—¿Y qué, si así era?
—Todavía no es el momento. Antes, tienes que poner en funcionamiento la máquina. Entonces, las ciudadelas empezarán a brillar y los durnais despertarán. Cuando todo eso suceda, si realmente se produce algún día, el Laberinto empezará a cambiar. Es lo mejor para ti. Y lo mejor para ellos —añadió, con una ominosa indicación de cabeza hacia la Puerta.
Haplo lo miró, colérico.
—¿Alguna vez dices algo coherente? Zifnab puso una mueca de alarma y sacudió la cabeza. —Intento que no. Me da marcha. Pero me has interrumpido y ya no sé qué más iba a decir... —Que no debe ir solo —le apuntó el dragón.
—¡Ah, sí! No debes ir solo, muchacho —dijo Zifnab con énfasis, como si la idea se le acabara de ocurrir—. Ni al Laberinto, ni al Vórtice. Y menos aún a Abarrach.
El perro lanzó un ladrido, herido en lo más hondo.
—¡Oh, perdóname! —Añadió Zifnab y, alargando la mano, dio unas tímidas palmaditas en la cabeza al animal—. Mis sinceras disculpas y todo eso. Sé que
tú
estarás con él, pero me temo que no será suficiente con eso. Me refería más bien a un grupo. A un escuadrón de comandos. Los
Doce del patíbulo, Los héroes de Kelly, Los siete magníficos
o
El equipo A
. Una cosa así. Bueno, quizás
El equipo A
, no; demasiado perfeccionismo, tal vez, pero...
—Señor —intervino el dragón, exasperado—, ¿necesito recordarte que estamos en el Nexo? ¡Éste no es, precisamente, el lugar que yo escogería para dedicarme a fantasías de chiquillo!
—¡Ah, sí! Tal vez tengas razón. —Zifnab agarró el sombrero y miró a su alrededor con nerviosismo—. Este sitio ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. Los patryn habéis hecho maravillas. Supongo que no tengo tiempo para echar una mirada a...
—No, señor —dijo el dragón con firmeza.
—¿Y tal vez...? —Tampoco, señor. —Supongo que tienes razón. —Zifnab suspiró y se echó sobre los ojos el ala del sombrero raído y deformado—. La próxima vez, entonces. Adiós, querido muchacho. —Tanteando a ciegas, el viejo estrechó con gesto solemne la pata del perro, tomándola aparentemente por la mano de Haplo—. La mejor de las suertes.
Te dejo con el consejo que Gandalf le dio a Frodo Bolsón: «Cuando viajes, hazlo bajo el nombre de señor Sotomonte». Un consejo bastante inútil, en mi opinión; creo que, como hechicero, Gandalf estaba muy sobrestimado. De todos modos, algo debía de significar ese dicho; de lo contrario, ¿para qué se habrían molestado en escribirlo? Para mí, deberías considerar en serio la idea de cortarte las uñas...
—Llévatelo de aquí —aconsejó Haplo al dragón—. Mi señor podría presentarse en cualquier momento.
—Sí, señor. Creo que será lo mejor.
Una enorme cabeza de escamas verdes asomó entre las nubes.
Las runas de la piel de Haplo se iluminaron al máximo, y el patryn retrocedió hasta que su espalda chocó con la Última Puerta. El dragón, sin embargo, no le prestó atención. Unos colmillos enormes, que le sobresalían de ambas mandíbulas, ensartaron al hechicero por las aberturas de sus ropas de color ceniciento y, sin la menor delicadeza, lo levantaron del suelo.
—¡Eh, suéltame, sapo deforme! —gritó Zifnab, agitando furiosamente brazos y piernas en el aire. Luego, empezó a estornudar y a toser—. ¡Puaj! Con ese aliento podrías tumbar al mismísimo Godzilla. ¡Que me bajes, te digo!
—Sí, señor —dijo el dragón entre dientes, mientras sostenía al mago a una decena de metros del suelo—. Si es eso lo que quieres realmente, señor.
Zifnab levantó el ala del sombrero y vio dónde estaba. Con un escalofrío, volvió a calarse el sombrero hasta los ojos.
—No. He cambiado de idea. Llévame a... ¿dónde dijo Samah que nos reuniéramos con él?
—En Chelestra, señor.
—Sí. Rumbo a allí, pues. Esperemos que no sea un viaje sólo de ida. A Chelestra, y veamos qué sucede.
—Sí, señor. Con toda diligencia.
El dragón desapareció entre las nubes transportando al hechicero, que parecía, desde aquella distancia, un auténtico ratoncillo sin fuerzas. Haplo permaneció alerta hasta estar seguro de que el dragón había desaparecido. Poco a poco, la luz azulada de las runas tatuadas se apagó. El perro se relajó y se echó para rascarse.
Haplo volvió la vista hacia la Última Puerta. Tras los barrotes de acero se distinguían las tierras del Laberinto. Una llanura desolada, sin un árbol, matorral o seto tras el que refugiarse, se extendía desde la Puerta hasta los bosques sombríos de la lejanía. La última travesía, la más mortífera. Desde aquellos árboles se alcanza a ver la Puerta, la libertad. Parece tan cercana...
Uno echa a correr. Sale a campo abierto, desnudo y desprotegido. El Laberinto le permite llegar hasta media planicie, a medio camino de la libertad, y entonces le envía sus maléficas legiones de caodines, lobunos y dragones. La propia hierba se alza y le traba los pies; las enredaderas lo aprisionan. Y eso es cuando uno intenta salir.
Volver a entrar resultaba mucho peor. Haplo lo sabía porque había visto a su señor luchar contra aquella prisión siniestra cada vez que cruzaba la Puerta. El Laberinto odiaba a aquellos que habían escapado de sus garras y no quería otra cosa que arrastrar de nuevo tras el muro a su antiguo prisionero y castigarlo por su temeridad.
—¿A quién intento engañar? —Preguntó Haplo al perro—. El viejo tiene razón. Yo solo no llegaría vivo a la primera línea de árboles. Me pregunto qué habrá querido decir ese viejo chiflado con eso del Vórtice. Me parece recordar haber oído a mi señor mencionar algo al respecto en una ocasión. Se supone que es el centro mismo del Laberinto. ¿Y Alfred está ahí? ¡Sí, sería muy propio de Alfred hacerse llevar justo al centro de un lugar así!
Haplo dio un puntapié a un montón de guijarros. Una vez, hacía mucho tiempo, los patryn habían intentado derribar la muralla. Su señor los había detenido, y les había hecho ver que, aunque la muralla les impedía entrar, también impedía la salida al mal.
«Quizás el mal está dentro de nosotros», había dicho ella antes de dejarlo.
—Un hijo —murmuró Haplo, con la mirada fija en la Puerta—. Solo y desamparado, igual que yo. Quizás ha visto morir a su madre, como yo. ¿Qué edad tendrá ahora, seis, siete...? Si aún sigue vivo.
Haplo cogió del suelo una piedra de buen tamaño y la arrojó a través de la Puerta. La lanzó con todas sus fuerzas, alargando el brazo hasta casi dislocarse el hombro. El dolor que le recorrió el cuerpo le sentó bien. Al menos, mejor que la punzada amarga que le atravesaba el corazón.
Aguardó a ver dónde caía la piedra; a una buena distancia en la planicie yerma. Sólo tenía que cruzar la reja y caminar hasta ella. Sin duda, tenía valor suficiente para aquello. Sin duda, era capaz de hacer aquello por su hijo...
Bruscamente, dio media vuelta y se alejó. El perro, pillado por sorpresa por el inesperado movimiento de su amo, se vio obligado a correr para ponerse a su altura.
Haplo se llamó cobarde, pero sabía que la acusación era infundada. Era consciente de su propia valentía, de que su decisión no estaba basada en el miedo sino en la lógica. El viejo tenía razón.
—Hacerme matar no sería útil a nadie. Ni al pequeño, ni a su madre, si todavía vive, ni a mi pueblo. Ni a Alfred.
»Pediré a mi señor que me acompañe —decidió, apretando el paso con creciente determinación y vehemencia—. Y mi señor vendrá. Estará impaciente por hacerlo, cuando le haya contado lo que ha dicho el viejo. Juntos nos internaremos en el Laberinto como nunca lo ha hecho él solo. Encontraremos el Vórtice, si existe. Encontraremos a Alfred y... y a quien sea. Después, iremos a Abarrach. Llevaré a mi señor a la Cámara de los Condenados y allí descubrirá por sí mismo...
—Hola, Haplo. ¿Cuándo has vuelto? —inquirió una voz infantil.
—¡Oh! ¡Bane! —murmuró. —Yo también me alegro de verte —dijo el niño con una sonrisa irónica de la que Haplo no hizo caso.
Estaba otra vez en el Nexo. Había entrado en la ciudad sin darse cuenta.
Tras el saludo, Bane se marchó corriendo. Haplo lo miró mientras se alejaba y no lamentó perderlo de vista. Necesitaba estar a solas con sus pensamientos. En su carrera por las calles del Nexo, Bane sorteó a los patryn que le salían al paso, quienes lo observaron con paciente tolerancia. Los niños eran seres escasos y preciados: la continuación de la raza.
Haplo recordó vagamente que le habían adjudicado la tarea de llevar a Bane de vuelta a Ariano y ayudarlo a poner en acción la máquina. Poner en acción la máquina. Bueno, aquello podía esperar. Esperar a que volviera del Laberinto y...
«Tienes que poner en funcionamiento la máquina. Entonces, las ciudadelas empezarán a brillar y los durnais despertarán. Cuando todo eso suceda, si realmente se produce algún día, el Laberinto empezará a cambiar. Es lo mejor para ti. Y lo mejor para ellos.»
—¿Oh, qué sabrás tú, viejo hechicero? —Murmuró Haplo—. Sólo eres otro sartán chiflado...
EL NEXO
Bane había estudiado detenidamente a Haplo durante unos momentos, después de su saludo, y había advertido que el patryn estaba más atento a sus meditaciones que a los elementos externos.
Excelente, pensó el chiquillo, y siguió corriendo. Ya no importaba si Haplo lo veía. Probablemente, ni siquiera habría importado si lo hubiera visto un rato antes, mientras lo observaba.
Los adultos tenían una marcada tendencia a no fijarse en la presencia de un niño, a tratarlo como si fuera un animal estúpido e incapaz de entender lo que sucedía a su alrededor, lo que se hablaba. Bane había descubierto esta tendencia muy temprano en su corta vida, y la había utilizado para su provecho.
Pero Bane había aprendido también a tener cuidado con Haplo. Aunque el pequeño lo despreciaba, como a casi todos los adultos, se había visto forzado —a regañadientes— a guardar cierto respeto a aquel patryn, que no era tan estúpido como la mayoría de los adultos. Por eso, Bane había adoptado precauciones extraordinarias. Pero ahora ya no eran necesarias; ahora, lo urgente era darse prisa.
Siguió corriendo por un sendero del bosque y tropezó con un patryn al que estuvo a punto de derribar al suelo y que volvió la cabeza para seguir la carrera del chiquillo con unos ojos que reflejaban el crepúsculo con un destello rojo.
Cuando llegó a la casa del señor, Bane abrió la puerta de un empujón y corrió al estudio.
El señor no estaba allí.
Por un instante, se dejó llevar por el pánico. ¡Xar ya se había marchado a Abarrach! Entonces, se detuvo un momento a recuperar el aliento y reflexionó.
No, imposible. El señor no le había dado sus instrucciones finales ni se había despedido. Bane respiró más tranquilo y, con la cabeza más clara, supo dónde encontrar a su «abuelo» adoptivo.
Deambuló por la gran mansión hasta llegar a una puerta de la parte posterior y sanó a una gran explanada de suave y verde césped.
En el centro se encontraba una nave cubierta de runas. Haplo la habría reconocido, pues era idéntica hasta el menor detalle a la que había pilotado a través de la Puerta de la Muerte hasta Ariano. Limbeck, el geg de Ariano, también la habría reconocido, pues era igual a la que había descubierto embarrancada en una de las islas de Drevlin, en Ariano.
{15}
La nave era perfectamente redonda y había sido forjada de metal y magia. El casco exterior estaba cubierto de signos mágicos que envolvían el interior del vehículo en una esfera de poder protector. La escotilla estaba abierta, y de ella salía una luz brillante. Bane vio una silueta moviéndose en el interior.
—¡Abuelo! —exclamó, y corrió hacia la nave.
El Señor del Nexo hizo un alto en su actividad y se asomó por la escotilla. Bane no alcanzaba a ver su rostro, recortado contra la potente luz, pero el pequeño sabía, por la rigidez de su porte y la leve inclinación de sus hombros, que Xar estaba irritado por la interrupción.
—Estaré contigo enseguida —le dijo Xar antes de desaparecer de nuevo en el interior de la nave para continuar sus quehaceres—. Vuelve a tus lecciones...
—¡Abuelo! ¡He seguido a Haplo! —El chiquillo jadeó, recuperándose del esfuerzo—. Se disponía a entrar en el Laberinto, pero ha aparecido un sartán que lo ha convencido para que no lo hiciera.
Dentro de la nave se hizo el silencio y cesó toda actividad. Bane aguardó junto a la boca de la escotilla, respirando a grandes bocanadas. La excitación y la falta de oxígeno se combinaban en su cabeza, mareándolo. Xar reapareció como una silueta oscura recortada contra la potente luz.
—¿Qué estás diciendo, pequeño? —inquirió. Su tono de voz era suave, amable—. Cálmate. Relaja esos nervios. La mano recia y encallecida del Señor del Nexo acarició los rizos dorados de
Bane, empapados en sudor.
—Yo... temía que te marcharas... sin saberlo —Bane tomó aliento.
—No, no, pequeño. Estoy haciendo ajustes de última hora, preparativos para la colocación de la piedra de gobierno. Veamos, ¿qué es eso que me contabas de Haplo?
La voz de Xar era suave, pero su mirada era dura y helada. A Bane no le dio miedo su frialdad, pues aquel hielo tenía por destino quemar a otro.
—Seguí a Haplo sólo por ver adonde iba. Ya te dije que él no te ama, abuelo. Lo vi vagar por el bosque largo rato, buscando a alguien, sin dejar de hablar con ese perro suyo acerca de unas serpientes. Después, al volver a la ciudad, ha estado a punto de organizar una pelea.