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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (11 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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El perro le tocó la pierna con la pata y soltó un gañido, como si quisiera decirle algo.

—Silencio, muchacho —le ordenó, apartándolo de sí.

El perro se puso más inquieto. Haplo miró a su alrededor y no vio nada ni distinguió a nadie. Sin prestar atención al animal, volvió a contemplar la Puerta con creciente frustración. Había acudido allí por alguna razón, pero no tenía la más remota idea de cuál.

—Ya sé lo que es eso —tronó una voz justo a su espalda, en tono conmiserativo—. Ya sé cómo te sientes.

Haplo acababa de comprobar que estaba absolutamente a solas. Ante las inesperadas palabras, pronunciadas junto a su oído, saltó como un resorte, instantáneamente a la defensiva. Las runas se activaron, esta vez con una agradable sensación de protección.

Lo único que descubrió fue la figura nada alarmante de un hombre muy anciano, de larga barba rala, vestido con ropas de color plomizo y tocado con un sombrero de punta de aspecto desgarbado. Haplo se quedó mudo de asombro, pero su silencio no preocupó al viejo, que continuó su cháchara.

—Sé exactamente cómo te sientes. Yo me he sentido igual. Recuerdo que una vez caminaba por ahí pensando en algo tremendamente importante... ¿Qué era? Déjame ver... ¡Ah, sí! La teoría de la relatividad. «E igual a eme ce al cuadrado.» ¡Caramba, ya lo tengo!, me dije. Por un instante vi la Imagen Completa y luego, al momento siguiente, ¡zas!, había desaparecido. Sin ninguna razón. Desaparecido, sin más. —El viejo parecía afligido—. ¡Después, un sabiondo llamado Einstein afirmó que se le había ocurrido a él! ¡Hum! Desde entonces, siempre anotaba las cosas en la manga de la camisa, aunque tampoco me daba resultado. Mis mejores ideas... planchadas, dobladas y almidonadas.

El viejo exhaló un suspiro, y Haplo recuperó el habla.

—¡Zifnab! —murmuró con disgusto, pero no relajó su postura defensiva. Las serpientes podían adoptar cualquier forma. Aunque, pensándolo bien, no era ésta precisamente la que escogería una de aquellas criaturas.

—¿Zifnab, has dicho? ¿Dónde está? —preguntó el viejo, sumamente airado. Con la barba erizada, se volvió en redondo—. ¡Esta vez te voy a dar tu merecido! — exclamó en tono amenazador, agitando el puño hacia el vacío—. ¡Otra vez siguiéndome, pedazo de...!

—Déjate de comedias, viejo chiflado —intervino Haplo. Puso su mano firme sobre el hombro frágil y delgado del hechicero, lo obligó a volverse hacia él y lo miró fijamente a los ojos.

Los vio cansados, llorosos e inyectados en sangre. Pero no emitían ningún fulgor rojizo. El viejo quizá no fuese una serpiente, se dijo Haplo, pero desde luego tampoco era quien fingía.

—¿Aún afirmas que eres humano? —inquirió en tono burlón.

—¿Y qué te hace creer que no lo soy? —replicó Zifnab, con aire profundamente ofendido.

—Si acaso, subhumano —retumbó una voz grave.

El perro gruñó, y Haplo se acordó del dragón del viejo. Un dragón auténtico, quizá no tan peligroso como las serpientes, pero también de cuidado. El patryn echó un rápido vistazo a sus manos y observó que los signos mágicos de su piel empezaban a emitir un ligero fulgor azul. Buscó al dragón, pero no distinguió nada con claridad. La parte alta de la muralla y la propia Última Puerta estaban envueltas en una niebla gris teñida de rosa.

—¡Cállate, rana obesa! —exclamó Zifnab. Al parecer, estaba hablando con el dragón, pero miró a Haplo con incomodidad—. ¿De modo que no humano, eh? — Zifnab se llevó de pronto los índices enjutos al rabillo de los ojos—. ¿Qué, entonces? ¿Un elfo? —dijo, imitando los ojos sesgados de éstos.

El perro ladeó la cabeza como si encontrara aquello muy divertido.

—¿No? —Zifnab hizo un gesto de decepción. Permaneció unos instantes pensativo y, de nuevo, se le iluminó el rostro—. Ya sé: ¡un enano con una tiroides hiperactiva!

—¡Viejo...! —empezó a replicar Haplo, impaciente.

—¡Espera! ¡No me lo digas! Lo adivinaré. ¿Soy más grande que una caja de pan? ¿Sí, o no? Vamos, responde. —Zifnab parecía un poco confundido. Con el cuerpo inclinado hacia adelante, cuchicheó audiblemente—: Oye, ¿tú no sabrás por casualidad qué es una caja de pan o qué tamaño tiene más o menos, verdad?

—¡Eres un sartán! —exclamó Haplo.

—No, no, nada de eso, muchacho. No estoy seguro de qué es, exactamente, pero desde luego no es lo que dices. Ese bicho no es ningún sartán.

—¡No hablo de tu dragón! Me refiero a ti.

—¡Ah! No te había entendido. Así que me tomas por un sartán, ¿eh, muchacho? Bueno, debo decirte que me siento muy halagado, pero...

—¿Puedo sugerirte que le cuentes la verdad, señor? —dijo la voz atronadora del dragón.

Zifnab pestañeó y miró a su alrededor.

—¿Tú has oído algo?

—Creo que sería lo más conveniente, señor —insistió el dragón—. De todos modos, ahora ya está al corriente...

Zifnab se acarició la larga barba blanca y estudió a Haplo con una mirada que, de pronto, se había hecho penetrante y astuta.

—¿De modo que crees que debería decirle la verdad, eh?

—Lo que recuerdes de ella, señor —precisó el dragón con un tonillo melancólico.

—¿Recordar? —Zifnab montó en cólera—. Recuerdo muchas cosas, boca de lagarto, y seguro que lamentas escucharlas. Veamos... Berlín, 1948: Tanis el Semielfo estaba en la ducha cuando...

—Disculpa, señor, pero no tenemos todo el día —lo interrumpió el dragón con voz severa—. El mensaje que recibimos era muy claro: « ¡Grave peligro! ¡Acude inmediatamente!».

Zifnab asintió, cabizbajo.

—Sí, supongo que tienes razón. La verdad, ¿eh? Muy bien. Como si me la hubieses arrancado a la fuerza, con astillas de bambú debajo de las uñas y todo eso. Sí... —El viejo exhaló un profundo suspiro, hizo una pausa teatral y completó la frase—: Soy un sartán, efectivamente.

El raído sombrero cónico le resbaló de la cabeza y cayó al suelo. El perro se acercó, lo olisqueó y soltó un poderoso estornudo. Zifnab recuperó el sombrero con gesto ofendido.

—¿Qué significa esto? —Dijo al perro—. ¡Estornudar sobre mi sombrero! ¡Mira esto! ¡Mocos de perro...!

—¿Y? —inquirió Haplo, mirando con furia al viejo hechicero. —...y gérmenes de perro y no sé qué más... —No, no. Que eras un sartán, ya lo sabía. Lo deduje en Pryan y ahora lo has confirmado. Tienes que ser uno de ellos, para haber podido cruzar la Puerta de la Muerte. Lo que quiero saber es por qué estás aquí.

—¿Que por qué estoy aquí? —Repitió Zifnab vagamente, alzando la vista al cielo—. ¿Por qué estoy aquí?

El dragón no lo ayudó. El viejo cruzó los brazos y se llevó una mano a la barbilla.

—¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué estamos cada uno de nosotros? Según el filósofo Voltaire, estamos...

—¡Maldita sea! —Estalló Haplo al tiempo que agarraba por el brazo al anciano—. Ven conmigo. Ya le contarás al Señor del Nexo acerca de ese Voltaire...

—¡El Nexo! —Zifnab dio un respingo de alarma. Con las manos sobre el corazón, retrocedió unos pasos, vacilante—. ¿Qué significa eso del Nexo? ¡Estamos en Chelestra!

—No, hechicero —replicó Haplo con aire severo—. Estás en el Nexo, y mi señor...

—¡Tú! —Zifnab agitó el puño en dirección al cielo—. ¡Tú, penosa imitación de ómnibus! ¡Nos has traído al lugar equivocado!

—No, nada de eso —lo contradijo el dragón, indignado—. Dijiste que nos detendríamos aquí, primero, y luego continuaríamos hacia Chelestra.

—¿Eso dije? —Zifnab parecía terriblemente nervioso. —Sí, señor, eso dijiste.

—¿Y no te comentaría, por casualidad, por qué quería pasar por aquí? No apuntaría a que éste es un gran lugar para comer caparazón de caodín a la barbacoa o algo parecido, ¿verdad?

El dragón suspiró y respondió: —Me parece que mencionaste que querías hablar con este caballero.

—¿Qué caballero? —Ese con el que hablas en estos momentos.

—¡Ah, ése! —exclamó Zifnab con tono triunfal. Alargó la mano y estrechó la de Haplo—. Bien, muchacho, es un placer volver a verte. Lamento las prisas, pero tenemos que marcharnos enseguida, de verdad. Me alegro de que recuperaras el perro. Ahora que te observo, me recuerdas a Harold Square. Buen chico, ese Harold. Trabajaba en una tienda de comestibles de la Quinta Avenida. Y ahora, ¿dónde tengo el sombrero...?

—Lo tienes en la mano, señor —apuntó el dragón con sufrida paciencia—. Y acabas de volverlo del revés.

—No, no, éste no es el mío, seguro. Debe de ser el tuyo. —Zifnab intentó poner el sombrero en las manos de Haplo—. El mío era mucho más nuevo. Estaba en mejor estado. Este está cubierto de tónico capilar por todas partes. ¡No intentes engañarme cambiando nuestros sombreros, muchacho!

—¿Dices que vais a Chelestra? —inquirió Haplo, tomando a su cuidado el sombrero con gesto despreocupado—. ¿Para qué?

—No es idea nuestra. ¡Nos han convocado! —Declaró Zifnab dándose aires de importancia—. Una llamada urgente a todos los sartán: «Grave peligro. Acude inmediatamente». Yo no estaba haciendo nada de provecho en este momento así que... Oye —añadió, mirando al patryn con cierto nerviosismo—, eso que tienes en la mano, ¿no es mi sombrero?

Haplo había vuelto del derecho el capirote y lo sostenía justo fuera del alcance del viejo.

—¿Quién envió el mensaje? —No venía firmado. —Zifnab no apartó la vista del sombrero.

—¿Quién envió el mensaje? —insistió Haplo, y empezó a dar vueltas al sombrero entre las manos. Zifnab alargó la suya, temblorosa.

—¿Te importaría no estrujar el ala...? Haplo apartó el sombrero. Zifnab tragó saliva. —Samuel. Sí, señor. Así se llamaba quien lo envió: Samuel... ¿o era Samil? —Samuel, Samil... ¡Te refieres a Samah! De modo que anda reuniendo a sus huestes. ¿Qué se propone hacer, dime?

Haplo bajó el sombrero hasta dejarlo a la altura del hocico del perro. Esta vez, el animal lo olisqueó con cautela antes de ponerse a roer la punta ya informe. Zifnab soltó un grito agudo.

—¡Ay! ¡Oh, cielos! Yo... creo que dijo algo... ¡No, por favor! ¡Anda, sé un buen perrito y no lo babees! Algo acerca de... de Abarrach. Nigromancia. No..., no sé nada más, me temo. —El viejo se cogió las manos y lanzó una mirada de súplica a Haplo—. ¿Me devuelves el sombrero, ahora?

—Abarrach... Nigromancia. De modo que Samah piensa ir a Abarrach a aprender el arte prohibido. Ese mundo va a hacerse muy visitado. A mi señor le interesará mucho la noticia. Creo que será mejor que te lleve conmigo...

—A mí no me lo parece.

La voz del dragón había cambiado. Hendía el aire como un trueno. Los signos mágicos de la piel de Haplo se encendieron en un destello. El perro se incorporó de un brinco, con los dientes al aire, y buscó a su alrededor la amenaza invisible.

—Devuélvele el sombrero a ese viejo senil —ordenó la voz—. Ya te ha dicho todo lo que sabe. Ese señor tuyo no le sacaría nada más. No trates de enfrentarte conmigo, Haplo —añadió el dragón con tono serio y amenazador—. Podría verme obligado a matarte... y sería una lástima.

—Sí —intervino Zifnab, aprovechando la preocupación de Haplo por el dragón para avanzar la mano con agilidad. El hechicero recuperó el maltrecho sombrero y empezó a retroceder sobre sus pasos en la dirección de la que procedía la voz del dragón—. Sería una lástima. ¿Quién encontraría a Alfred en el Laberinto? ¿Quién rescataría a tu hijo?

Haplo lo miró con los ojos como platos.

—¿Qué has dicho? ¡Espera!

Se lanzó tras el viejo. Zifnab se encogió y apretó el sombrero contra el pecho con gesto protector.

—¡No, no intentes cogerlo! ¡Déjame!

—¡Al diablo tu sombrero! Mi hijo, has dicho... ¿Qué significa eso? ¿Me estás diciendo que tengo un hijo? Zifnab miró a Haplo con cautela, sospechando que aún quería arrebatarle el sombrero.

—Respóndele, viejo idiota —exclamó el dragón—. ¡Es lo que hemos venido a contarle, en primer lugar!

—¿De veras? —El anciano dirigió una sonrisa de disculpa hacia lo alto y luego, ruborizado, añadió—: ¡Oh, sí! ¡Es cierto!

—Un hijo... —repitió Haplo—. ¿Estás seguro?

—Pues sí, querido muchacho, un retoño. Mis felicitaciones. —Zifnab alargó la mano y estrechó de nuevo la de Haplo—. Aunque, para ser precisos, es una niña —añadió, después de algunas cavilaciones.

Haplo no prestó atención al último comentario y murmuró con aire agitado:

—Un hijo. Me estás diciendo que he tenido un descendiente y que..., que está atrapado ahí dentro, en el Laberinto —y señaló la Última Puerta.

—Me temo que sí —respondió Zifnab con voz grave. De pronto, había adoptado una expresión seria, solemne—. La mujer, esa a la que amaste..., ¿no te lo dijo?

—No. —Haplo casi no se daba cuenta de lo que decía, ni a quién—. No me dijo... Pero creo que siempre supe... Y, hablando de saber, ¿cómo es que tú...?

—¡Aja! ¡Ahí te ha pillado! —Exclamó el dragón—. ¡Explícale eso, si puedes! Zifnab bajó la mirada, azorado. —Bueno, verás, una vez... Es decir, conocí a un tipo que conocía a alguien que había conocido una vez a...

—¿Qué estoy haciendo? —se preguntó Haplo en voz alta. Cruzó por su cabeza la idea de si se estaría volviendo loco—. ¿Cómo ibas a saber nada? Es un truco. Sí, eso es. Un truco para obligarme a volver al Laberinto...

—¡Oh, no, querido! ¡Nada de eso, muchacho! —Protestó Zifnab con vehemencia—. Lo que pretendo es evitar eso, precisamente.

—¿Y para eso me dices que un hijo mío está atrapado dentro?

—No digo que no debas volver, Haplo. Pero no debes hacerlo ahora. No es el momento. Te queda mucho por hacer, antes. Y, sobre todo, no debes volver solo. — El viejo hechicero entrecerró los ojos—. Al fin y al cabo, eso es lo que estabas pensando hacer cuando nos hemos presentado aquí, ¿me equivoco? ¿No te disponías a entrar en el Laberinto para buscar a Alfred?

Haplo frunció el entrecejo y no respondió. El perro, al oír el nombre de Alfred, meneó el rabo y alzó el hocico con expectación.

—Proyectabas encontrar a Alfred y llevarlo contigo a Abarrach —continuó Zifnab sin alzar la voz—. ¿Por qué? Porque allí, en Abarrach, en la llamada Cámara de los Condenados, es donde encontraréis las respuestas. Tú no puedes entrar allí sin ayuda, pues los sartán tienen el lugar muy bien guardado. Y Alfred es el único sartán que se atrevería a desobedecer las órdenes del Consejo y desactivar las runas de protección. Era eso lo que estabas pensando, ¿verdad, Haplo?

El patryn se encogió de hombros mientras contemplaba la Última Puerta con expresión sombría.

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