Pero ésta es una larga historia.
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Baste con decir que me vi obligado a dejar Ariano sin ajustar las cuentas al único sartán que había tenido a mi alcance.
PRYAN
El siguiente mundo que visité con el perro fue Pryan, el mundo del fuego. Pryan es un mundo gigante, una esfera hueca de roca de un tamaño casi incomprensible para la mente, en cuyo centro arde un sol. La superficie interior de la esfera de roca sostiene la vegetación y la vida. Como ese mundo no gira, el sol de su centro luce permanentemente y no existe noche. En consecuencia, Pryan está cubierto por una jungla tan tupida y gigantesca que pocos de los que habitan el planeta han visto el suelo alguna vez. Ciudades enteras se levantan en los vástagos de árboles enormes cuyas poderosas ramas sostienen lagos, océanos incluso.
Los primeros personajes que conocí en Pryan fueron un viejo mago delirante y el dragón que parece ocuparse de su cuidado. Ese mago se hace llamar Zifnab (¡cuando es capaz de recordar su propio nombre!) y produce toda la impresión de estar chiflado, pero hay ocasiones en que su locura es demasiado lúcida. Ese viejo alucinado conoce demasiadas cosas: sabe demasiado de mí, de los patryn, de los sartán, de todo en general. Sabe demasiado, pero no suelta prenda.
En Pryan, igual que en Ariano, los mensch están en guerra entre ellos. Los elfos odian a los humanos, éstos desconfían de los elfos, y los enanos odian y desconfían de ambos. Lo sé muy bien, pues tuve que viajar con un grupo de humanos, elfos y un enano y nunca he visto tantas disputas, discusiones y peleas. Me harté de ellos y los dejé. Estoy seguro de que, a estas alturas, ya deben de haberse matado entre ellos. Eso, o han acabado con ellos los titanes.
Estos titanes... En el Laberinto encontré muchos monstruos temibles, pero pocos de ellos comparables con los titanes de Pryan. Humanoides gigantes, ciegos y de inteligencia muy limitada, son creaciones mágicas de los sartán, que los utilizaban como vigilantes de los mensch. Mientras sobrevivieron, los sartán tuvieron bajo su control a los titanes, pero también en ese mundo, como en Ariano, la raza sartán empezó a menguar misteriosamente. Los titanes se quedaron sin tarea que cumplir y sin supervisión y ahora vagan por Pryan en grandes grupos, preguntando a todos los mensch que encuentran: « ¿Dónde están las ciudadelas?
¿Cuál es nuestro propósito?
Cuando no reciben respuesta a esas extrañas preguntas, los titanes son presa de una rabia incontenible y hacen pedazos al desgraciado mensch. Nada ni nadie puede resistirse a estos seres espantosos, pues los titanes poseen una forma rudimentaria de magia rúnica de los sartán. De hecho, estuvieron en un tris de acabar conmigo, pero eso también es otra historia.
{2}
En cualquier caso, yo también empecé a hacerme sus mismas preguntas: ¿Dónde estaban esas ciudadelas? ¿Qué eran, en realidad? Y di con la respuesta, al menos en parte.
Las ciudadelas son recintos maravillosos y relucientes construidos por los sartán a su llegada a Pryan. Por lo que he podido deducir de los registros y documentos que dejaron los sartán, las ciudadelas tenían como propósito captar energía del sol perpetuo de Pryan y transmitirla a los otros mundos a través de la Puerta de la Muerte, mediante la acción de la Tumpa-chumpa. Sin embargo, la máquina no funcionó y la Puerta de la Muerte permaneció cerrada. Las ciudadelas quedaron vacías, desiertas, y su luz no pasó de un leve resplandor, como mucho.
ABARRACH
A continuación, viajé a Abarrach, el mundo de piedra.
Y fue en este viaje cuando recogí en mi nave a mi indeseado compañero de travesía: Alfred, el sartán.
Alfred había estado rondando la Puerta de la Muerte en un vano intento de localizar al pequeño Bane, el niño humano que me había llevado de Ariano. Por supuesto, sus intentos resultaron fallidos. Alfred, un individuo que no sabe andar sin tropezar con los cordones de sus propios zapatos, se equivocó de blanco y fue a aterrizar en mi nave.
En ese trance, cometí una equivocación. En aquel momento, tenía a Alfred en mis manos y debería haberlo llevado inmediatamente ante mi señor. Xar habría podido arrancar, dolorosamente, todos los secretos del alma de aquel sartán.
Pero mi nave acababa de entrar en Abarrach y no quise marcharme, no quise volver a hacer el viaje, temible y perturbador, a través de la Puerta de la Muerte. Y, para ser sincero, quise tener cerca a Alfred durante un tiempo. Al atravesar la Puerta de la Muerte, Alfred y yo habíamos experimentado, de forma totalmente involuntaria, un cambio de cuerpos. Durante unos breves instantes, me había encontrado en la mente de Alfred, compartiendo sus pensamientos, sus miedos, sus recuerdos. Y, al propio tiempo, el sartán se había encontrado en la mía. Muy pronto, los dos regresamos a nuestro cuerpo respectivo, pero me di cuenta de que yo ya no era el mismo, aunque me costó mucho tiempo aceptarlo.
Aquella experiencia me había permitido conocer y comprender a mi enemigo, y eso me hacía difícil seguir odiándolo. Además, como pudimos comprobar, Alfred y yo nos necesitábamos mutuamente para nuestra propia supervivencia.
Abarrach es un mundo terrible. Fría piedra en el exterior, roca fundida y lava en el interior. Los mensch que los sartán instalaron allí no pudieron sobrevivir mucho tiempo en sus cavernas infernales. Alfred y yo tuvimos que recurrir a todos nuestros poderes mágicos para sobrevivir al calor ardiente que surgía de los océanos de magma y a los vapores ponzoñosos que impregnaban el aire.
No obstante, en Abarrach vive gente.
Y también viven los muertos.
Fue allí, en Abarrach, donde Alfred y yo descubrimos a unos descendientes envilecidos de su raza, los sartán. Y fue allí, también, donde encontramos la trágica respuesta al misterio de qué había sido de esa raza. Los sartán de Abarrach se habían dedicado al arte prohibido de la nigromancia y despertaban a sus propios muertos, proporcionándoles una penosa y execrable apariencia de vida, para utilizarlos como esclavos. Según Alfred, este arte arcano estaba prohibido antiguamente porque se había descubierto que, por cada muerto devuelto a la vida, uno de los vivos perdía la suya. Pero esos sartán de Abarrach habían olvidado la prohibición, o bien habían decidido saltársela.
Yo, que había sobrevivido al Laberinto, me consideraba endurecido e insensible a casi cualquier atrocidad, pero los muertos vivientes de Abarrach aún pueblan mis peores pesadillas. Intenté convencerme de que la nigromancia podía resultar un instrumento muy valioso para mi señor, pues un ejército de muertos es indestructible, invencible, imbatible. Con un ejército así, mi señor podía conquistar fácilmente los demás mundos y ahorrarse la trágica pérdida de vidas de mi pueblo.
En ese mundo, estuve muy cerca de acabar convertido también en un cadáver. La idea de que mi cuerpo continuara viviendo en una perpetua esclavitud idiotizada me horrorizaba, y la posibilidad de que tal cosa les sucediera a otros me resultó insoportable. Decidí, por tanto, no informar a mi señor de que los sartán deaquel mundo maldito practicaban las artes nigrománticas. Éste fue mi primer acto de rebelión contra mi señor.
Pero no iba a ser el último.
También allí, en Abarrach, tuve otra experiencia que me produjo dolor, perplejidad, irritación y confusión, pero que aún me inspira un temor reverencial cada vez que la evoco.
Huyendo de una persecución, Alfred y yo penetramos en una sala conocida como la Cámara de los Condenados. Mediante la magia del lugar, fui transportado al pasado y me encontré de nuevo dentro de un cuerpo ajeno, el de un sartán. Y fue entonces, durante esta experiencia mágica y extraña, cuando descubrí la existencia de un poder superior. Me fue revelado que yo no era ningún semidiós, como siempre había creído, y que la magia que yo dominaba no era la fuerza más poderosa del universo.
Existe otra aún más poderosa, una fuerza benévola que sólo persigue la bondad, el orden y la paz. En el cuerpo de ese sartán desconocido, deseé vehementemente entrar en contacto con esa fuerza, pero, antes de que pudiera hacerlo, otros sartán —temerosos de la verdad que acabábamos de descubrir— irrumpieron en la cámara y nos atacaron. Los reunidos en aquella sala morimos allí y todo rastro de nosotros y de nuestro hallazgo se perdió, salvo una misteriosa profecía.
Cuando desperté, en mi propio cuerpo y en mi propio tiempo, sólo guardaba un recuerdo bastante impreciso de lo que había visto y oído, pero puse todo mi empeño en olvidar incluso eso. No quería afrontar el hecho de que, comparado con ese poder, yo era tan débil como cualquier mensch. Acusé a Alfred de intentar engañarme, de haber creado aquella fantasía. Él lo negó, por supuesto, y juró que había experimentado exactamente lo mismo que yo. Me negué a creerle.
Juntos, escapamos de Abarrach salvando la vida por muy poco.
{3}
Cuando lo abandonamos, los sartán de ese mundo espantoso estaban ocupados en destruirse unos a otros, convirtiendo a los vivos en «lazaros», cuerpos muertos cuyas almas quedan atrapadas eternamente dentro de sus cáscaras sin vida. Diferentes de los cadáveres ambulantes, los lazaros son mucho más peligrosos porque poseen inteligencia y voluntad. Y una determinación siniestra y espantosa.
Me alegré de abandonar un mundo así. Una vez dentro de la Puerta de la Muerte, dejé que Alfred siguiera su camino mientras yo tomaba el mío. Al fin y al cabo, el sartán me había salvado la vida. Y yo estaba harto de tanta muerte, de tanto dolor, de tantos padecimientos. Ya había visto suficiente y sabía muy bien el trato que Alfred recibiría de Xar, si caía en manos de mi señor.
CHELESTRA
Cuando regresé al Nexo, efectué mi informe sobre Abarrach en forma de un mensaje escrito a mi señor, pues temí no poder ocultarle la verdad si me presentaba ante él. Pero Xar supo que le había mentido y me pilló antes de que tuviera ocasión de abandonar el Nexo. Mi señor me castigó, estuvo a punto de matarme. Yo merecía el castigo. El dolor físico que me produjo fue mucho más soportable que la aflicción que me causó el sentimiento de culpabilidad. Así, terminé por contarle a Xar todo lo que había descubierto en Abarrach. Le hablé de las artes nigrománticas, de la Cámara de los Condenados y de ese poder superior.
Mi señor me perdonó y me sentí limpio, renovado. Todas mis preguntas habían tenido respuesta. Una vez más, conocía mi propósito, mi objetivo. Eran los de Xar. Yo pertenecía a Xar. Cuando viajé a Chelestra, el mundo del agua, lo hice con la firme determinación de ganarme otra vez la confianza de mi señor.
Y, en aquel punto, se produjo una circunstancia extraña. El perro, mi permanente compañero desde que me había salvado la vida en el Laberinto, desapareció de mi lado. Yo me había acostumbrado a tenerlo cerca, aunque a veces fuera una molestia, de modo que me dediqué a buscarlo, pero se había esfumado. Lo lamenté, pero no por mucho rato. Tenía cosas más importantes en la cabeza.
Chelestra es un mundo compuesto casi únicamente de agua, que vaga a la deriva en las frías profundidades del espacio. Su superficie exterior está formada de hielo sólido; en cambio, en el interior, los sartán colocaron un sol que arde mágicamente en el agua y proporciona luz y calor a ese mundo.
Los sartán tenían la intención de controlar ese sol, pero se encontraron con que carecían de la energía necesaria para ello, de modo que el sol se mueve a la deriva por las aguas, calentando sólo ciertas zonas de Chelestra cada vez, mientras otras zonas quedan congeladas hasta el regreso del sol. En Chelestra, en lo que se conoce como lunas marinas, viven varios grupos de mensch. Y una de esas lunas está habitada por los sartán, pero eso no lo supe hasta más adelante.
Mi llegada a Chelestra no fue muy afortunada. Mi nave penetró en sus aguas y, al instante, empezó a romperse. Tal destrucción resultaba incomprensible, ya que todo el exterior de mi nave estaba protegido con runas y muy pocas fuerzas — desde luego, no el agua de mar normal y corriente— podían desbaratar su poderosísima magia.
Pero, por desgracia, aquélla no era un agua normal.
Me vi obligado a abandonar la nave y me encontré nadando en un océano inmenso. Pensé que iba a ahogarme sin remedio, pero pronto descubrí, para mi asombro y mi satisfacción, que podía respirar aquella agua con la misma facilidad que respiraba aire. También descubrí, con mucha menos satisfacción, que el agua tenía el efecto de destruir por completo las runas de protección tatuadas en mi piel, lo que me dejaba impotente y desvalido como un mensch.
En Chelestra encontré nuevas pruebas de la existencia de un poder superior. Sin embargo, este poder no busca el bien, sino el mal. Se refuerza con el miedo, se alimenta del terror y se complace en infligir dolor. Y sólo vive para fomentar el caos, el odio y la destrucción.
Encarnado en forma de enormes serpientes dragón, este poder maléfico estuvo muy cerca de seducirme para que le sirviera. Me salvaron de ello tres chiquillos mensch, uno de los cuales murió en mis brazos más tarde. Así pues, tuve ocasión de ver el mal cara a cara y de comprender que su propósito era destruirlo todo, incluso a nosotros, los patryn. Y decidí enfrentarme a él, aunque sabía que no podía vencerlo. Este poder es inmortal, pues vive dentro de cada uno de nosotros. Nosotros lo hemos creado.
Al principio, creí que luchaba solo, pero luego advertí que alguien acudía en mi apoyo. Era mi amigo, mi enemigo: Alfred.
El sartán había llegado también a Chelestra casi al mismo tiempo que yo, pero habíamos ido a parar a lugares muy diferentes y alejados. Alfred se encontró en una cripta sartán parecida a aquella de Ariano donde yacía muerta la mayoría de su pueblo. Pero, en Chelestra, los ocupantes de la cripta estaban vivos. Y resultaron ser los miembros del Consejo Sartán, los responsables de la Separación de los mundos y de nuestro encierro en el Laberinto.
Ante la amenaza de las maléficas serpientes dragón, contra las cuales no podían luchar porque el agua del mar anulaba su magia, los sartán lanzaron una llamada de ayuda a sus hermanos y, a continuación, se sumieron en un estado letárgico a la espera de la llegada de otros sartán.
Pero el único que acudió, y por pura casualidad, fue Alfred.
No es preciso decir que no era, precisamente, lo que el Consejo esperaba.
Samah, el jefe del Consejo, es un calco de mi señor, Xar (¡aunque ninguno de los dos me agradecería la comparación!). Los dos son orgullosos, despiadados y ambiciosos. Los dos creen ejercer el poder supremo del universo y la idea de que pudiera existir una fuerza superior, un poder más alto, es anatema para ambos.