—¿De qué lado está la Hermandad, en todo esto?
—Del nuestro, naturalmente —respondió Ciang con un encogimiento de hombros—. La guerra ha sido provechosa para nosotros, para Skurvash. La paz significaría el fin del contrabando. Pero no me cabe duda de que surgirían nuevas oportunidades comerciales. Sí; mientras siga habiendo codicia, odio, lujuria y ambición en el mundo (en otras palabras, mientras siga existiendo la humanidad en este mundo), seguiremos prosperando.
—Me sorprende que nadie nos haya contratado para dar muerte a Reesh'ahn.
—Lo han hecho, puedes estar seguro. Un sujeto notable, ese príncipe. —Ciang suspiró y su mirada se perdió en el vacío—. No me importa reconocerlo ante ti, Hugh
la Mano:
es el hombre que me habría gustado conocer cuando era joven y atractiva. Incluso ahora... Pero esto no va a suceder.
La elfa suspiró otra vez y volvió al presente, al tema que estaban tratando.
—Hemos perdido dos buenos hombres y una mujer en ese empeño. Según algunas informaciones, a Reesh'ahn lo puso sobre aviso esa maga que siempre está con él, la humana conocida como Cornejalondra. ¿No te interesaría hacerte cargo de este trabajo tú mismo, amigo mío? La cabeza de Reesh'ahn tiene que valer un buen precio.
—¡Que los antepasados no lo permitan! —Replicó Hugh con rotundidad—. Ni por toda el agua del mundo aceptaría ese encargo.
—Sí, eres muy prudente. En mi juventud, habríamos dicho que Krenka-Anris lo protege.
Ciang se sumió en el silencio y volvió a entornar los ojos mientras, sin darse cuenta de lo que hacía, uno de sus dedos trazaba un círculo en la sangre de la madera pulimentada. Hugh se disponía a marcharse, creyendo que la anciana elfa estaba cansada, cuando ella abrió los ojos y los clavó en él.
—Tengo una información que puede ayudarte. Es algo extraño, sólo un rumor. Pero, si es cierta, ¡qué gran portento!
—¿De qué se trata?
—Según dicen, los kenkari han dejado de aceptar almas.
Hugh se quitó la pipa de los labios y entrecerró los ojos.
—¿Por qué?
Ciang sonrió e hizo un leve gesto.
—Han descubierto que a las almas que les estaban llevando a la Catedral del Albedo aún no les había llegado su hora. Habían sido enviadas a él por decreto imperial.
Hugh tardó un momento en comprender la indirecta.
—¿Asesinato? —Miró a su interlocutora y sacudió la cabeza—. ¿Agah'ran se ha vuelto loco?
—No. Está desesperado. Y, si es verdad eso, entonces también es un estúpido. Las almas de los asesinados no lo ayudarán en su causa, pues dedican todas sus energías a clamar justicia. La magia del Albedo está marchitándose, lo cual es otra de las causas de que el poder de Reesh'ahn siga creciendo.
—Pero los kenkari están del lado del emperador.
—De momento. Pero esos monjes ya han cambiado de aliados en otras ocasiones; podrían volver a hacerlo.
Hugh permaneció sentado, pensativo.
Ciang no dijo nada más y dejó que Hugh reflexionara. Tomó de nuevo la pluma, escribió unas líneas en el papel con mano firme y una letra rotunda que parecía más humana que elfa. Esperó a que la tinta se secara y luego enrolló el papel y lo ató con un complicado lazo que la identificaba tanto como su firma en el escrito.
—¿Te sirve de algo esta información? —inquirió.
—Tal vez —murmuró Hugh. No pretendía mostrarse evasivo; sólo estaba sopesando alguna posibilidad—. Por lo menos, me sugiere una idea. Lo que no sé es si llevará a alguna parte...
Se incorporó y se dispuso a marcharse. Ciang lo imitó para escoltarlo hasta la puerta. Cortésmente, Hugh le ofreció su brazo. Ella lo aceptó con expresión grave, pero se cuidó de no apoyarse en él. El hombre acomodó su andar al paso lento de la elfa. Al llegar a la puerta, Ciang le entregó el papel.
—Ve al muelle principal. Entrega esto al capitán de una nave llamada
Dragón de siete ojos
. Tú y tu acompañante seréis admitidos a bordo sin preguntas.
—¿Una nave elfa?
—Sí. —Ciang sonrió—. Al capitán no le gustará, pero hará lo que le diga. Tiene una deuda conmigo. De todos modos, sería conveniente que llevaras tu disfraz.
—¿Cuál es su destino?
—Paxaua. Confío en que te convendrá.
—Ideal —asintió Hugh—. La ciudad capital.
Estaban en el umbral. El Anciano había regresado de su trabajo anterior y esperaba allí a Hugh, pacientemente.
—Te lo agradezco, Ciang. —De nuevo, Hugh tomó la mano de la mujer y se la llevó a los labios—. Tu ayuda ha sido inestimable.
—Igual que el peligro que corres, Hugh
la Mano
—respondió ella, mirándolo con ojos sombríos y fríos—. Recuerda bien: la Hermandad puede ayudarte a entrar en el Imperanon... quizá. Pero no podemos ayudar a salir. De ninguna manera.
—Lo sé. —Hugh sonrió y la miró con expresión entre curiosa e irónica—. Dime, Ciang, ¿alguna vez tuviste una weesham rondando a tu alrededor a la espera de coger tu alma en una de esas cajitas de los kenkari?
La elfa lo miró con perplejidad.
—Sí, tuve una, en otro tiempo, como todos los elfos de estirpe real. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Y qué sucedió, si la pregunta no es demasiado personal?
—Lo es, pero no me importa responder. Un día decidí que mi alma era mía. Nunca he sido una esclava en vida, y no iba a permitir serlo en la muerte.
—¿Y la weesham? ¿Qué fue de ella?
—Cuando le dije que me dejara, no quiso hacerlo. Entonces, la maté. No tuve más remedio —Ciang se encogió de hombros—. Un veneno suave, de efecto rápido. Había estado a mi lado desde mi nacimiento y era muy leal. Sólo por ese crimen, mi cabeza está puesta a precio en las tierras elfas.
Hugh permaneció en silencio, concentrado, tal vez sin escuchar siquiera la respuesta, aunque había sido él quien había hecho la pregunta.
Ciang, quien de ordinario podía leer la expresión de los hombres con la misma facilidad con que observaba las cicatrices en las palmas de los miembros de la Hermandad, no vio nada en la de Hugh. En aquel momento, casi habría dado crédito a las absurdas historias que corrían sobre él.
Eso, o
la Mano
había perdido su temple, se dijo la elfa, observándolo.
Ciang retiró la mano de su brazo en una sutil indicación de que era hora de marcharse. Hugh dio un respingo, volvió en sí y retomó el asunto que habían tratado.
—Has dicho que en Imperanon había alguien que tal vez me ayudaría.
—Un capitán del ejército elfo. No sé nada de él, salvo los informes. Ese hombre que has visto antes aquí, Twist, me lo recomendó. Su nombre es Sang-drax.
—Sang-Drax... —repitió Hugh, anotándolo en su memoria. Después, alzó la mano diestra con la palma al frente—. Adiós, Ciang. Gracias por el vino... y por la ayuda.
Ciang hizo una leve inclinación de cabeza y entornó los párpados.
—Adiós, Hugh
la Mano
. Ve a buscar a esa mujer tú mismo. Yo tengo que hablar con el Anciano. Ya conoces el camino. El Anciano se reunirá contigo en el vestíbulo principal.
Hugh asintió, dio media vuelta y se alejó.
Ciang lo siguió con los ojos entrecerrados hasta tener la certeza de que nos los oía. Incluso entonces, su voz no fue más que un susurro.
—Si vuelve aquí, se lo debe matar.
El Anciano la miró, afligido, pero dio su mudo asentimiento. Él también había visto los indicios.
—¿Hago circular el cuchillo?
{61}
—preguntó, desconsolado.
—No —respondió Ciang—. No será necesario. Hugh lleva consigo su propia muerte.
EL IMPERANON,
ARISTAGÓN
REINO MEDIO
La mayoría de los elfos no cree en la existencia de las temidas mazmorras de la Invisible, la guardia personal del emperador. La mayoría de los elfos considera las mazmorras poco más que un rumor siniestro, un recurso para amenazar a los niños que se portaban mal. «Si no dejas de pegarle a tu hermanita, Rohana'ie —riñe el padre cargado de paciencia—, esta noche vendrá la Invisible y se te llevará a sus mazmorras. ¿Qué será de ti, entonces?»
Pocos elfos tenían en su vida algún encuentro con la Invisible; de ahí su nombre. La guardia de élite no recorría las calles ni deambulaba por callejones. No acudían a llamar a las puertas durante las horas en que los Señores de la Noche extendían sus mantos. Pero, aunque los elfos no creyeran en las mazmorras, casi todos ellos estaban convencidos de la existencia de la Invisible.
Para los ciudadanos respetuosos de las leyes, tal creencia era reconfortante. Los delincuentes —ladrones, asesinos y otros inadaptados sociales— simplemente desaparecían de la manera más discreta. Sin líos. Sin molestias. Nada parecido al espectáculo que los elfos asociaban a la extraña costumbre humana de garantizar a los criminales un juicio público que podía terminar dejándolos en libertad (entonces, ¿para qué detenerlos antes?) o en una ejecución en mitad de la plaza del pueblo (¡qué barbarie!).
Los elfos rebeldes afirmaban que las mazmorras existían. Según ellos, la Invisible no era una guardia de élite sino la escuadra de asesinos del propio emperador, y las mazmorras encerraban más presos políticos que ladrones y asesinos.
Entre las familias reales ya había quienes empezaban a pensar, en su fuero interno, que el príncipe Reesh'ann y sus rebeldes tenían razón: el marido que despertaba tras un sueño extrañamente pesado y descubría que su esposa faltaba de la cama; los padres cuyo hijo mayor desaparecía sin dejar rastro en el trayecto de la academia a casa... A quienes se atrevían a hacer indagaciones abiertamente, el jefe del clan se apresuraba a aconsejarles que mantuvieran la boca cerrada.
No obstante, la mayoría de los elfos desechaba las afirmaciones de los rebeldes o respondía a ellas con un encogimiento de hombros o con el popular proverbio de que si la Invisible buscaba un dragón, seguro que acabaría por encontrarlo.
Con todo, en una cosa tenían razón los rebeldes: las mazmorras de la Invisible existían realmente. Haplo lo sabía, pues estaba en una de ellas.
Situadas a gran profundidad bajo el Imperanon, las mazmorras eran poco más que celdas de detención y no había en ellas nada especialmente terrible. El encarcelamiento por largos períodos de tiempo era desconocido entre la Invisible. Los elfos a quienes se permitía vivir lo suficiente como para visitar las mazmorras llegaban a ellas por alguna razón concreta, la principal de las cuales era la de estar en posesión de alguna información que interesara a la Invisible. Cuando ésta había obtenido lo que buscaba, como sucedía invariablemente, el prisionero desaparecía. La celda era limpiada y preparada para el siguiente.
Haplo, no obstante, era un caso especial y la mayoría de los miembros de la Invisible no estaba aún segura de por qué. Un capitán, un elfo al que se conocía por el extraño nombre de Sang-Drax, había mostrado un interés casi posesivo por el humano de la piel azul y corría el rumor de que iban a dejar a éste en manos del capitán, para que dispusiera de él.
Ciclo tras ciclo, Haplo permaneció encerrado en una prisión elfa cuyos barrotes de acero habría podido fundir con un gesto. Permaneció en su celda sin hacer nada y preguntándose si se habría vuelto loco.
Sang-Drax no lo había sometido a un hechizo. Las cadenas que ataban a Haplo lo hacían porque el patryn quería. El encarcelamiento era otra jugada de la serpiente elfo para atormentarlo, para tentarlo, para forzarlo a adoptar alguna acción desesperada. Y, convencido de que Sang-Drax deseaba de él que hiciera algo, Haplo había decidido frustrar sus intenciones con la inacción más absoluta.
Al menos, eso era lo que estaba haciendo, se decía. Aunque de vez en cuando se preguntaba amargamente si no estaría volviéndose loco.
—Estamos haciendo lo adecuado —aseguró al perro.
El animal yacía en el suelo con el hocico entre las patas y alzó la vista a su amo con aire incrédulo, como si pensara que no estaba tan claro.
—Bane trama algo. Y dudo que ese maldito pequeño trate de defender los intereses del «abuelo». Pero tendré que sorprenderlo
infraganti
para demostrarlo.
¿Para demostrar qué
?, preguntaron los tristones ojos del perro.
¿Demostrar a Xar que su confianza en el muchacho estaba injustificada y que sólo debería haberse fiado de ti? ¿Estás celoso de Bane
?
Haplo miró al animal con irritación.
—¡Yo no...!
—¡Tienes visita! —anunció una voz jovial.
Haplo se puso en tensión. Sang-Drax apareció de la nada y, como de costumbre, se detuvo al otro lado de la puerta de la celda. La puerta era de hierro, con una reja de fuertes barrotes en la mitad superior. Sang-Drax se limitó a mirar a través de la reja. En sus diarias visitas, nunca pedía que se abriera la puerta ni entraba en la celda.
¡Ven a buscarme, patryn
! Su presencia, justo fuera de su alcance, era una muda burla para Haplo.
«¿Por qué habría de hacerlo?», deseó gritar Haplo, frustrado e incapaz de afrontar el sentimiento de miedo, de pánico, que crecía en su interior y lo hacía cada vez más más impotente. «¿Qué quieres que haga?»
Pero se controló, al menos exteriormente, y permaneció sentado en el catre. Haciendo caso omiso de la serpiente elfo, fijó la mirada en el perro.
El animal gruñó y enseñó los dientes, con el vello del cuello erizado y los belfos levantados para dejar al descubierto sus afilados colmillos, como hacía cada vez que la serpiente elfo estaba al alcance de su vista o de su olfato.