth no se atrevía a mirarlo estando tan cerca. Concluida su ayuda, el hombre levantó el bolso de la joven y con gesto ceremonioso la invitó a seguirlo hasta la borda.

—¿Ha visto ya la ciudad? —le dijo, todavía sin presentarse, lo que fastidió un poco a Elizabeth, acostumbrada a las normas sociales de los círculos donde se había criado.

—Disculpe, señor, no lo conozco.

—Es cierto, perdóneme. Mi nombre es... Jim Morris.

No se le escapó a la muchacha el leve titubeo que precedió a la presentación, lo que le hizo desconfiar aún más. Podía ser un prófugo, un jugador empedernido de esos que cambian de nombre en cada puerto, o... ¡un proxeneta! Elizabeth boqueó al pensar en esa posibilidad. Eran muchos los rumores que corrían acerca de las actividades clandestinas en los puertos, y el de buenos Aires tenía mala reputación. Sus amistades le habían contado que unas mujeres alemanas habían sido retenidas contra su voluntad por rufianes extranjeros que merodeaban la zona portuaria.

El hombre debió captar el temor de Elizabeth, pues se apresuró a aclarar:

—Vengo de Tennessee, por negocios. ¿Y usted? Si no soy indiscreto al preguntar.

Se encontraban ya a la altura de la barandilla donde se colocaría el puente para descender a las barcazas, de modo que Elizabeth se sintió más segura.

—Sólo de visita. Por el momento.

—¿Por el momento? ¿Es que piensa quedarse en esta región?

"Muchas preguntas para una sospechosa presentación", se dijo Elizabeth, e ignoró el comentario, exclamando:

—¡Mire! Parece que descendemos.

Jim Morris dirigió su mirada hacia donde la muchacha señalaba, no sin antes demorarse un poco en la contemplación del bonito rostro. Reconocería a una mujer valiosa donde la viese y esa señorita, bajo su capa de institutriz y su sombrerito absurdo, era toda una promesa ardiente. "Pequeña Brasa", se dijo, divertido, y la bautizó así para su uso personal. Luego miró interesado el bullir del puerto argentino.

El
Lincoln
había echado el ancla a varias millas de la costa y se aprestaban a descender las barcazas que llevarían a los pasajeros hasta la orilla. Otras embarcaciones pequeñas, unos balandros maltrechos, se acercaban lentamente. Buenos Aires ofrecía a la vista del recién llegado una fortaleza central de forma curva, de la que partía un muelle largo sobre pilotes hundidos en el lodo. Más lejos, un segundo muelle destinado a los pasajeros parecía moverse debido al hormigueo incesante de personas. El colorido y el bullicio permitían olvidar la chatura del panorama y confirmaban las noticias que tenía Jim sobre la envergadura comercial del puerto del Plata. ¿Adónde se dirigiría la muchacha? Llevaba suficientes bultos como para permanecer largo tiempo, aunque con las mujeres no se sabía. Uno solo de los baúles podía estar lleno de cosméticos y perfumes. Jim sonrió al imaginar a Pequeña Brasa emperifollándose. No parecía el tipo de mujer que se dedicaba a esas cosas; su cutis lucía lozano y fresco al natural, con el arrebol propio de la brisa marina y del sol que, sin duda, había aumentado las pecas de su nariz. Él había notado tanto las pecas como el extraño color verdiazul de sus ojos, que denunciaba a los gritos el origen irlandés. La señorita O'Connor podía ser una "damita del este", pero por sus venas corría la sangre de Erin, podía jurarlo. Y en ese momento, encaramada sobre la borda con medio cuerpo afuera, podría haber pasado por una niña traviesa.

—Señorita O'Connor.

La voz del capitán rompió el curso de los pensamientos del desconocido.

—Ha llegado su turno de descender. Permítame que la escolte hasta el puente. No quiero perder a mi pasajera favorita justo cuando hemos llegado a destino —bromeó.

Elizabeth le dedicó otra de sus sonrisas y colocó su mano pequeña en la manaza de Trevor Flannery. Ya se dirigían hacia la plataforma de descenso cuando el hombre alto se interpuso con amabilidad.

—Si me permite, capitán, yo mismo puedo llevar a la señorita, si ella lo consiente, claro.

A Flannery no le gustó el comedido y lo miró de arriba abajo con desconfianza. Era un pasajero que lo había intrigado desde el principio del viaje. Si bien sus papeles estaban en regla, su sexto sentido le decía que el hombre no era lo que parecía. Por cierto, no era sureño, a pesar de su aire caballeroso. Trevor Flannery estaba harto de llevar y traer gente en el
Lincoln
y se jactaba de calarlos al primer vistazo. Ese Jim Morris le resultaba desconcertante. Se había mantenido apartado del resto durante la travesía, no bebía en el comedor ni participaba de los juegos que entretenían a los pasajeros en las largas horas de temporal. Tampoco lo había visto mascar tabaco y escupir, todo lo cual lo volvía sospechoso ante sus ojos. Un hombre que no bebía, no maldecía, no fumaba ni apostaba debía ser sin duda un enfermo o un maniático. No quería dejar a la dulce señorita O'Connor en sus manos, aun sabiendo que, al desembarcar, ella quedaría desligada de él de todos modos. Una vez que el
Lincoln
se abasteciese de carbón, madera y víveres y cargase las mercancías y los bultos de otros pasajeros, reanudaría su navegación de regreso a Florida y de allí a Boston, la ciudad donde había embarcado la señorita O'Connor. Lamentaba dejarla sola en aquellas tierras salvajes, aunque nada podía hacer. No entendía cómo una muchacha tan joven viajaba sin acompañante.

Elizabeth apretó el bolsito de mano que llevaba entre las ropas mientras elaboraba una respuesta para deshacerse del tal Jim Morris con elegancia. Si bien el hombre se había mostrado amable, ella no quería que la viesen bajar en su compañía. Los parientes que con seguridad estarían esperándola en el muelle se formarían una impresión equivocada de su carácter si la viesen departir con un desconocido, y ella debía cuidar su reputación, por si lo de ser maestra cuajaba.

—Le agradezco, señor Morris, no hay necesidad de que me acompañe. Mi familia me aguarda, pues sé que han sido informados de mi llegada.

—Insisto —dijo el hombre, y le ofreció el brazo, que al contacto le resultó a Elizabeth más duro de lo que parecía bajo el paño negro—. No hay nada de malo en aferrarse a alguien mientras se sube a las barquitas. Son como cáscaras de nuez —agregó, divertido.

El capitán rumió algo y, al no encontrar un argumento que impidiese la presencia del señor Morris sin ofenderlo, optó por hacerle saber que la señorita O'Connor tenía cierto respaldo en esa tierra desconocida.

—Le ruego entonces, señor, que escolte a esta dama hasta el muelle, donde sin duda ella se encontrará con su gente. Y si no los ubica enseguida, señorita O'Connor —agregó, mirándola con fijeza—, puede mandarme aviso, que aquí estaré yo para encargarme de todo. Tengo conocidos en el puerto de Buenos Aires que se ocuparán de su traslado a la dirección que sea.

Aunque consideró que el comentario bastaba, lo reforzó con una penetrante mirada de sus ojos neblinosos. Jim Morris acusó recibo de la advertencia con un gesto y acompañó a la señorita O'Connor hacia donde se efectuaba el desembarco.

Los pasajeros del
Lincoln
se apiñaban junto a la barandilla, mezclados con baúles y paquetes en completo desorden. Se oían voces frenéticas tratando de llamar la atención de los que esperaban en el muelle el descenso de los recién llegados. Claro que apenas se distinguía nada desde esa distancia. Los buques de mayor calado ni por asomo se acercaban a menos de cinco mil metros de la cenagosa orilla del Plata. Y la bruma mañanera, unida al humo que despedían las chimeneas del vapor, enturbiaba aún más la visión. Un fornido marinero empujaba para hacer lugar a los primeros de la fila, procurando que en el apuro las damas no perdiesen el sombrero ni los bolsos. Elizabeth se aferró al brazo de Jim Morris al aproximarse al borde de la escalerilla. Por debajo de los tablones, se encrespaba el agua de color marrón. Sintió que unas manos poderosas la aferraban por la cintura y, antes de que pudiese darse cuenta de quién era, voló por los aires en un revuelo de faldas hasta los brazos desnudos de otro marino que, equilibrando el peso de la chalupa con las piernas abiertas, cumplía el papel de recibir a las señoras y a los niños. Jim se instaló con un salto ágil a su lado. Iban apretados en la barcaza, entre hombres, mujeres y niños, metros de tela, zurrones y bolsos de mano. Junto a ellos, el
Lincoln
era un paredón liso y oscuro. Ya no se escuchaba el ajetreo de cubierta, sino el lamido del agua sobre el maderamen de las barcas y las exclamaciones de los pasajeros que continuaban siendo bajados sin demasiada contemplación.

Elizabeth sentía el calor del muslo del señor Morris contra el suyo, a través del terciopelo y las enaguas. No podía hacerse a un lado ni variar la posición, de modo que enfrentó el hecho con fingida indiferencia:

—¿Le parece que demorará mucho el trayecto? —preguntó.

Su escolta le habló tan cerca del oído que su aliento acarició los rizos que escapaban del peinado:

—Por cómo van las cosas, una hora por lo menos. ¿Está incómoda?

—En absoluto —mintió la joven—. Es que el capitán me habló de fuertes vientos que azotan la región y no quisiera encontrarme con ellos. El intrigante caballero sonrió como si retuviese un secreto.

—No creo que los vientos sean el mayor problema de este país. Por si acaso, ¿sabe usted nadar?

Elizabeth lo miró azorada, hasta que captó el brillo en sus ojos y se echó a reír con un cascabeleo tintineante que cautivó a Jim.

—Me toma en broma, señor.

—Sólo por escucharla reír, señorita. Es un regalo para mis oídos.

Elizabeth guardó prudente silencio y se dedicó a contemplar el horizonte, donde ya se perfilaban las siluetas del puerto de Buenos Aires.

Viajaron en esa embarcación ligera bamboleándose más que durante toda la travesía, sin que ello perjudicase la salud de la señorita O'Connor. No sentía náuseas ni mareos, ni empalidecía ante los bandazos que daba el barquito. Más bien se la veía ansiosa por descubrir entre el gentío las caras de los familiares que la esperaban. En cierto momento las barcas de apoyo no pudieron seguir, pues el río estaba bajo y no había profundidad suficiente. Se mantuvieron flotando, a la espera de unos carromatos tirados por caballos que, chapaleando, cubrieron la distancia que los separaba de la orilla y sirvieron de transporte a los pasajeros en el tramo final.

El carretero que conducía el desvencijado vehículo en el que subieron, un hombre tosco y medio desnudo, los alentaba en medio de juramentos y chistes groseros para que no demorasen.

—¡Vamos, que se viene el agua! —gritaba, sin duda porque preveía la subida intempestiva de la marea, y acompañaba el grito con un escupitajo.

Aquel hombre, cuyo rostro ostentaba cicatrices que daban miedo, se balanceaba en el pescante del carro con la gracia de un matón, llevando cada tanto su mano a la faja deshilachada en la que un cuchillo enorme le cruzaba la espalda. Si alguna duda les quedaba a los desprevenidos viajeros de que el país al que llegaban estaba aun en ciernes, aquellos carreteros que competían entre sí por conseguir más pasajeros para alcanzar la costa se encargaban, con su sola presencia, de confirmarlo.

El zapatito de Elizabeth se atascó entre las tiras de curo trenzado del piso del carretón y Jim Morris vino en su auxilio, quitándoselo para que pudiese recuperar el pie. Su mano morena rodeó con delicadeza el tobillo cubierto de seda. En menos de tres horas, el atrevido señor Morris había tocado más partes de su cuerpo que si hubiese sido su esposo. Ese pensamiento la sobresaltó y un rubor que a Jim le pareció delicioso cubrió sus mejillas.

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