Aún quedaba por completarse un pequeño ritual más.
—Padrino —dijo Ciang, volviendo la mirada a Ernst Twist.
El individuo acababa de instalar al joven, pálido y tembloroso, en una silla. Con aquella sonrisa suya, engañosamente imbécil, se acercó arrastrando los pies y levantó la mano diestra con la palma hacia Ciang. La elfa mojó las yemas de los dedos en la sangre de Darby y trazó dos largas líneas rojas siguiendo las cicatrices de la mano de Twist, que se correspondían con las heridas recién abiertas en la del muchacho.
—Tu vida está unida a la suya —recitó Ciang—, igual que la de él está unida a la tuya. Ya conoces el castigo por quebrantar el juramento.
Hugh asistió a la escena distraído, dándole vueltas en la cabeza a la difícil conversación que iba a sostener con Ciang, aunque de nuevo apreció aquel extraño fulgor rojizo en los ojos de Ernst Twist, que le recordaron los de un gato al amor de la lumbre. Cuando quiso observar con más detalle el curioso fenómeno, Twist bajó los párpados en signo de deferencia a Ciang y retrocedió, arrastrando los pies, hasta ocupar de nuevo su lugar junto a su nuevo socio.
Ciang volvió la vista hacia el joven Darby.
—El Anciano te dará hierbas para prevenir infecciones. Podrás llevar la mano vendada hasta que se cierren las heridas, pero deberás quitarte las vendas si alguien te lo exige. Puedes quedarte aquí hasta que consideres que ya estás en condiciones de viajar. La ceremonia se cobra su precio, joven. Por hoy, descansa y renueva la sangre con comida y bebida. En adelante, sólo tienes que abrir la mano así —Ciang hizo una demostración—y los miembros de la Hermandad sabrán que eres uno de los nuestros.
Hugh contempló por unos instantes las cicatrices de su propia mano, ya apenas visibles en su palma encallecida. La señal en la parte carnosa del pulgar era la más clara y la más larga, pues había sido la última en curar. Formaba un fino trozo blanco que atravesaba lo que los quiromantes conocen como «línea de la vida». La otra cicatriz corría casi paralela a las líneas del corazón y de la cabeza. Unas cicatrices de aspecto inocente, en las que nadie reparaba apenas, a menos que supiera qué significaban.
Darby y Twist se disponían a marcharse, y Hugh se incorporó para hacer el comentario de rigor. Sus palabras llevaron un leve sonrojo de orgullo y satisfacción a las pálidas mejillas del muchacho. Éste ya se sostenía con más firmeza. Unos tragos de cerveza, unos alardes sobre su hazaña y volvería a sentirse muy ufano de sí mismo. Por la noche, cuando el dolor lo despertara de sus sueños febriles, pensaría de otra manera.
El Anciano apareció en el umbral de la sala como si acudiera a una orden, aunque Ciang no había reclamado su presencia. El viejo había asistido muchas veces a aquel rito y conocía su duración al segundo.
—Conduce a nuestros hermanos a sus aposentos —le ordenó Ciang.
El Anciano hizo una reverencia y miró a la elfa.
—¿Necesitáis algo tú y tu invitado? —inquirió.
—No, gracias, amigo mío —respondió Ciang con afabilidad—. Yo me ocuparé de todo.
Con una nueva reverencia, el Anciano escoltó a los dos miembros de la Hermandad pasillo adelante.
Hugh, tenso, se revolvió en su asiento disponiéndose para enfrentarse a aquellos ojos sabios y penetrantes.
Pero no estaba preparado para lo que oyó.
—Así pues, Hugh
la Mano
—comentó Ciang en tono amigable—, has vuelto a nosotros de entre los muertos...
SKURVASH,
ISLAS VOLKARAN
REINO MEDIO
Pasmado ante el comentario, Hugh contempló a Ciang con mudo desconcierto. Su semblante parecía tan perturbado y sombrío que esta vez le tocó a Ciang contemplarlo con asombro.
—¿Bien, qué sucede, Hugh? Cualquiera diría que he descubierto la verdad. Pero no estoy hablando con ningún fantasma, ¿verdad? Eres de carne y hueso... —Alargó la mano y cerró los dedos en torno a los de él.
Hugh volvió a respirar cuando comprendió que la elfa había hecho el comentario en abstracto, refiriéndose a su larga ausencia de Skurvash. Mantuvo la mano relajada bajo sus dedos, ensayó una risa y murmuró una explicación respecto a que su último trabajo lo había puesto demasiado cerca de la muerte como para poder tomárselo a broma.
—Sí, eso es lo que he oído —dijo Ciang, estudiándolo con detenimiento mientras despertaban en su mente nuevos pensamientos.
Hugh vio, por la expresión de la elfa, que se había delatado. Ciang era demasiado astuta, demasiado sensible para no haber advertido su insólita reacción. Aguardó sus preguntas, nervioso, y se sintió aliviado, aunque algo decepcionado, al advertir que no llegaban.
—Esas son las consecuencias de viajar al Reino Superior —comentó ella—. De tratar con misteriarcas... y otras gentes poderosas. —Se incorporó—. Te serviré el vino. Luego hablaremos.
Hugh la observó dirigirse lentamente hacia el aparador, sobre el cual había una preciosa botella de cristal y dos copas. «Y otras gentes poderosas.» ¿A qué se referiría? ¿Era posible que la elfa conociera la existencia del sartán, o la del hombre de la piel tatuada de azul? Y, si sabía algo de ellos, ¿qué era?
Probablemente, más de lo que él conocía, se dijo.
Ciang caminaba con paso lento, una concesión a la edad, pero su porte y dignidad producían la impresión de que era voluntad suya mover los pies con aquella calma, y no exigencia de sus muchos años. Hugh se abstuvo de ayudarla, consciente de que ella habría tomado su ofrecimiento como una afrenta. Ciang siempre servía personalmente a sus invitados, una costumbre que se remontaba a los inicios de la nobleza elfa, cuando los reyes servían el vino a sus nobles. La costumbre había sido abandonada hacía tiempo por la realeza elfa moderna, aunque se decía que había sido recuperada por Reesh'ahn, el príncipe rebelde.
Ciang escanció el vino en las copas, colocó éstas en una bandejita de plata y cruzó la sala con ellas hasta Hugh.
No derramó una sola gota.
Ofreció la bandeja al hombre, quien le dio las gracias, tomó una de las copas y la sostuvo ante sí hasta que ella hubo tomado asiento otra vez. Cuando Ciang levantó su copa, Hugh se puso en pie, brindó a la salud de la elfa y dio un largo sorbo.
Ciang se incorporó y, con una airosa reverencia, brindó a la salud de Hugh y se llevó la copa a los labios. Cuando la ceremonia hubo terminado, los dos ocuparon de nuevo sus asientos. Ahora, Hugh era libre de servirse más vino o de llenar la copa de Ciang, si ella lo pedía.
—Resultaste gravemente herido —murmuró ella.
—Sí. —Hugh rehuyó su mirada y fijó los ojos en el vino, del mismo color que la sangre del joven Darby, ya seca sobre la mesa.
—Y no volviste aquí. —Ciang dejó la copa—. Era tu derecho.
—Lo sé. Estaba avergonzado. —Levantó la mirada, sombría y ceñuda—. Había fracasado. No había cumplido el contrato.
—Nosotros habríamos comprendido. Ha sucedido a otros, en ocasiones...
—¡A mí, no! —replicó Hugh con un gesto brusco, enérgico, que casi derramó el contenido de la copa. Lo impidió en último extremo, miró a Ciang y murmuró una disculpa.
La elfa lo miró fijamente.
—Y ahora —dijo tras una breve pausa— has sido llamado a rendir cuentas.
—He sido llamado a cumplir el contrato.
—Y eso está en conflicto con tus deseos. La mujer que has traído contigo, la misteriarca...
Hugh se sonrojó y tomó otro sorbo de vino, no porque le apeteciera sino porque le proporcionaba una excusa para evitar los ojos de Ciang, en cuya voz captó —o eso le pareció— una nota de rechazo.
—No tenía intención de ocultarte su identidad, Ciang —respondió—. Era sólo que esos estúpidos de la ciudad... No quería problemas con ellos. Esa mujer es mi cliente.
Escuchó un crujido de fina seda y adivinó que Ciang sonreía, al tiempo que encogía los hombros. Captó en su gesto unas palabras mudas: «Engáñate a ti mismo, si tienes que hacerlo. Pero no me mientas a mí».
—Muy astuto —fue su única respuesta en voz alta—. ¿Y dónde está el problema?
—El anterior contrato está en conflicto con otro trabajo.
—¿Y qué vas a hacer para conciliar la situación, Hugh
la Mano
?
—No lo sé —repuso Hugh mientras hacía girar la copa vacía por el pie, admirando los reflejos de la luz en las piedras preciosas de la base.
Ciang emitió un suave suspiro, y sus dedos iniciaron un ligero tamborileo sobre la mesa.
—Ya que no pides consejo, no te daré ninguno. Sin embargo, te recuerdo las palabras que acabas de oír pronunciar a ese joven. Reflexiona sobre ellas. Un contrato es sagrado.
Si lo violas, no tendremos más remedio que considerar que has quebrantado tu fe en nosotros. Y el castigo será ejecutado, aunque se trate de ti, Hugh
la Mano
.
{60}
—Lo sé —respondió él, y por fin pudo dirigir la mirada hacia ella.
—Muy bien. —Con una enérgica palmada, la elfa pareció quitarse de encima la inquietud—. Has venido aquí por negocios. ¿En qué puedo ayudarte?
Hugh se puso en pie, anduvo hasta el aparador, se sirvió otra copa de vino y la engulló de un trago sin detenerse a apreciar su excelente sabor. Si no daba muerte a Bane, no sólo estaba perdido su honor, sino también su vida. Pero matar al niño era matar a la madre, al menos en lo que se refería a Hugh.
Recordó aquellos momentos en que Iridal había dormido en sus brazos, confiada. Ella lo había acompañado allí, a aquel lugar terrible, confiando en él, movida por una fe en algo que había dentro de él. Creyendo en su honor y en su amor por ella. Él le había entregado ambas cosas, se las había donado, al dar su vida. Y, en la muerte, las había visto devueltas por centuplicado.
Y, luego, había sido arrebatado a la muerte. Y el honor y el amor habían muerto, aunque él vivía. Una paradoja extraña y terrible. Tal vez pudiera encontrarlos de nuevo en la muerte, pero no si cometía aquel acto tan terrible. Pero sabía que, si no lo hacía, si quebrantaba el juramento a la Hermandad, ésta lo perseguiría. Y él tendría que enfrentarse a ella por instinto. Y nunca encontraría lo que había perdido. Y cometería un crimen espantoso tras otro, hasta que la oscuridad lo envolviera por completo y para siempre.
Sería mejor para todos, pensó, si le pedía a Ciang que empuñara la daga de la caja y le atravesara el corazón con ella.
—Necesito pasaje —dijo de improviso, volviéndose a mirarla—. Pasaje a tierras elfas. E información. Toda la que puedas darme.
—El pasaje no es problema, como bien sabes —respondió Ciang. Si le había molestado el largo silencio de Hugh, no dio la menor muestra de ello—. ¿Qué me dices del disfraz? Tú tienes tus sistemas para ocultarte en tierras enemigas, pues ya has viajado otras veces a Aristagón y nunca te han descubierto. Sin embargo, ¿servirá ese mismo disfraz para tu acompañante?
—Sí —respondió Hugh, lacónico.
Ciang no insistió. Los métodos de un miembro de la Hermandad eran asunto suyo.
—¿Adonde tienes que ir? —Ciang tomó una pluma de escribir y acercó una hoja de papel.
—A Paxaria.
Ciang mojó el cálamo en la tinta y esperó a que Hugh fuera más concreto.
—Al Imperanon —dijo al fin.
Ciang apretó los labios y devolvió la pluma al tintero. Miró fijamente a Hugh y le preguntó:
—¿Ese asunto tuyo te lleva ahí, al castillo del emperador?
—En efecto, Ciang. —Hugh sacó la pipa, se la llevó a la boca y dio unas chupadas, pensativo y melancólico.
—Puedes fumar —dijo Ciang, señalando el fuego del hogar con un gesto de la cabeza—. Si abres la ventana.
Hugh alzó ligeramente el ventanuco de cristal emplomado. Llenó la pipa de esterego, la encendió con una brasa de la chimenea y aspiró el humo acre con delectación, llenándose los pulmones de él.
—Lo que te propones no será sencillo —continuó Ciang—. Puedo proporcionarte un mapa detallado del palacio y de sus contornos. También tenemos a alguien dentro que puede ayudarte por un precio. Pero entrar en la plaza fuerte elfa... —Ciang se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Entrar no me preocupa —respondió Hugh en tono lúgubre—. Lo que no veo es cómo salir... con vida.
El hombre se volvió, y desanduvo sus pasos hasta la silla junto al escritorio. Ahora que estaban tratando asuntos concretos, con la pipa en las manos y el esterego mezclándose agradablemente con el vino en su sangre, Hugh logró olvidar por un rato los terrores que lo acosaban.
—Tienes un plan, por supuesto —dijo la elfa—. De lo contrario no habrías venido de tan lejos.
—Sólo un esbozo —repuso él—. Por eso necesito información. Cualquier cosa, por pequeña o irrelevante que parezca, puede ayudarme. ¿Cuál es la situación política del emperador?
—Desesperada —le confió Ciang, echándose hacia atrás en su asiento—. Bueno, la vida no ha cambiado en el Imperanon. Sigue habiendo fiestas, alegría y diversión cada noche. Pero es la alegría que da el vino, no la que surge del corazón, como dice el refrán. Agah'ran teme que se produzca la alianza entre Reesh'ahn y Stephen. Si se establece el pacto, el imperio de Tribus está acabado y Agah'ran lo sabe.
Hugh dio unas chupadas a la pipa con un gruñido. Ciang lo observó con ojos lánguidos, de párpados entrecerrados.
—Esto tiene que ver con el hijo de Stephen, que no es, según dicen, hijo suyo. Sí, he oído que el muchacho está en manos del emperador. Tranquilízate, amigo mío. No pregunto nada. Empiezo a ver con demasiada claridad el lío en que estás metido.