—Pero Haplo no te ama, abuelo —exclamó Bane, sin terminar de entender. Se acercó a Xar y lo miró con adoración—. El único que te ama soy yo, y te lo demostraré. ¡Ya lo verás!
—¿Lo dices en serio, Bane? —El anciano Señor del Nexo dio unas palmaditas de aprobación al muchacho y lo acarició con afecto.
Un niño patryn jamás habría sido estimulado a experimentar tal cariño, y mucho menos a demostrarlo, pero Xar había tomado gusto por el chiquillo humano. Después de una larga vida solitaria, el poderoso patryn disfrutaba con la compañía del muchacho y se complacía enseñándole. Bane era brillante, inteligente y extraordinariamente hábil para la magia, tratándose de un mensch.
Y, además de todo esto, al Señor del Nexo le resultaba muy agradable sentirse adorado.
—¿Vamos a estudiar las runas sartán esta noche, abuelo? —Preguntó Bane con expectación—. He aprendido algunas nuevas. Y puedo hacerlas actuar. Te lo enseñaré...
—No, pequeño. —Xar retiró la mano de la cabeza del muchacho y apartó de su cuerpo el firme abrazo del chiquillo—. Estoy cansado y debo estudiar ciertas cosas antes de viajar a Abarrach. Ve a jugar por ahí.
El muchacho se quedó cabizbajo, pero guardó silencio pues ya había aprendido la dura lección de que discutir con Xar era tan inútil como peligroso. Bane recordaría el resto de su vida la primera vez que había organizado un berrinche de pataleos y sofocos en un esfuerzo por conseguir sus propósitos. El truco siempre le había dado resultado con otros adultos, pero con el Señor del Nexo no tuvo éxito.
Y el castigo había sido inmediato, duro y severo.
Bane no había respetado a ningún adulto hasta aquel momento. En adelante, respetó a Xar, lo temió y terminó por amarlo con toda la pasión de la naturaleza afectuosa que había heredado de su madre, ensombrecida y corrompida por su malévolo padre.
Xar se encaminó a la biblioteca, una dependencia en la que Bane no tenía permitido entrar. El pequeño regresó a sus aposentos para trazar de nuevo la elemental estructura rúnica sartán que finalmente, tras muchos y concienzudos esfuerzos, había conseguido reproducir y hacer actuar. Una vez a solas en su habitación, Bane se detuvo.
Acababa de tener una idea. La revisó para asegurarse de que no tenía ningún punto débil, pues era un chico muy listo y había aprendido muy bien las lecciones de Xar acerca de avanzar con cautela y con muchas reflexiones en cualquier empresa.
El plan parecía impecable. Si lo descubrían, siempre podría salirse con la suya a base de lamentos, lágrimas o encanto. Aquellos trucos no funcionaban con el hombre al que había adoptado como abuelo, pero Bane no sabía que fallaran jamás con otros adultos.
Incluido Haplo.
Bane agarró una capa oscura, se la echó sobre sus enclenques hombros, salió de la casa de Xar y se confundió con las sombras crepusculares del Nexo.
EL NEXO
Preocupado, Haplo abandonó la casa de su señor y echó a andar sin una idea clara de adonde iba. Deambuló por los senderos del bosque, varios de los cuales se entrecruzaban en dirección a diferentes partes del Nexo. La mayor parte de sus pensamientos estaba concentrada en reconstruir la conversación con su señor, tratando de encontrar en ella alguna esperanza de que Xar hubiera escuchado su advertencia y estuviese en guardia contra las serpientes.
No tuvo mucho éxito en su búsqueda, pero no podía culpar de ello a su señor. En Chelestra, aquellas bestias lo habían seducido también a él con sus lisonjas, con su actitud de abyecta degradación y de adulador servilismo. Era evidente que las serpientes habían engañado al Señor del Nexo y él, Haplo, tenía que encontrar el modo de convencerlo de que el verdadero peligro eran aquellas criaturas, y no los sartán.
Con la mayor parte de su mente ocupada en este tema preocupante, Haplo buscó a su alrededor algún rastro de la serpiente, con la vaga idea en la cabeza de que quizá pudiera sorprender a la criatura en un momento de descuido y obligarla a confesar ante Xar sus verdaderas intenciones. Sin embargo, no vio señal del falso patryn. Probablemente, era lo mejor, reconoció para sí de mal talante. Las malévolas criaturas eran astutas y sumamente inteligentes. Cabían pocas esperanzas de que alguna se dejara engatusar. Haplo continuó caminando y reflexionando. Por fin, abandonó el bosque y se encaminó a la ciudad del Nexo entre prados bañados por la media luz.
Después de haber visto otras ciudades sartán, Haplo sabía que la del Nexo también era obra suya.
Una altísima torre helicoidal de cristal, sostenida por columnas, se alzaba sobre una cúpula formada por arcos de mármol en el centro de la ciudad. La aguja central estaba enmarcada por otras cuatro, en un conjunto armonioso. En un nivel inferior había otras ocho enormes torres y entre ambos niveles se extendían grandes terrazas de muros de mármol. Allí, en las terrazas, se alzaban viviendas y tiendas, escuelas y bibliotecas, todo aquello que los sartán consideraban necesario para una vida civilizada.
Haplo había visto una ciudad idéntica en el mundo de Pryan y otra muy similar en Chelestra. Observando la ciudad desde la distancia, contemplándola con los ojos de quien ha visto a sus hermanas y reconoce un desconcertante parecido de familia, Haplo creyó comprender por fin la razón de que su señor hubiera decidido no vivir dentro de sus paredes de mármol.
—No es más que otra prisión, hijo mío —le había dicho Xar—. Una prisión diferente del Laberinto y, en cierto modo, aún más peligrosa. Aquí, en su mundo crepuscular, los sartán esperaban que nos haríamos tan apacibles como el aire, tan grises como las sombras. Planeaban nacernos caer presa de los lujos y de la vida fácil. De cumplirse sus intenciones, nuestras espadas de afilada hoja se oxidarían en sus vainas tachonadas de piedras preciosas.
—Entonces, nuestra gente no debería vivir en la ciudad —había protestado Haplo—. Deberíamos abandonar esos edificios e instalarnos en el bosque —había propuesto. En aquel tiempo, Haplo era joven y estaba lleno de rabia.
Pero Xar se había encogido de hombros.
—¿Y desperdiciar todas estas excelentes construcciones? No. Los sartán nos subestiman si creen que nos dejaremos seducir tan fácilmente. Volveremos su plan contra ellos: nuestro pueblo descansará y se recuperará de su terrible prueba y nos haremos fuertes como nunca lo hemos sido. Y entonces estaremos dispuestos para la lucha.
Así pues, los patryn —los pocos cientos que habían escapado del Laberinto— ocuparon la ciudad y la adaptaron a sus necesidades. Al principio, a muchos les resultó difícil instalarse y sentirse cómodos entre cuatro paredes, pues procedían de un ambiente primitivo y áspero. Pero los patryn son gente práctica, estoica, adaptable. La energía mágica que en otro tiempo habían dedicado a la lucha por la supervivencia se canalizaba ahora en otros usos más constructivos: el arte de la guerra, el estudio del control de mentes más débiles, la preparación de los suministros y equipo necesarios para llevar a cabo una campaña bélica en unos mundos con enormes diferencias.
Haplo entró en la ciudad y recorrió sus calles, que brillaban como perlas a la media luz. Hasta entonces, siempre que vagaba por el Nexo había experimentado un orgullo y una exaltación desbordantes. Los patryn no son como los sartán. Los patryn no se detienen en las esquinas para charlar de encumbrados ideales, para comparar filosofías o para complacerse en agradables muestras de camaradería. Serios y adustos, estoicos y decididos, ocupados en cuestiones importantes que sólo eran asunto de cada cual, los patryn se cruzaban por la calle deprisa y en silencio, con un seco gesto de reconocimiento a veces, como mucho.
Pero, a pesar de todo, existe entre ellos un sentido de comunidad, de proximidad familiar. Una mutua confianza, completa y absoluta.
O, al menos, la había habido hasta entonces. Ahora, Haplo miraba a su alrededor con inquietud y recorría las calles con cautela. Se había descubierto a sí mismo mirando ceñudo a cada uno de sus compatriotas patryn, estudiándolos con recelo. Él había visto a las serpientes como áspides gigantescos en Chelestra y, hacía muy poco, se había encontrado con una que tenía el aspecto de uno de los suyos. Ahora, para él no cabía duda de que las perversas criaturas podían adoptar cualquier forma que quisieran.
Los demás patryn empezaron a notar la extraña conducta de Haplo y a dirigirle miradas sombrías y perplejas que instintivamente pasaban a defensivas si los suspicaces ojos de Haplo parecían amenazar con invadir el terreno personal.
A Haplo le dio la impresión de que había un montón de extraños en el Nexo, más de los que recordaba. No era capaz de reconocer ni la mitad de las caras que veía. Los que creía reconocer estaban cambiados, diferentes.
Los signos mágicos de su piel empezaron a emitir un leve resplandor y notó su escozor, su quemazón. Se frotó la mano y miró furtivamente a todos cuantos pasaban cerca de él. El perro, que avanzaba a su lado con un trotecillo alegre, advirtió el cambio experimentado por su amo y, al instante, se puso en guardia él también.
Una mujer con ropas de mangas largas y anchas que le cubrían los brazos y las manos pasó demasiado cerca de él, o eso le pareció a Haplo.
—¿Qué andas haciendo? —exclamó. Alargó la mano, agarró a la mujer por el brazo con rudeza y remangó la ropa para observar las runas de su piel.
—¿Pero qué demonios significa esto? —La mujer le lanzó una mirada iracunda, se desasió de él con un ágil y experto giro de muñeca e insistió—: ¿Qué diablos te sucede?
Otros patryn hicieron un alto en sus cavilaciones privadas y se agruparon al instante frente a la posible amenaza.
Haplo se sintió ridículo. La mujer era, efectivamente, una patryn.
—Lo siento —murmuró al tiempo que alzaba las manos, mostrando las palmas desnudas y desprotegidas en señal de que no tenía intención de causar daño y de que no haría uso de la magia—. Silencio, perro. Yo... he creído que...
No podía decirles lo que había creído, lo que había temido. No le habrían creído, igual que había sucedido con Xar.
—La enfermedad del Laberinto —dijo otra mujer de más edad en tono neutro, práctico—. Yo me ocuparé de él.
Los demás asintieron; el diagnóstico era correcto. Habían visto reacciones como aquélla a menudo, sobre todo entre los recién llegados del Laberinto. Un terror insensato se adueñaba de la víctima y lo impulsaba a correr por las calles creyéndose de nuevo en aquel lugar espantoso.
La mujer alargó las manos para tomar entre ellas las de Haplo, para compartir el círculo de sus respectivos seres, para reponer sus sentidos confundidos y desvariantes.
El perro miró a su amo, inquisitivo.
¿Debo permitirlo? ¿O no
?
Haplo se descubrió mirando fijamente las runas de las manos y los brazos de la segunda mujer. ¿Tenían sentido? ¿Había en ellas orden, sentido y propósito? ¿O era otra serpiente?
Retrocedió un paso y hundió las manos en los bolsillos.
—No —murmuró—. Gracias, pero ya estoy bien. Yo... lo siento mucho — repitió sus disculpas a la primera mujer, que lo observaba con fría piedad.
Con los hombros encogidos y las manos todavía en los bolsillos, Haplo se alejó rápidamente con la esperanza de perderse por las calles zigzagueantes. El perro, confundido, lo siguió pegado a los talones con una mirada desdichada fija en su amo.
A solas, fuera de la vista de los transeúntes, Haplo se apoyó contra un edificio e intentó contener el temblor que lo atenazaba.
—¿Qué me sucede? No confío en nadie, ¡ni siquiera en mi propio pueblo, en mi propia gente! ¡Es cosa de las serpientes! Me han metido el miedo en el cuerpo. En adelante, cada vez que vea a alguien, me asaltará la duda: ¿será un enemigo?, ¿será una de ellas? ¡Ya nunca podré confiar en nadie! ¡Y, pronto, todo el mundo en todos los mundos se verá obligado a vivir así! ¡Xar, mi señor! —Gritó con angustia—. ¿Por qué no te das cuenta?
»¡Tengo que hacerle entender! —murmuró, febril—. Tengo que nacer que mi pueblo comprenda. ¿Cómo? ¿Cómo puedo convencerlo de algo que yo mismo no estoy seguro de entender? ¿Cómo puedo convencerme yo mismo?
Anduvo y anduvo sin saber adonde y sin que le importara. Y, por fin, se encontró fuera de la ciudad, en una llanura desolada. Una muralla cubierta de runas sartán de advertencia le impedía el paso. Los signos mágicos, con suficiente poder como para matar, prohibían que nadie se acercara a la muralla desde ninguno de los dos lados. Sólo había un estrecho pasadizo por donde cruzarla.
Haplo estaba ante la Última Puerta, ante el conducto que conducía fuera... o dentro... del Laberinto.
Se detuvo ante la Puerta sin una idea muy clara de por qué estaba allí, de qué lo había conducido a aquel lugar. La contempló y experimentó la mezcla de sensaciones de repulsión, miedo y amenaza que lo asaltaba cada vez que se aventuraba a acercarse a aquel lugar.
La tierra a su alrededor estaba en silencio, e imaginó oír las voces de los atrapados al otro lado, sus súplicas de ayuda, sus gritos de desafío, las sonoras maldiciones en sus estertores de muerte contra aquellos que los habían encerrado en tal lugar.
Haplo se sentía abrumado, como siempre que se acercaba allí. Quería entrar a ayudar, quería unirse a la lucha, quería aliviar a los moribundos con promesas de venganza. Pero sus recuerdos, su temor, eran manos poderosas que lo retenían, que lo paralizaban.
Pero había acudido allí por alguna razón y, desde luego, no para quedarse plantado ante la Puerta.