Samah descubrió que Alfred no sólo creía en este poder superior, sino que incluso había estado cerca de establecer contacto con él, y consideró esto como una abierta rebelión. Intentó someter a Alfred, quebrantar su fe, pero fue como querer hacer añicos una masa de pan. Alfred soportó mansamente cada golpe, cada ataque, negándose a retractarse y a aceptar los dictados de Samah.
Debo reconocer que casi sentí lástima de Alfred. Cuando por fin había encontrado a los suyos, tras buscarlos con tanto ahínco y esperanza, descubría que no podía confiar en ellos. No sólo eso, sino que tuvo conocimiento de una verdad terrible sobre el pasado de los sartán.
Con la ayuda de un aliado inesperado (mi propio perro, para ser exacto), Alfred tropezó (textualmente) por casualidad con una biblioteca secreta de los sartán. Allí descubrió que Samah y el Consejo habían sospechado la existencia de ese poder superior. La Separación no había sido necesaria. Con la ayuda de ese poder, los sartán habrían podido promover la paz.
Pero Samah no había querido la paz. El Gran Consejero quería regir el mundo a su modo, y sólo al suyo. Y por eso forzó la Separación. Por desgracia, cuando intentó recomponerlo, el mundo se desmenuzó en fragmentos cada vez más pequeños y empezó a escurrírsele entre los dedos.
Alfred descubrió la verdad. Y eso lo convirtió en una amenaza para Samah. Sin embargo, fue Alfred —el débil y torpe Alfred, que se desmayaba ante la mera mención de la palabra «peligro»—quien vino en mi ayuda en la lucha contra las serpientes dragón.
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Su intervención me salvó la vida, salvó la de los mensch y, muy probablemente, la de su propia raza desagradecida.
A pesar de ello —o tal vez a causa de ello—, Samah sentenció a Alfred a un destino terrible. El Gran Consejero arrojó a Alfred y a Orla, su amante sartán, al Laberinto.
Ahora, soy el único que conoce la auténtica verdad del peligro al que nos enfrentamos. Las fuerzas maléficas encarnadas en las serpientes dragón no pretenden dominarnos. No, sus deseos no son tan constructivos. El sufrimiento, la agonía, el caos, el miedo: éstos son sus objetivos. Y los alcanzarán, a menos que nos unamos todos para encontrar algún modo de detenerlas. Porque las serpientes dragón son poderosas, mucho más que cualquiera de nosotros. Mucho más que Samah. Mucho más que Xar.
Ahora tengo que convencer de esto a mi señor y la tarea no resultará sencilla. Para Xar, ya soy sospechoso de traición. ¿Cómo podría demostrarle que mi lealtad a él y a mi pueblo nunca ha sido más firme?
Y Alfred... ¿Qué voy a hacer con Alfred? Ese sartán calmoso, indeciso y torpe no sobrevivirá mucho tiempo en el Laberinto. Si me atreviera, podría regresar allí a salvarlo.
Pero debo reconocerlo: tengo miedo.
Estoy atemorizado como nunca en mi vida. El mal es muy grande, muy poderoso, y me enfrento a él a solas, como si mi nombre fuese profético.
A solas, con la única excepción de un perro.
Escribo esto mientras aguardo mi libertad, sentado en una celda de una prisión sartán.
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La espera será larga, sospecho, porque el nivel del agua de mar que me liberará sube muy lentamente. Sin duda, el nivel del agua está siendo controlado por los mensch, que no quieren causar daño a los sartán sino, simplemente, despojarlos de su magia.
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El agua del mar de Chelestra es respirable como el aire, pero una muralla de agua que arrasara la costa provocaría una destrucción considerable. Los mensch han demostrado tener una mentalidad práctica bastante notable al haberlo tenido en cuenta, pero sigo preguntándome cómo habrán conseguido obligar a las serpientes dragón a colaborar.
Las serpientes de Chelestra...
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Yo sé bastante de maldad, pues he nacido y sobrevivido en el Laberinto, y escapado de él, pero jamás he conocido algo tan maléfico como esas bestias. Han sido ellas quienes me han enseñado a creer en un poder superior, un poder sobre el cual tenemos escaso control y que es intrínsecamente perverso.
Alfred, mi antiguo adversario, se horrorizaría si leyera esta afirmación. Casi puedo oírlo balbucear y tartamudear una protesta: « ¡No, no! ¡Existe un poder benéfico equivalente! Los dos lo hemos visto».
Sí, eso es lo que me dirías. ¿De veras lo viste, Alfred? Y si es así, ¿dónde? Tu propia gente te ha declarado hereje y te ha enviado al Laberinto o, al menos, ésa fue su amenaza. Y Samah no parece de los que amenazan a la ligera. Dime, Alfred, ¿qué opinas de tu poder benéfico ahora... mientras luchas por sobrevivir en el Laberinto?
Te diré lo que pienso yo. Pienso que ese bien se parece mucho a ti: es débil y torpe. Aunque debo reconocer que fuiste tú quien nos salvó en nuestra lucha contra las serpientes... si es cierto que fuiste tú quien se convirtió en el mago de las serpientes, como afirmó Grundle.
Pero, cuando llegó el momento de defenderte ante Samah (y voy a concederte que pudieras haber vencido a ese maldito), «no pudiste recordar el hechizo» y aceptaste mansamente que os llevaran —a ti y a la mujer que amas— a un lugar donde, si aún estás vivo, probablemente desearías no estarlo.
El agua del mar ya empieza a colarse por debajo de la puerta. El perro no sabe qué pensar de ella. Le ladra como si intentara convencerla para que dé media vuelta y desaparezca. Comprendo cómo se siente. No puedo hacer otra cosa que sentarme aquí tranquilamente y esperar, esperar a que el líquido tibio suba por encima de la puntera de la bota, esperar la terrible sensación de pánico que me atenaza cada vez que noto cómo mi magia empieza a disolverse al contacto con el agua.
Pero esta agua es mi salvación, debo recordarlo. Ahora mismo, las runas sartán que me mantienen encerrado en esta celda ya empiezan a perder su fuerza. Su resplandor rojo se difumina. Finalmente, se apagará por completo y entonces quedaré libre.
¿Libre para ir adonde? ¿Para hacer qué?
Debo regresar al Nexo y advertir a mi señor del peligro de las serpientes. Xar no me creerá; no querrá creerme. Siempre se ha considerado la fuerza más poderosa del universo y, desde luego, tenía buenas razones para pensar que lo era. El poder siniestro y amenazador del Laberinto no podía aplastarlo. Aun hoy, lo desafía continuamente para sacar a más de los nuestros de esa prisión terrible.
Pero, contra el poder mágico de las malévolas serpientes —y empiezo a creer que éstas sólo son instrumentos del mal—, Xar tiene que inclinarse. Esta fuerza espantosa y caótica no sólo es poderosa, sino también astuta y falaz. Impone su voluntad diciéndonos lo que queremos escuchar, complaciéndonos, adulándonos y sirviéndonos. No le importa degradarse, no tiene dignidad ni sentido del honor. Emplea mentiras cuya fuerza reside en que son falsedades que uno se dice a sí mismo.
Si esta fuerza del mal penetra en la Puerta de la Muerte y no se hace nada por detenerla, preveo un día en que este universo se convertirá en una cárcel de sufrimientos y desesperación. Los cuatro mundos —Ariano, Pryan, Abarrach y Chelestra— quedarán arrasados. El Laberinto no será destruido, como era nuestra esperanza. Mi pueblo saldrá de una prisión para encontrarse en otra.
¡Debo conseguir que mi señor me crea! ¿Pero cómo, si a veces no estoy seguro de creerlo yo mismo...?
El agua me llega al tobillo. El perro ha dejado de ladrar. Me mira con gesto de reproche, exigiendo saber por qué no abandonamos este lugar incómodo. Cuando ha intentado lamer el agua, ésta se le ha metido por el hocico.
Desde la ventana no veo a ningún sartán en la calle, donde el agua fluye ya en un río caudaloso y continuo. Oigo a lo lejos la llamada de unas trompas: los mensch, probablemente, avanzando hacia el Cáliz, como llaman los sartán a su refugio. Magnífico; eso significa que habrá naves cerca. Sumergibles mensch. Mi nave, el sumergible de los enanos que modifiqué con mi magia para que me condujera a través de la Puerta de la Muerte, está amarrada en Draknor, la isla de las serpientes.
No tengo ningún deseo de volver allí, pero no tengo más remedio. Potenciada con las runas, esa nave es el único vehículo de este mundo que puede conducirme sano y salvo a través de la Puerta de la Muerte. No tengo más que bajar la mirada a las piernas, ya bañadas en el agua marina, para ver cómo se borran las runas azules tatuadas en mi piel. Pasará mucho tiempo hasta que vuelva a estar en condiciones de utilizar mi magia para modificar otra embarcación. Y se me acaba el tiempo. A mi pueblo se le acaba el tiempo.
Con un poco de suerte, conseguiré colarme en Draknor sin ser detectado, recuperar la nave y marcharme. Las serpientes deben de estar concentradas en colaborar al asalto al Cáliz, aunque me resulta extraño y, tal vez, un mal presagio no haber visto todavía ninguna de ellas. Pero, como antes he dicho, son astutas y falsas. ¿Quién sabe qué estarán tramando?
Sí, perro, ya nos vamos. Espero que los perros sepan nadar. Me parece haber oído en alguna parte que todas las especies de cuadrúpedos saben nadar lo suficiente como para mantenerse a flote.
Es el hombre el que piensa, se deja llevar por el pánico y se ahoga.
SURUNAN
CHELESTRA
El agua del mar avanzó perezosamente por las calles de Surunan, la ciudad levantada por los sartán. Poco a poco, aumentó de nivel, fluyó a través de puertas y ventanas y rebosó sobre tejados de poca altura.
Fragmentos de la vida sartán flotaron sobre el agua: un cuenco de cerámica intacto, una sandalia de hombre, un peine femenino, una silla de madera.
El agua penetró en la sala de la casa de Samah que éste utilizaba como celda. La sala estaba situada en uno de los pisos altos y, durante un rato, permaneció por encima del nivel de la inundación, pero al fin el agua se coló por debajo de la puerta, bañó el suelo y ganó altura en las paredes de la estancia. Su contacto borró la magia, la anuló, la eliminó. Las runas deslumbrantes, cuyo calor lacerante impedía a Haplo incluso acercarse a la puerta, se apagaron con un chisporroteo. Los signos mágicos que protegían la ventana eran los únicos aún intactos. Su brillante resplandor se reflejó en el agua.
Prisionero de la magia, Haplo permaneció sentado en forzosa inactividad, contemplando el reflejo de las runas que se agitaban, vibraban y danzaban con las corrientes y remolinos de las aguas en ascenso. En el momento en que el agua rozó el trazo inferior de los signos mágicos de la ventana y su resplandor empezó a debilitarse y desaparecer, Haplo se incorporó. El agua le llegaba por las rodillas.
El perro emitió un gañido. Con la cabeza y el lomo por encima del agua, el animal estaba incómodo.
—Ya está, muchacho. Es hora de irnos.
Haplo guardó el libro en el que había estado escribiendo, dentro de la camisa, se ciñó ésta a la cintura y la introdujo entre los pantalones y la piel.
Al hacerlo, advirtió que las runas tatuadas en su cuerpo se habían borrado casi por completo. El agua marina que era su bendición y le permitía escapar, también era su calamidad. Privado de sus poderes mágicos, estaba desvalido como un recién nacido y ni siquiera tenía los brazos reconfortantes y protectores de una madre que lo acunaran.
Débil e impotente, con la mente perturbada y el ánimo inquieto, tenía que abandonar aquella sala y sumergirse en el vasto mar cuyas aguas le daban la vida y lo despojaban de ella, y que lo llevarían a una arriesgada travesía.
Haplo abrió la ventana e hizo una pausa. El perro miró a su amo con aire inquisitivo. La idea de quedarse allí, a salvo en aquella prisión, resultaba tentadora. Fuera, en algún lugar más allá de aquellos muros acogedores, aguardaban las serpientes. Aquellas criaturas lo destruirían; tenían que hacerlo, pues él conocía la verdad. Sabía que eran la encarnación del caos.