—No ofrecemos dinero, ya lo sabes —anunció el hombre (el abad, probablemente, aunque no se había molestado en presentarse) —. Acogeremos al niño, eso es todo. ¿Eres la madre?
De nuevo, la pregunta fue a dar dolorosamente cerca de la herida. Iridal sabía muy bien que el abad daba por sentado que había acudido allí para desprenderse de una carga no deseada; precisamente, la mujer había elegido aquella artimaña para poder entrar en el monasterio. Pese a ello, la hechicera se descubrió a sí misma respondiendo a la pregunta.
Sí, era la madre de Bane. Y había entregado a su hijo. Había dejado que su esposo cogiera al niño y lo diera a otros. ¿Qué podía haber hecho ella para impedírselo? Estaba asustada, y Sinistrad la amenazaba con dar muerte a su padre. Y, cuando Bane había vuelto a ella, Iridal había intentado ganárselo otra vez. Sí, había puesto todo su empeño pero, de nuevo, se había visto impotente. Sinistrad había amenazado con matar a los acompañantes de Bane. El geg, el hombre de la piel azul y...
—En fin, señora —dijo por fin el abad con voz fría, alzando la cabeza y mirando a su interlocutora por primera vez desde su entrada en la sala—. Deberías haber tomado una decisión antes de venir a importunarnos. ¿Quieres que nos hagamos cargo del muchacho, sí o no?
—No he venido para entregaros a ningún muchacho —repuso Iridal, desterrando de su mente aquellos recuerdos del pasado—. He venido para hablar con alguien que reside en esta casa.
—¡Imposible! —declaró el abad. Los ojos hundidos en su flaco y demacrado rostro miraron a la mujer con impaciencia desde unas cuencas en sombras, y reflejaron la luz de la vela como dos llamitas vacilantes en sus pupilas brillantes—. Una vez que un hombre o un muchacho cruza ese umbral, deja atrás el mundo y ya no tiene padre ni madre, hermano ni hermana, amigo ni amante. Respeta sus votos, mujer. Vete y no lo molestes más.
El abad se puso en pie. Lo mismo hizo Iridal. El monje esperaba verla marcharse, de modo que se mostró algo sorprendido y bastante disgustado —a juzgar por su expresión torva y exasperada— cuando observó que la mujer daba un paso adelante y se plantaba ante él.
—Respeto vuestras costumbres, venerable abad. Mi asunto no tiene que ver con ninguno de tus hermanos, sino con alguien que nunca ha hecho los votos. Con alguien a quien se permite residir aquí quebrantando, podría añadir, todas las normas establecidas y haciendo caso omiso de la tradición. Me refiero a Hugh
la Mano
.
El abad ni siquiera pestañeó.
—Estás confundida —respondió, con tal convicción en la voz que Iridal no habría dudado de su palabra, de no haber sabido positivamente que el monje mentía—. Alguien que empleaba ese nombre vivió aquí, es cierto, pero eso fue cuando era un niño. Hace mucho tiempo que se marchó y no sabemos nada de él.
—Lo primero es cierto —replicó Iridal—. Lo segundo, no. Ese hombre volvió a vosotros hace un año, más o menos. Os contó una historia extraña y os suplicó cobijo. Vosotros disteis por cierto su relato, o bien lo tomasteis por loco y os apiadasteis de él. No —se corrigió al momento—. Vosotros no os apiadáis de nadie. Así pues, le creísteis. Me pregunto por qué.
El abad movió una ceja, la enarcó y cruzó los brazos ante su descarnado pecho.
—Si lo vieras, no tendrías que volver a preguntártelo. Pero no perdamos más tiempo en charlas ociosas, señora. En efecto, el que se hace llamar Hugh
la Mano
reside aquí y, como dices, no ha hecho los votos que nos apartan del mundo, pero aun así permanece apartado de él. Así lo ha decidido por propia voluntad. No volverá a ver absolutamente a nadie del mundo exterior. Sólo admite el contacto con nosotros, y únicamente para llevarle comida y bebida.
Iridal experimentó un escalofrío pero se mantuvo firme.
—Digas lo que digas, abad, estoy dispuesta a verlo. —Abriendo la capa, Iridal dejó al descubierto un vestido gris plateado, guarnecido de símbolos cabalísticos en el dobladillo, en el cuello, en los puños de las mangas y en el cinto que le ceñía el talle—. Soy una de los que llamáis misteriarcas y vengo del Reino Superior. Mi magia podría hacer pedazos esas puertas de barro, estos muros y hasta tu cabeza, si me lo propongo. Llévame a presencia de Hugh
la Mano
y no se hable más.
El abad se encogió de hombros. La amenaza lo dejaba indiferente. Antes de permitir a la misteriarca el encuentro con alguien que hubiera tomado los votos, el kir habría dejado que destruyese el monasterio piedra por piedra. En cambio, el caso de Hugh era distinto. El hombre estaba allí por la tolerancia de los monjes. Que se ocupara, pues, de sus propios asuntos.
—Por aquí —dijo con displicencia, pasando ante la mujer camino de la puerta—. No hables con nadie ni levantes los ojos para mirar a nadie. So pena de expulsión.
Al parecer, las amenazas no lo habían impresionado demasiado. Al fin y al cabo, para un monje kir, un misteriarca no era más que otro futuro cadáver.
—He dicho que respetaba vuestros votos y, por tanto, haré lo que me indicas —respondió Iridal con firmeza—. No me importa en absoluto lo que suceda aquí. Lo único que me interesa —hizo hincapié en la palabra— es ver a Hugh
la Mano
.
El abad abrió la marcha. Como única luz portaba una vela, la mayor parte de cuyo resplandor obstruía con sus propias ropas. Iridal, detrás de él, tenía dificultades para ver dónde ponía los pies y, como los suelos del viejo edificio eran desiguales y estaban salpicados de grietas, se veía forzada a no levantar la mirada del suelo. Los pasadizos estaban desiertos y silenciosos. La misteriarca tuvo la vaga impresión de que a ambos lados de los pasillos se sucedían las puertas cerradas y, en cierto momento, le pareció oír el llanto de un bebé; su corazón se compadeció del pobre pequeño, abandonado y a solas en un lugar tan deprimente.
Llegaron a una escalera, en cuyo rellano se detuvo el abad a buscar otra vela para ella antes de iniciar el descenso. Iridal llegó a la conclusión de que el monje, más que preocuparse por su seguridad, deseaba evitarse la molestia de tener que atenderla si se caía y se rompía algún hueso. Abajo, al pie de la escalera, se hallaban los aljibes del agua. Una serie de puertas cerradas a cal y canto protegían el preciado líquido, que no sólo era empleado para beber y cocinar, sino que formaba parte de las riquezas del monasterio.
Pero, por lo visto, no todas las puertas guardaban agua. El abad se acercó a una de ellas, alargó la mano y movió el picaporte con un chirrido.
—Tienes una visita, Hugh.
No hubo respuesta. Sólo el ruido de algún objeto, quizás una silla, arrastrado por el suelo.
El abad hizo sonar el picaporte con más fuerza.
—¿Está encerrado? ¿Le tenéis prisionero? —inquirió Iridal en voz baja.
—Sólo es prisionero de sí mismo, señora —contestó el abad—. Tiene la llave consigo, ahí dentro. Nadie puede entrar, y tú tampoco debes hacerlo, a menos que él nos entregue la llave.
Iridal vaciló en su determinación y estuvo muy cerca de dar media vuelta y marcharse. En aquellos momentos, dudaba que Hugh pudiese ayudarla y tenía miedo de descubrir en qué se había convertido. Con todo, si él no la ayudaba, ¿quién lo haría? Stephen, no, desde luego; lo había dejado muy claro. Tampoco los demás misteriarcas. La mayor parte de ellos eran magos poderosos, pero no sentían el menor aprecio por su difunto esposo ni tenían motivo alguno para desear que les fuera restituido el descendiente de Sinistrad.
Respecto a otros humanos, Iridal conocía muy pocos y ninguno de ellos la había impresionado demasiado. Sólo Hugh cumplía todos sus requisitos: sabía pilotar una nave dragón elfa, había viajado a tierras de elfos, hablaba su idioma con fluidez y estaba familiarizado con sus costumbres. Era un hombre valiente y osado que se había ganado la vida como asesino profesional y se había labrado la fama de ser el mejor en su oficio. Como la propia Iridal le había recordado a Stephen, él mismo —un rey que podía permitirse lo mejor— lo había contratado en cierta ocasión.
—Hugh, tienes visita —repitió el abad.
—¡Dejadme en paz! —exclamó una voz al otro lado de la puerta.
Iridal suspiró. La voz sonó pastosa y ronca de fumar esterego (la mujer apreció el olor de la pipa desde el pasadizo), de beber en exceso y de falta de uso. Pero la reconoció.
Su esperanza era aquella llave. Hugh la guardaba en su poder por temor a que, si la dejaba en otras manos, pudiera sentir la tentación de pedir que le abrieran. Por lo tanto, debía de quedar en él una parte que deseaba salir.
—Hugh
la Mano
, soy Iridal, del Reino Superior. Necesito ayuda desesperadamente. Tengo que hablar contigo. Yo... quiero contratarte.
La misteriarca tenía pocas dudas de que Hugh se negaría y, al observar la leve sonrisa desdeñosa de los finos labios del abad, supo que éste pensaba de igual manera.
—Iridal... —repitió Hugh en tono perplejo, como si el nombre se abriera paso a duras penas en su mente empapada de alcohol—. ¡Iridal!
Esta última fue una exclamación, un jadeo áspero, un susurro que surgía de muy adentro, como de algo largo tiempo anhelado y conseguido por fin. Pero en la voz no había amor ni anhelo; al contrario, había una rabia que habría podido fundir el granito.
Un cuerpo pesado golpeó la puerta de barro cocido y, tras unos chasquidos, se abrió en ella una mirilla. Un ojo inyectado en sangre, cubierto en parte por una mata de cabello inmundo, miró afuera, localizó la figura de la mujer, y se fijó en ella sin un parpadeo.
—Iridal...
La mirilla se cerró bruscamente.
El abad se volvió hacia la misteriarca, curioso por ver su respuesta y esperando, probablemente, que la mujer daría media vuelta y saldría corriendo. Pero Iridal se mantuvo firme, aunque los dedos de una mano, oculta bajo la capa, se le clavaron en la carne. La otra mano, la que sostenía la vela, no tembló un ápice.
Del interior llegaron ruidos de una actividad frenética, de muebles volcados y arrastrados, como si Hugh estuviera buscando algo. Una exclamación de triunfo y el golpe de un objeto metálico con la parte inferior de la puerta. Tras una nueva exclamación, ésta de frustración, una llave asomó por debajo de la plancha de barro cocido.
El abad se agachó, recogió la llave y la sostuvo un momento entre los dedos, estudiándola con aire pensativo. Después, se volvió a Iridal y le preguntó con la mirada si quería que abriera la puerta.
Con los labios apretados y un frío gesto de cabeza, la misteriarca indicó que procediera. El abad se encogió de hombros y obedeció.
En el mismo instante en que saltó el pestillo, la puerta se abrió desde dentro. En el umbral apareció una figura fantasmagórica, recortada contra la penumbra ahumada de la celda e iluminada por la vela que ardía ante ella.
La aparición saltó sobre Iridal. Unas manos fuertes la asieron por los brazos, la arrastraron al interior de la celda y la inmovilizaron con la espalda contra la pared. La mujer soltó la vela, que cayó al suelo; la luz se apagó en un charco de cera licuada.
Hugh
la Mano
se plantó ante el abad, impidiéndole el paso por el hueco de la puerta.
—La llave —exigió. El abad se la entregó—. ¡Ahora, déjanos! —añadió
la Mano
.
Cerrando la celda de un portazo, Hugh se volvió hacia Iridal. La mujer oyó las suaves pisadas del abad alejándose, desinteresado.
La estancia era pequeña. El mobiliario constaba de un tosco catre, una mesa, una silla —volcada— y, en un rincón, un balde que el inquilino utilizaba, a juzgar por el hedor, para recoger sus necesidades. Presidía la mesa un grueso cirio y, junto a él, la pipa de Hugh. También sobre la mesa había una jarra, un plato de comida a medio terminar y una botella de un licor que olía casi tan mal como el esterego.
Iridal abarcó todos estos objetos en una rápida mirada que también buscaba posibles armas. No temía por ella, naturalmente, pues iba protegida por su poderosa magia, con la que podía dominar al hombre más fácilmente de lo que había hecho con su dragón. No: por quien temía era por Hugh. Le daba miedo que el hombre pudiera hacerse daño antes de que ella pudiera evitarlo, pues su aspecto era el de una persona ebria hasta el punto de la locura.
Hugh se quedó plantado ante ella, mirándola. Su rostro —con la nariz aguileña, la frente despejada y los ojos hundidos y entrecerrados— resultaba espantoso, semioculto por las sombras ondulantes y el halo de humo amarillento. Su respiración era pesada debido al ejercicio frenético, al licor y a una ávida excitación que lo hacía temblar de pies a cabeza. De pronto, se abalanzó sobre ella tambaleándose, con las manos extendidas al frente. La luz bañó de lleno sus facciones y, al verlas, Iridal sí temió por sí misma, pues el licor había inflamado la piel de Hugh, pero no había afectado su mirada.
Una parte de él, en lo más hondo, estaba sobria; una parte de su ser que no podía sentir los efectos del vino por mucho que bebiera, una parte que no podía ser ahogada. Su rostro era casi irreconocible, deformado por el remordimiento y el tormento interior. Sus negros cabellos estaban veteados de canas y su barba, un día cuidadosamente trenzada, aparecía ahora muy larga, rala y despeinada. Llevaba las ropas negras de un monje kir, prendas de desecho a juzgar por su estado lamentable y por el hecho de que le iban demasiado pequeñas. La firme musculatura de su cuerpo se había vuelto fofa pero Hugh poseía una fuerza nacida del vino, pues Iridal aún notaba la presión de sus dedos en los brazos doloridos.
Dio un nuevo paso tambaleante hacia ella. Iridal señaló la llave que mostraba el hombre en su mano temblorosa. Tenía las palabras del hechizo en la punta de la lengua, pero no las pronunció. Ahora podía distinguir con claridad el rostro de Hugh y se habría echado a llorar. La pena, la compasión, el recuerdo de que aquel hombre había entregado su vida y había tenido una muerte horrible por salvar a su hijo la impulsaron a extender las manos hacia él.
Hugh la cogió por las muñecas con una presión intensa y dolorosa; luego, cayó de rodillas ante ella.
—¡Pon fin a la maldición! —le suplicó con voz quebrada—. ¡Te lo suplico, señora! ¡Pon fin a la maldición que lanzaste sobre mí! ¡Libérame! ¡Levántame la pena!
El hombre hundió la cabeza. Unos sollozos ásperos, secos, le estremecieron el cuerpo. Entre temblores incontenibles, sus manos sin fuerzas soltaron las muñecas de Iridal, y la misteriarca se inclinó sobre él, derramando lágrimas sobre sus cabellos canosos, que acarició con dedos helados.