El patryn concluyó que los empujaba la desesperación. Y que aquello tenía algo que ver con el cambio en la Tumpa-chumpa. Colocó la mano sobre un signo mágico trazado en el centro de la escotilla y lo dibujó a la inversa. De inmediato, su luminoso fulgor azul empezó a perder intensidad y a desvanecerse. Otros signos en contacto con el primero comenzaron a oscurecerse a su vez. Haplo esperó a que todas las runas de la escotilla estuvieran prácticamente apagadas y, tras descorrer el pestillo, abrió la compuerta de par en par.
Una ráfaga de viento estuvo a punto de derribarlo. La lluvia lo empapó al instante.
—¡Volved atrás! —gritó, alzando un brazo para proteger el rostro del diluvio de pedrisco.
Bane ya se había retirado de la abertura y, al retroceder, estuvo a punto de caer sobre el perro. Los dos se acurrucaron a prudente distancia de la escotilla abierta.
Haplo se sujetó con fuerza y asomó la cabeza bajo la tormenta.
—¡Deprisa! —exclamó, aunque dudaba que alguien pudiera oírlo entre el estampido de los truenos. Para llamar la atención, agitó un brazo.
El peñasco que encabezaba la marcha, y que ya completaba la segunda vuelta de inspección en torno a la nave, vio la luz azul que surgía de la escotilla abierta y se encaminó hacia ella directamente. Los otros dos peñascos, al ver a su líder, se deslizaron detrás de él. El que abría la marcha golpeó el costado de la nave, giró sin control unos instantes y, al fin, se impulsó hacia arriba.
El rostro de Limbeck con gafas, jadeante y sonrojado, asomó ante la claraboya. La nave había sido construida para navegar por las aguas y no por los aires y, debido a ello, la escotilla se encontraba a una buena distancia del suelo. Haplo había añadido al casco una escala de cuerda para su propia comodidad y la desenrolló para que Limbeck la utilizara.
El enano, casi aplastado contra el casco por el viento, empezó a subir con esfuerzo mientras dirigía miradas preocupadas a los otros dos bultos, que se habían pegado al costado de la nave. Uno de los enanos consiguió desembarazarse de su concha protectora pero el otro daba muestras de tener dificultades para lograrlo. Un lamento lastimero se alzó sobre el rugido del viento y sobre el retumbar del trueno.
Limbeck, con aire de extrema irritación, masculló una exclamación de impaciencia y empezó a desandar sus pasos, descendiendo lenta y cautelosamente al rescate de su compañero de armas.
Haplo echó una rápida mirada a su alrededor. El resplandor azul se estaba haciendo más débil a cada instante.
—¡Sube aquí! —Gritó a Limbeck—. ¡Yo me ocuparé de eso!
Limbeck no alcanzó a oír las palabras, pero captó el sentido y reinició la ascensión. Haplo saltó al suelo con un ágil salto. Los signos de su piel refulgían, rojos y azules, protegiéndolo de las cortantes piedras de granizo y —esperaba fervientemente—también de los rayos.
Medio cegado por la lluvia que le azotaba el rostro, estudió el artefacto en el que se había quedado atrapado el enano. El tercero de ellos había introducido las manos debajo del artilugio y, a juzgar por los resoplidos y jadeos, era evidente que intentaba levantarlo. Haplo sumó sus fuerzas —potenciadas por la magia— a las del enano. Cogió el falso peñasco y lo alzó del suelo con tal ímpetu que el enano perdió el apoyo y cayó de bruces en un charco.
Haplo incorporó al geg de un tirón para evitar que se ahogara y agarró el enano atrapado, que miraba a su alrededor con desconcierto, perplejo ante su inesperado rescate. Haplo los condujo a ambos escaleras arriba, entre maldiciones por la lentitud de aquellos enanos de piernas rechonchas. Por fortuna, un rayo que cayó alarmantemente cerca los impulsó a todos a darse más prisa. Envueltos en el fragor de los truenos, ascendieron la escala a toda velocidad y se zambulleron de cabeza por la escotilla de la nave.
Haplo, en la retaguardia del grupito, cerró la compuerta y la selló, volviendo a trazar rápidamente los signos mágicos. El resplandor azul empezó a cobrar intensidad, y el patryn respiró más tranquilo.
Bane, más previsor de lo que Haplo habría esperado de él, se presentó con unas mantas, que distribuyó entre los empapado enanos. Ninguno de
éstos
, jadeantes a causa del esfuerzo, el miedo y el asombro de ver el resplandor azul de la piel de Haplo, fue capaz de articular palabra. Se escurrieron el agua de las barbas, recobraron el aliento con profundas inspiraciones y contemplaron al partryn con considerable perplejidad. Haplo se secó la cara y rechazó con un gesto la manta que le ofreció Bane.
—Me alegro de volver a verte, Limbeck —dijo Haplo con una sonrisa serena y amistosa. El calor de los signos mágicos hacía que el agua de la lluvia se evaporara rápidamente de su piel.
—Haplo... —murmuró Limbeck con voz algo vacilante. Tenía las gafas cubiertas de agua. Se las quitó y se dispuso a secarlas con su pañuelo blanco, pero lo que sacó del bolsillo fue un retal de tela empapada. El enano contempló el pañuelo chorreante con frustración.
—Toma —ofreció Bane, solícito, tendiéndole el faldón de su camisa, que sacó de debajo de sus calzones de cuero.
Limbeck aceptó su colaboración y se limpió cuidadosamente las gafas con la camisa de Bane. Cuando se las puso de nuevo, observó largo rato al muchacho, se volvió hacia Haplo y, de nuevo, miró al chiquillo.
Era extraño, pero Haplo habría jurado que Limbeck los veía a ambos por primera vez.
—Haplo —saludó el enano con voz solemne. Miró de nuevo a Bane y titubeó, sin saber cómo dirigirse a aquel muchacho que, al principio, le había sido presentado como un dios, luego como un príncipe humano y, por fin, como el hijo de un hechicero humano tremendamente poderoso.
—Recordarás a Bane... —dijo el patryn con soltura—. Príncipe real y heredero del trono de las islas Volkaran.
Limbeck asintió con una expresión de extrema astucia y viveza en los ojos. La gran máquina de Drevlin quizás hubiera dejado de funcionar, pero en la cabeza del enano seguían en acción todos los engranajes. Sus pensamientos se reflejaban con tanta claridad en su rostro que Haplo podría haberlos proclamado en voz alta.
«¿De modo que ésta es la historia, no?», y «¿Cómo me afectará esto?».
Haplo, recordando al enano impreciso, idealista y nada práctico que había dejado allí, se sorprendió ante el cambio experimentado por Limbeck y se preguntó qué significaría. Aquello no lo complacía especialmente. Cualquier clase de cambio, incluso para mejor, era una incomodidad. Desde aquellos primeros momentos del reencuentro, se dio cuenta de que iba a tener que tratar con un Limbeck completamente nuevo y diferente.
—Alteza... —saludó el enano, el cual, a juzgar por la sonrisa taimada de sus labios, había llegado a la conclusión de que la situación podía resultarle conveniente.
—Limbeck es survisor jefe, Alteza —apuntó Haplo, esperando que Bane captara la indirecta y tratara al enano con el respeto que éste merecía.
—Survisor jefe Limbeck... —respondió Bane en el tono de fría cortesía utilizado por un gobernante real para dirigirse a su igual—. Me complace verte de nuevo. ¿Y quiénes son esos otros gegs que te acompañan?
—¡Gegs, no! —Replicó Limbeck con severidad, y su expresión se hizo sombría—. ¡«Geg» es una palabra esclava, un insulto, un desprecio!
Sorprendido ante la vehemencia del enano, Bane se volvió rápidamente a Haplo para que le explicara a qué venía aquello. El patryn también se quedó desconcertado pero enseguida creyó entender qué sucedía, al recordar algunas de sus conversaciones con Limbeck en el pasado. De hecho, incluso era posible que Haplo fuera responsable de ello, en parte.
—Tienes que entender, Alteza, que Limbeck y su pueblo son enanos. Éste es el término antiguo y adecuado para referirse a su raza, igual que tú y tu pueblo sois conocidos como «humanos». El término «gegs»...
—... nos fue puesto por los elfos —terminó la frase Limbeck, al tiempo que volvía a quitarse las gafas, que empezaban a empañarse debido a la humedad que ascendía de su barba—. Perdón, Alteza, me permitirías otra vez... ¡Aja, gracias!
Limpió de nuevo los cristales con el faldón de la camisa que le ofrecía Bane. —Lamento haberte hablado así, Alteza —añadió luego con frialdad, mientras se ajustaba otra vez las gafas en torno a las orejas y observaba a Bane a través de ellas—. Naturalmente, no tenías manera de saber que, ahora, esa palabra se ha convertido en un insulto intolerable para nosotros, los enanos. ¿No es verdad?
Miró a sus camaradas de armas en busca de apoyo, pero Lof seguía con la vista fija en Haplo, cuyos tatuajes mágicos aún no habían perdido por completo su fulgor. El otro enano estaba pendiente del perro, con evidente inquietud.
—¡Lof! —Exclamó Limbeck—. ¿Has oído lo que acabo de decir? Lof dio un respingo, puso una expresión absolutamente contrita y dio un codazo a su compañero. La voz de su líder resonó, severa:
—Estaba diciendo que el término «geg» es un insulto para nosotros.
De inmediato, los otros dos enanos intentaron aparentar que se sentían mortalmente ofendidos y profundamente dolidos, aunque era evidente que no tenían la más ligera idea de qué estaba sucediendo. Limbeck frunció el entrecejo e hizo ademán de decir algo pero, al fin, guardó silencio con un suspiro.
—¿Puedo hablar contigo... a solas? —preguntó de pronto a Haplo. —Claro —respondió el patryn, encogiéndose de hombros. Bane se sonrojó y abrió la boca, pero Haplo lo hizo callar con una mirada.
Limbeck miró al muchacho.
—Tú eres el que dibujó un diagrama de la Tumpa-chumpa. El que descubrió cómo funcionaba, ¿no es verdad, príncipe Bane?
—Sí, fui yo —reconoció Bane con la debida modestia.
Limbeck se quitó las gafas y buscó el pañuelo inconscientemente. Al sacarlo, descubrió la tela empapada. Volvió a colgarse las gafas de la nariz.
—Entonces, tú también puedes venir. —Se volvió a sus compañeros de armas e impartió unas órdenes—. Vosotros, quedaos aquí y montad guardia. Avisadme cuando la tormenta empiece a amainar.
Los dos enanos asintieron con gesto solemne y se apostaron ante la claraboya.
—Lo que me preocupa son los elfos —explicó Limbeck a Haplo mientras se encaminaban hacia la parte delantera de la nave, donde Haplo tenía sus aposentos—. Verán tu nave y vendrán a investigar. Tendremos que regresar a los túneles antes de que cese la tormenta.
—¿Elfos? —repitió Haplo, desconcertado—. ¿Aquí abajo, en Drevlin? —Sí —dijo Limbeck—. Es uno de los asuntos que debo contarte. Ya en el camarote de Haplo, el enano se instaló en una banqueta, que una vez había pertenecido a los enanos de Chelestra. Haplo estuvo a punto de hacer un comentario al respecto, pero se contuvo. Limbeck no tenía ningún interés por los enanos de otros mundos. Demasiados problemas tenía sólo en éste, al parecer.
—Cuando fui nombrado survisor jefe, mi primera orden fue cerrar los elevadores. Los elfos vinieron a buscar su suministro de agua... y no lo encontraron. Entonces, decidieron luchar; imaginaron que nos asustarían con su brillante acero y con su magia.
»¡Huid, gegs!», nos gritaban. «¡Huid, antes de que os aplastemos como los insectos que sois!» Pero con ello sólo consiguieron hacerme el juego —explicó Limbeck mientras se quitaba las gafas y las hacía girar por la patilla—. Muy pocos enanos estaban de acuerdo conmigo en que debíamos luchar. Los ofinistas, sobre todo, no querían que las cosas cambiaran e insistían en que siguiéramos llevando la misma vida de siempre.
Pero, cuando oyeron que los elfos nos llamaban insectos y hablaban como si realmente no tuviéramos más inteligencia ni más sentimientos que esos bichos, hasta el barbicano más amante de la paz estuvo e acuerdo en darles un buen tirón de sus puntiagudas orejas a esos elfos.
»Así, rodeamos a los elfos y su nave. Ese día, había allí cientos de enanos, quizás un millar...
Limbeck fijó la mirada en el vacío con una expresión soñadora y nostálgica y, por primera vez desde que había reencontrado al enano, Haplo percibió en él un asomo del Limbeck idealista de antaño.
—Los elfos se pusieron furiosos de frustración, pero no podían hacer nada. Los superábamos en número y los obligamos a rendirse. Entonces nos ofrecieron dinero.
»Pero no quisimos su dinero.
{19}
¿Para qué nos servía? Y tampoco queríamos ya su basura y sus desperdicios.
—¿Qué queríais, entonces? —inquirió Haplo, con curiosidad.
—Una ciudad —respondió Limbeck con un brillo de orgullo en los ojos. Parecía haberse olvidado de las gafas, que colgaban libremente de su mano—. Una ciudad ahí arriba, en el Reino Medio, por encima de la tormenta. Una ciudad donde nuestros hijos puedan sentir el sol en el rostro y ver árboles y jugar en el Exterior. Y naves dragón elfas que nos llevaran allí.
—¿Y eso le gustaría a tu pueblo? ¿No echaría en falta su... esto? —Haplo indicó con un gesto vago el paisaje iluminado por los relámpagos y los relucientes brazos esqueléticos de la Tumpa-chumpa.
—No tenemos muchas alternativas —explicó el enano—. Aquí abajo somos demasiados. Nuestra población aumenta pero los túneles, no. En una ocasión empecé a estudiar el asunto y descubrí que la Tumpa-chumpa ha estado destruyendo más zonas habitables de las que ha proporcionado. Estamos al borde de la superpoblación. Y ahí arriba, en el Reino Medio, hay zonas montañosas en las que nuestro pueblo podría construir túneles y habitarlos. Con el tiempo, aprenderían a ser felices allí.
El enano suspiró y guardó silencio, con la mirada en un suelo que no alcanzaba a ver sin las gafas.
—¿Y qué sucedió? ¿Qué dijeron los elfos? Limbeck se revolvió, inquieto, y alzó la cara. —Nos mintieron. Supongo que fue culpa mía. Ya sabes cómo era yo, entonces: confiado, ingenuo... —Se colocó una vez más las gafas y miró a Haplo como desafiándolo a discutir, pero el patryn permaneció callado—. Los elfos nos prometieron acceder a todas nuestras condiciones. Dijeron que volverían con naves acondicionadas para llevar a nuestro pueblo al Reino Medio. Y volvieron, es cierto.
En su voz había un resabio de amargura.
—Con un ejército.
—Sí. Afortunadamente, estábamos sobre aviso. ¿Recuerdas al elfo que te trajo desde el Reino Superior, el capitán Bothar'el? Haplo asintió.
—Se ha unido a los rebeldes elfos que encabeza ese... ¿cómo se llama? Me temo que lo he olvidado. En fin, Bothar'el bajó hasta aquí para avisarnos que los elfos de Tribus habían puesto en acción todas sus fuerzas navales para aplastar nuestra resistencia. No tengo reparos en confesarte, amigo mío, que me sentí abrumado.