«Nuestra intención era buscar el Laberinto y liberar a tu pueblo. Juntos, podíamos reagrupar a los mensch, que habían quedado aturdidos e indefensos por la terrible prueba, y derrotar a los sartán. Por desgracia, el mundo al que decidimos huir, Chelestra, fue también el escogido por el Consejo Sartán. El poderoso Samah en persona fundó y edificó allí una ciudad, Surunan, y la pobló con miles de mensch esclavizados.
»No tardó en descubrir nuestra presencia y nuestros planes para derrocarlo. Samah juró que nunca abandonaríamos Chelestra con vida. Cerró y selló la Puerta de la Muerte, condenándose al aislamiento a sí mismo y al resto de los sartán dispersos por los demás mundos. Tal situación tenía que durar poco; al menos, ésa era su intención, pues pensaba acabar con nosotros enseguida. Pero demostramos ser más fuertes de lo que él había previsto. Le plantamos batalla y, aunque muchos de los nuestros perdieron la vida, lo obligamos a liberar a los mensch y, al final, lo forzamos a buscar la seguridad de la cámara donde los sartán dormían su sueño mágico.
»Antes de abandonar aquel mundo, los sartán se vengaron de nosotros. Samah dejó a la deriva el sol marino que calienta las aguas de Chelestra y el frío terrible del hielo que envuelve ese mundo de agua se apoderó de nosotros sin darnos tiempo a escapar. Lo único que pudimos hacer fue regresar a nuestra luna marina y refugiarnos en sus cavernas. El hielo nos encerró en su interior, condenándonos a una hibernación forzosa que ha durado siglos.
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»Con el tiempo, el sol marino regresó y trajo consigo el calor y una nueva vida para nosotros. Con el sol llegó un sartán, uno al que se conoce como el Mago de laSerpiente, un poderoso hechicero que ha cruzado la Puerta de la Muerte. Él despertó a los sartán y los liberó de su largo sueño. Pero para entonces, mi señor, tú y algunos de los tuyos habíais alcanzado también la libertad y, a pesar de la lejanía, lo percibimos. Notamos que vuestra esperanza nos iluminaba y nos daba más calor que el propio sol. Y entonces Haplo se presentó ante nosotros y nos inclinamos ante él y le ofrecimos nuestra ayuda para derrotar a los sartán. Para derrotar a Samah, el enemigo ancestral.
La serpiente bajó la voz y continuó:
—Haplo nos causó admiración. Confiamos en él. Teníamos a nuestro alcance la victoria sobre Samah. Nos proponíamos traer ante ti al líder de los sartán como muestra de nuestra devoción a tu causa. Pero, ay, Haplo nos traicionó. Te traicionó a ti, mi señor. Samah huyó, igual que el Mago de la Serpiente, el sartán que le envenenó la cabeza a Haplo. Los dos sartán escaparon, ¡pero sólo después que Samah, movido por el miedo a nosotros y a ti, gran Xar, abriera la Puerta de la Muerte!
»Los sartán ya no podían impedir que regresáramos para ayudarte. Hemos cruzado la Puerta de la Muerte y nos presentamos ante ti, gran Xar. Te reconocemos como nuestro dueño y señor.
La serpiente hizo una suerte de reverencia.
—¿Y cuál es el nombre de ese «poderoso» sartán al que no cesas de mencionar? —inquirió Xar. —Se hace llamar «Alfred». Un nombre mensch, mi señor.
—¡Alfred! —Xar olvidó su compostura. Bajo la túnica negra, sus puños se cerraron con fuerza—. ¡Alfred! —repitió en un susurro. Alzó la cara y vio el brillo rojo de los ojos de la serpiente. Rápidamente, recobró la calma—. ¿Haplo está con ese Alfred?
—Sí, señor.
—Entonces, Haplo me lo traerá. No debes preocuparte. Evidentemente, has malinterpretado los motivos de Haplo. Es un patryn muy astuto. Inteligente y avispado. Quizá no sea enemigo para Samah (si se trata realmente del mismo Samah, cosa que dudo mucho), pero Haplo será más que rival para ese sartán de nombre mensch. Haplo no tardará en volver, ya lo verás. Y traerá con él a Alfred. Y todo tendrá explicación.
«Mientras tanto —añadió, interrumpiendo a la serpiente antes de que ésta pudiera responder—, estoy muy cansado. Soy un viejo y los viejos necesitamos descansar. Te invitaría a mi casa pero tengo a un niño alojado conmigo. Un chico muy listo, de una inteligencia sorprendente en un mensch. Me haría preguntas que prefiero no responder. Ocúltate en el bosque y evita el contacto con mi gente, pues reaccionará como lo he hecho yo.
—El Señor del Nexo extendió la mano y mostró los tatuajes mágicos que resplandecían con un azul eléctrico—. Y quizá no sea tan paciente.
—Tu preocupación me halaga, mi señor. Haré lo que ordenes.
La serpiente hizo una nueva reverencia. Xar dio media vuelta para marcharse. A su espalda sonaron las palabras de la serpiente:
—Espero que este Haplo, en quien mi señor ha puesto tanta fe, resulte merecedor de ella.
¡Pero, muy sinceramente, lo dudo!
Las sombras crepusculares susurraron aquellas palabras no pronunciadas. Xar las captó claramente. O quizá fue él quien les dio forma en su mente, si no en voz alta. Volvió la vista atrás, irritado con la serpiente, pero ésta ya no estaba. Al parecer, se había retirado a la oscuridad del bosque sin un ruido, sin el crepitar de una hoja seca, sin el chasquido de una ramita al quebrarse. Xar se irritó aún más, y luego se enfureció consigo mismo por permitir que la serpiente lo alterara.
—Perder la confianza en Haplo es perderla en mí mismo. Yo le salvé la vida, lo saqué del Laberinto, lo eduqué y lo preparé. Le asigné esta importantísima misión de viajar a través de la Puerta de la Muerte. La primera vez que mostró dudas, lo castigué. Ya entonces limpié de su ser la ponzoña que le había inoculado ese sartán, Alfred. Haplo me es muy querido. ¡Descubrir que me ha fallado es descubrir que yo he fallado!
El resplandor de los signos mágicos de la piel de Xar empezaba a amortiguarse, pero aún bastaba para iluminar el camino del señor por el lindero del bosque. Irritado, reprimió la tentación de mirar atrás otra vez.
Desconfiaba de la serpiente pero, bien pensado, no se fiaba de casi nadie. Le habría gustado suprimir el «casi», decir que no confiaba en nadie. Pero no era así.
Sintiéndose más viejo y cansado de lo habitual, el Señor del Nexo pronunció las runas e invocó de las probabilidades mágicas un bastón de roble, recio y firme, para ayudar sus cansados pasos.
—Hijo mío... —susurró con tristeza, apoyado y encorvado sobre el bastón—. ¡Haplo, hijo mío!
LA PUERTA DE LA MUERTE
La travesía de la Puerta de la Muerte es un viaje terrible, una colisión espeluznante de paradojas que golpean la conciencia con tal fuerza que la mente queda en blanco. En una ocasión, Haplo había tratado de permanecer consciente durante el tránsito
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y todavía se estremecía al recordar la espantosa experiencia. Incapaz de encontrar refugio en el vacío, su mente había saltado a otro cuerpo, al que tenía más cerca: el de Alfred. El sartán y él habían intercambiado sus conciencias y habían revivido las experiencias vitales más profundas del otro.
Cada uno había descubierto algo del otro, y ninguno de los dos había podido seguir viendo al otro igual que antes. Haplo sabía lo que se sentía cuando uno se creía el último miembro de su raza, a solas en un mundo de extranjeros. Alfred sabía qué era estar prisionero en el Laberinto.
—Supongo que ahora lo sabe de primera mano —dijo Haplo mientras se instalaba junto al perro, disponiéndose a conciliar el sueño como hacía ahora cada vez que iba a entrar en la Puerta de la Muerte—. Pobre estúpido. Dudo que aún siga vivo. Él y esa mujer que llevó consigo... ¿cómo se llamaba? ¿Orla? Sí, eso es: Orla.
A la mención del nombre de Alfred, el perro lanzó un gañido y apoyó la cabeza en el regazo de Haplo. El patryn lo rascó bajo el hocico mientras murmuraba:
—Supongo que lo mejor que puedo desear para Alfred es que tenga una muerte rápida.
El perro suspiró y miró hacia la ventana con ojos tristes y esperanzados, como si esperara ver en cualquier momento a Alfred, regresando a bordo con su habitual paso vacilante.
Guiada por la magia de las runas, la nave dejó atrás las aguas de Chelestra y entró en la enorme bolsa de aire que rodeaba la Puerta de la Muerte. Haplo apartó de su cabeza unos pensamientos que no le ofrecían ayuda ni consuelo y procedió a verificar si la magia estaba actuando como debía, protegiendo la nave, sosteniéndola, propulsándola hacia adelante.
El patryn, sin embargo, comprobó con perplejidad que su magia apenas actuaba. Los signos mágicos estaban inscritos en el interior de la nave y no en el exterior del casco, como en anteriores ocasiones, pero esto no debería haber importado. Si acaso, las runas deberían estar actuando con más intensidad para compensar tal hecho. La sala de gobierno debería haber estado iluminada por un intenso resplandor rojo y azul, pero apenas reinaba en ella un agradable fulgor mortecino de un difuminado tono púrpura.
Haplo reprimió un breve instante de vacilación y de pánico y repasó meticulosamente toda la estructura de runas grabada en el interior del pequeño sumergible. No descubrió ningún error, lo cual no lo sorprendió puesto que, previamente, ya había revisado dos veces las inscripciones.
Corrió a la gran claraboya de la sala de gobierno, observó el exterior y alcanzó a ver la Puerta de la Muerte como un pequeño agujero que parecía demasiado angosto para cualquier nave de un tamaño mayor de...
Parpadeó y se frotó los ojos.
La Puerta de la Muerte había cambiado. Por unos instantes, Haplo se quedó en blanco, incapaz de encontrar explicación a lo que sucedía. Momentos después, tuvo la respuesta.
La Puerta de la Muerte estaba abierta.
No se le había ocurrido pensar que la apertura de la Puerta significara ninguna diferencia a la hora de cruzarla pero, por supuesto, tenía que haberla. Los sartán que habían diseñado la Puerta debían de haberla concebido como un conducto de acceso rápido y fácil a los otros tres mundos. Era lógico que así lo hicieran, y Haplo se reprendió por haber sido tan estúpido para no haber caído antes en ello. Probablemente, se habría ahorrado tiempo y preocupaciones.
¿O no?
Frunció el entrecejo y reflexionó. La entrada en la Puerta de la Muerte quizá fuese más sencilla pero, ¿qué haría una vez dentro? ¿Cómo se controlaba la travesía? ¿Funcionaría su magia? ¿O la nave se desmontaría por las junturas?
—Muy pronto conocerás la respuesta —se dijo en un murmullo—. Ya no puedes volver atrás.
Domino el impulso de ponerse a deambular por la pequeña cabina de pilotaje con paso nervioso y concentró la atención en la Puerta de la Muerte.
El agujero, que momentos antes parecía demasiado pequeño como para que pasara por él un mosquito, se había hecho enorme. La entrada, antes oscura y siniestra, estaba ahora llena de luz y color. Haplo no estaba seguro, pero le pareció captar visiones fugaces de los otros mundos. Unas imágenes pasaron velozmente por su mente y desaparecieron enseguida, como en un sueño, demasiado deprisa como para concentrarse en alguna en particular.
Las junglas cálidas y húmedas de Pryan, los ríos de roca fundida de Abarrach, las islas flotantes de Ariano: todo pasó aceleradamente ante sus ojos. Haplo vio también el tenue resplandor del suave crepúsculo del Nexo. La visión se difuminó y surgió de ella el erial yermo y aterrador del Laberinto. Luego, por un instante —tan breve que no estuvo seguro de haberlo visto realmente—, captó una fugaz visión de otro lugar, un sitio extraño que no reconoció, un paraje de tal paz y tal belleza que el corazón se le contrajo de dolor cuando la imagen se desvaneció.
Perplejo, Haplo contempló la rápida sucesión de imágenes, que le recordaba un juguete élfico
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que había visto en Pryan. Las imágenes empezaron a repetirse. Era extraño, se dijo, aunque no sabía por qué. El torbellino de visiones giró de nuevo en su mente, en el mismo orden, y por fin entendió qué significaba.
La Puerta le estaba dando a elegir destino. ¿Adonde quería ir?
Haplo sabía muy bien adonde quería dirigirse, pero esta vez no estaba seguro de cómo llegar. En otras ocasiones, la decisión había estado vinculada a su magia; sólo había tenido que buscar entre las posibilidades y seleccionar un lugar. La estructura rúnica necesaria para llevar a efecto tal selección era muy compleja y había sido extremadamente difícil de diseñar. Su señor había pasado incontables horas estudiando los textos sartán
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hasta dar con la clave; luego, había dedicado otro tiempo considerable a traducir el idioma sartán al patryn para enseñárselo a Haplo.
Pero ahora todo había cambiado. Haplo estaba cada vez más cerca de la Puerta, su nave avanzaba cada vez más deprisa y él no tenía la menor idea de cómo controlarla.
Sobreponiéndose a su creciente pánico, llegó a la conclusión de que los sartán debían de haber concebido la Puerta como un lugar seguro y de fácil acceso. Las imágenes se sucedieron de nuevo ante sus ojos en un torbellino cada vez más acelerado. Tuvo la sensación horrible de estar cayendo, como experimenta uno en los sueños: las junglas de Pryan, las islas de Ariano, el agua de Chelestra, la lava de Abarrach... Todo daba vueltas en torno a él, debajo de él. La nave caía girando hacia ellos y Haplo no podía detenerla. El crepúsculo del Nexo...
Haplo se agarró a aquella imagen con desesperación, se asió a ella y la fijó en su mente. Pensó en el Nexo, lo recordó, evocó las imágenes de sus bosques umbríos, de sus calles ordenadas, de su gente. Cerró los ojos para concentrarse mejor y para olvidar la visión aterradora del torbellino caótico. El perro empezó a lanzar aullidos, no de advertencia, sino de alegría, excitación y reconocimiento.