—Tal vez tienen agua almacenada —dijo Limbeck con frialdad—. Ahí arriba tienen el control, ¿entiendes? Tienen ejércitos enteros apostados en torno a los elevadores. Ya entiendo su plan: se proponen detener el funcionamiento de la máquina y matarnos de hambre, de sed y de frío.
Limbeck volvió la mirada hacia Jarre, y ella apartó la suya de inmediato.
—¡Jarre! —Exclamó el enano—. ¡Ya estás otra vez con eso!
Jarre se sonrojó e intentó con todas sus fuerzas mirar a Limbeck, pero no le gustaba nada hacerlo cuando llevaba puestas aquellas gafas. Eran nuevas, de un diseño original y, según decía él, mejoraban increíblemente la visión. Sin embargo, por alguna extraña peculiaridad del cristal, le hacían los ojos pequeños y severos.
«Igual que su corazón», pensó Jarre con tristeza, poniendo todo su empeño en mirar a Limbeck a la cara y fracasando estrepitosamente. Por fin, se dio por vencida y ocultó los ojos tras un pañuelo que terminó por ser un deslumbrante retal blanco asomando entre la masa oscura de sus patillas, largas y tupidas.
La antorcha se consumió muy pronto. Limbeck hizo una seña a uno de sus guardaespaldas, el cual cogió rápidamente otro discurso, hizo un canuto con él y lo encendió antes de que el anterior se apagara.
—Siempre he dicho que tus discursos eran incendiarios —dijo Jarre.
Limbeck frunció el entrecejo ante el intento de chiste.
—No es momento para ligerezas. No me gusta tu actitud, Jarre. Empiezo a pensar que estás volviéndote débil, querida. Que estás perdiendo el ánimo...
—¡Tienes razón! —dijo Jarre de pronto, hablándole al pañuelo. Le resultaba más fácil hablar al pañuelo que a su dueño—. Me estoy desanimando. Tengo miedo...
—No soporto a los cobardes —declaró Limbeck—. Si estás tan asustada de los elfos como para no poder desarrollar tu labor como sectraria del Partido UAPP...
—¡No son los elfos, Limbeck! —Jarre se agarró las manos con fuerza para evitar que éstas le arrancaran las gafas a Limbeck y las hicieran trizas—. ¡Somos nosotros! ¡Tengo miedo por nosotros! ¡Tengo miedo por ti... y por ti —señaló a uno de los guardaespaldas, que parecía muy complacido y orgulloso de sí mismo—y por ti y por ti! Y también por mí. Tengo miedo de lo que vaya a ser de mí. ¿En qué nos hemos convertido, Limbeck? ¿En qué nos hemos convertido?
—No entiendo qué quieres decir, querida. —La voz de Limbeck sonó tan cortante y nítida como sus gafas nuevas, que se quitó y empezó a limpiar por enésima vez.
—Antes éramos amantes de la paz. Nunca, en la historia de los gegs, dimos muerte a nadie...
—¡«Gegs», no! —le recordó Limbeck con severidad. Jarre no le hizo caso.
—¡Ahora vivimos para matar! Algunos de los jóvenes ya no piensan en otra cosa. Matar welfos...
—Elfos, querida —la corrigió Limbeck—. Ya te lo he explicado. El término «welfos» es una palabra de esclavos, que nos enseñaron nuestros «amos». Y nosotros no somos gegs, sino enanos. El término «geg» es despreciativo, utilizado para mantenernos en nuestro lugar.
Se puso las gafas de nuevo y dirigió una mirada de furia a su interlocutora. La luz de la antorcha que brillaba por debajo de su rostro (el enano que la portaba era extraordinariamente bajo) dibujaba las sombras de las gafas hacia arriba, lo que proporcionaba a Limbeck una apariencia sumamente siniestra. Esta vez, Jarre no pudo evitar mirarlo; contempló a Limbeck con una extraña fascinación.
—¿Quieres volver a ser una esclava, Jarre? —Inquirió el enano—. ¿Acaso debemos rendirnos y arrastrarnos hasta los elfos y arrojarnos a sus pies y besarles sus posaderas peladas y decirles que lo sentimos, que en adelante seremos buenos gegs? ¿Es eso lo que quieres?
—No, claro que no. —Jarre suspiró y se secó una lágrima que le rodaba por la mejilla—. Pero podríamos hablar con elfos. Negociar. Creo que los Wel... los elfos están tan cansados de esta lucha como nosotros.
—Tienes mucha razón, están cansados —asintió Limbeck con satisfacción—. Saben que no pueden ganar.
—¡Y nosotros, tampoco! ¡No podemos acabar con todo el imperio de Tribus! ¡No podemos remontar los cielos y volar a Aristagón para combatir allí!
—¡Y elfos tampoco pueden acabar con nosotros!
¡Podemos vivir durante generaciones aquí abajo, en nuestros túneles, sin que den con nosotros jamás...!
—¡Generaciones! —exclamó Jarre—. ¿Es eso lo que quieres, Limbeck? ¿Una guerra que dure generaciones? ¿Niños que crezcan sin conocer jamás otra cosa que no sea el miedo, que no sea huir y ocultarse?
—Por lo menos, serán libres —sentenció Limbeck mientras se sujetaba de nuevo las gafas a las orejas.
—No lo serán. Mientras uno tiene miedo, no es nunca libre —replicó la enana sin alzar la voz.
Limbeck no dijo nada. Permaneció silencioso.
Aquel silencio era terrible. Jarre no lo soportaba. Era triste, lastimero y pesado, y le recordaba algo, algún lugar, alguien. Alfred. Alfred y el mausoleo. Los túneles secretos bajo la estatua del dictor, las hileras de sepulcros de cristal con los cuerpos de los hermosos jóvenes muertos. Allí abajo también había silencio, y Jarre se había asustado con aquella quietud.
«—¡No pares! —le había dicho a Alfred.»
«—¿Parar, qué? —Alfred había parecido bastante obtuso.»
«—¡Parar de hablar! ¡Es el silencio! ¡No soporto escucharlo!»
Y Alfred la había consolado.
«—Éstos son mis amigos... Aquí nadie puede causarte daño. Ya no. Y no es que te lo hubieran hecho en otro momento: al menos, no conscientemente.»
Y entonces Alfred había dicho algo que Jarre había recordado, algo que se había estado diciendo a sí misma muchas veces.
«—Pero ¡cuánto daño hemos causado involuntariamente, con la mejor intención!»
«—Con la mejor intención —repitió, hablando para llenar el espantoso silencio.»
—Has cambiado, Jarre —le dijo Limbeck en tono severo.
—Tú también —replicó ella.
Y, tras esto, no quedó mucho por hablar y se quedaron allí plantados, en la casa de Limbeck, escuchando el silencio. El guardaespaldas arrastró los pies e intentó aparentar haberse vuelto sordo y no haber oído una palabra.
La discusión tenía lugar en los aposentos de Limbeck, en su presente vivienda de Wombe, no en su antigua casa de Het. Era una vivienda excelente para lo acostumbrado entre los gegs, digna de acoger al survisor jefe,
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que es lo que Limbeck era ahora. Ciertamente, el habitáculo no era tan perfecto como el tanque de almacenaje donde tenía su morada el anterior survisor jefe, Darral Estibador. Pero el tanque de almacenaje estaba demasiado cerca de la superficie y, en consecuencia, demasiado cerca de los elfos, que se habían adueñado de la superficie de Drevlin.
Limbeck, junto con el resto de su pueblo, se había visto obligado a excavar más lejos de la superficie y buscar refugio en las profundidades de la isla flotante. Esto no había sido un problema grave para los enanos. La gran Tumpa-chumpa estaba excavando, taladrando y horadando continuamente. Apenas pasaba un ciclo sin que se descubriera un nuevo túnel en algún lugar de Wombe, de Het, Lek, Herot o cualquier otra de las ciudades gegs de Drevlin.
Lo cual era una suerte, pues la Tumpa-chumpa, sin ninguna razón aparente que nadie fuera capaz de descubrir, también solía enterrar, aplastar, rellenar o destruir de alguna otra manera túneles existentes previamente. Los enanos
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se tomaban todo ello con filosofía, se escabullían de los túneles hundidos y se dedicaban a buscar otros nuevos.
Por supuesto, ahora que la Tumpa-chumpa había dejado de funcionar, no se producirían más derrumbes ni se crearían nuevos túneles. No habría más luz, ni sonido, ni calor. Jarre se estremeció y deseó no haber pensado en calor. La antorcha empezaba a vacilar y a apagarse. Rápidamente, Limbeck enrolló otro discurso.
Los aposentos de Limbeck se encontraban a gran profundidad, en uno de los puntos más distantes de la superficie de Drevlin, directamente debajo del gran edificio conocido como la Factría. Una serie de escaleras de peldaños pronunciados y estrechos descendía de un pasadizo al siguiente, hasta llegar al que daba acceso al refugio de Limbeck.
Las escaleras, los peldaños, el pasillo y el refugio no estaban tallados en la coralita, como la mayor parte de los túneles excavados por la Tumpa-chumpa. Los peldaños eran de piedra lisa, el pasadizo tenía las paredes lisas y el suelo era liso, igual que el techo. El refugio de Limbeck incluso tenía una puerta, una puerta auténtica con una inscripción. Ninguno de los enanos sabía leer, de modo que todos aceptaban sin vacilar la interpretación de Limbeck de que SALA DE CALDERAS significaba SURVISOR JEFE.
En el interior del refugio no había mucho espacio libre, debido a la presencia de una pieza enorme de la Tumpa-chumpa, de aspecto absolutamente imponente. El gigantesco artilugio, con sus innumerables tuberías y depósitos, ya no funcionaba ni lo había hecho desde hacía muchísimo tiempo, igual que la propia Factría había permanecido inactiva desde que los enanos tenían recuerdo. La Tumpa-chumpa había seguido en otra dirección, abandonando tras sí aquella parte de ella misma.
Jarre, reacia a mirar a Limbeck con las gafas puestas, fijó la vista en el artefacto y suspiró.
—El Limbeck de antes ya habría desmontado todo eso, a estas alturas —se dijo en un susurro, para llenar el silencio—. Se habría pasado el rato quitando tornillos por aquí, dando martillazos por allá, y todo el rato preguntando por qué, por qué, por qué. ¿Por qué está eso ahí? ¿Por qué funcionaba? ¿Por qué se ha parado?
»Ya nunca preguntas por qué, ¿te das cuenta, Limbeck? —dijo en voz alta.
—¿Por qué, qué? —murmuró el enano, pensativo. Jarre exhaló otro suspiro, pero Limbeck no lo oyó, o no hizo caso. —Tenemos que ir a la superficie —dijo—. Tenemos que descubrir cómo han conseguido esos elfos detener la Tumpa-chumpa...
Lo interrumpió el rumor de unas pisadas que avanzaban lentamente, arrastrándose por el suelo. Eran las de un grupo que intentaba descender un empinado tramo de escaleras en completa oscuridad, e iban acompañadas de esporádicos tropiezos y maldiciones apenas contenidas.
—¿Qué es eso? —preguntó Jarre, alarmada.
—¡Elfos! —exclamó Limbeck con aire aguerrido.
Dirigió una mirada torva a su escolta personal; el geg también parecía alarmado pero, al advertir el gesto enfurruñado de su líder, varió su expresión y adoptó también un aire de ferocidad.
Unos gritos de «¡Survisor! ¡Survisor jefe!» se filtraron a través de la puerta cerrada.
—Son los nuestros —murmuró Limbeck, irritado—. Supongo que vienen a que les diga qué hacer.
—Tú eres el survisor jefe, ¿no? —le recordó Jarre con cierta aspereza.
—Sí, bien... Claro que les diré qué hacer —soltó Limbeck, enérgico—. ¡Luchar!
¡Luchar y seguir luchando! Los elfos han cometido un error al parar la Tumpa-chumpa. Una parte de nuestro pueblo no era muy favorable al derramamiento de sangre hasta ahora, ¡pero después de esto, cambiará de opinión! Los elfos lamentaran el día en que...
—¡Survisor! —Gritaron varias voces a coro—. ¿Dónde estás? —No ven nada —dijo Jarre y, tomando la antorcha de manos de Limbeck, abrió la puerta y salió al pasillo apresuradamente.» ¿Lof? —Inquirió, al reconocer la voz de uno de los enanos—. ¿Qué sucede?
¿A qué viene esto?
Limbeck llegó a su lado.
—Saludos, Compañeros de Armas en la Lucha por Acabar con la Tiranía.
Los enanos, afectados por el peligroso viaje escaleras abajo en la oscuridad, dieron muestras de desconcierto. Lof miró a su alrededor con aire nervioso, buscando algún grupo que encajara con apelativo tan amenazador. —Se refiere a vosotros —explicó Jarre, lacónica.
—¿Sí? —Lof se quedó impresionado, hasta el punto de olvidar por un instante la razón de su presencia allí.
—Me habéis llamado —dijo Limbeck—. ¿Qué queréis? Si se trata de la Tumpa-chumpa, estoy preparando una declaración...
—¡No, no! ¡Una nave, Seoría! —Respondieron varias voces—. ¡Una nave!
—Una nave ha aterrizado en el Exterior —Lof señaló hacia arriba con gesto vago—..., Seoría —añadió con cierto retraso y algo malhumorado. Limbeck nunca le había gustado.
—¿Una nave elfa? —Inquirió Limbeck con expectación—. ¿Estrellada? ¿Sigue ahí todavía? ¿Se ha visto a algún elfo con vida? ¡Prisioneros! —añadió en un aparte a Jarre—. ¡Es lo que estábamos esperando! Los interrogaremos y luego los utilizaremos como rehenes...
—No —dijo Lof, tras reflexionar. —No, ¿qué? —inquirió Limbeck, irritado. —No, Seoría. —Quiero decir, ¿qué significa ese no? Lof meditó la respuesta. —Que la nave no se ha estrellado, que no es una nave welfa y que no vi a nadie a bordo.
—¿Cómo sabes que no es una nave wel... elfa? ¡Claro que ha de serlo! ¿Qué otra clase de nave podría ser?
—Eso, no lo sé. Pero te aseguro que reconocería inmediatamente una nave welfa —declaró Lof—. Una vez estuve a bordo de una de ellas.
Al decir esto, dirigió la mirada a Jarre con la esperanza de haberla impresionado. Jarre era la principal razón de que a Lof no le gustara Limbeck.
—Por lo menos, estuve cerca de una, la vez que atacamos la nave en los Levarriba. La de ahora no tiene alas, para empezar. Y no ha caído de los cielos,como hacen las welfas. Ésta bajó flotando suavemente, como si lo hiciera a propósito. Y, además —añadió con la vista aún fija en Jarre, pues había reservado lo mejor para el final—, está completamente cubierta de dibujos.
—Dibujos... —Jarre miró con inquietud a Limbeck, cuyos ojos mostraban un brillo intenso y firme tras las gafas—. ¿Estás seguro, Lof? En el Exterior está oscuro y seguramente caía una tormenta...
—Claro que estoy seguro. —Lof no estaba dispuesto a renunciar a su momento de gloria—. Estaba junto a los Soplarresopla de vigilancia, cuando de pronto vi esa nave que parecía..., parecía..., bueno, se parecía a él. —Lof señaló a su exaltado líder—. Grueso y orondo en el medio y prácticamente plano en los extremos.
Por fortuna, Limbeck se había quitado las gafas y estaba limpiándolas con aire pensativo, por lo que no advirtió el gesto de Lof.
—En fin —continuó éste, dándose importancia al advertir que todos, incluido el survisor jefe, estaban pendientes de sus palabras—, la nave apareció de entre las nubes y descendió hasta posarse allí. Y está completamente cubierta de dibujos. Los vi a la luz de los relámpagos.
—¿Y no observaste que estuviera dañada? —preguntó Limbeck, con los anteojos de nuevo en su sitio.