Por fin, cayó en la cuenta de que Hugh andaba buscando algo. Se percato de que su cabeza encapuchada se volvía a un lado y otro de las estrechas callejas, estudiando las tiendas y los rótulos colocados sobre ellas. De pronto, sin razón aparente, abandonaba una calle para tomar otra que corría paralela a la anterior. Después se detenía, estudiaba dos calles divergentes, escogía una y se encaminaba en aquella dirección.
Iridal se cuidó mucho de preguntarle, convencida de que no iba a tener respuesta, pero empezó a utilizar los ojos para estudiar las tiendas y los rótulos al tiempo que lo hacía él. El bazar de Paxaua estaba dividido por gremios. Los vendedores de tejidos tenían su calle junto a la de los tejedores. Las armerías quedaban a un par de bloques de los tintoreros y los vendedores de fruta parecían extenderse sin fin. Hugh condujo a su acompañante por una calle repleta de perfumerías cuyos vapores aromáticos dejaron a Iridal sin aliento. Un giro a la izquierda los llevó hasta los herboristas.
Hugh dio muestras de estar acercándose a su objetivo, pues apretó el paso y apenas dirigió alguna brevísima mirada a los rótulos colgados sobre las tiendas. Pronto dejaron atrás las herboristerías principales y continuaron calle abajo, en dirección al distrito central de Paxaua. En aquella parte de la calle, las tiendas eran más pequeñas y menos limpias. La multitud también era más reducida —lo cual agradeció Iridal— y parecía de clase más pobre.
Hugh miró a su derecha y se inclinó hacia Iridal.
—Te sientes desfallecer —le susurró.
Iridal trastabilló, se agarró a él para mantenerse en pie y le flaquearon las piernas. Hugh la sostuvo y miró en torno a sí.
—¡Agua! —Exclamó con voz firme—. Pido agua para mi compañero. No se encuentra bien.
Los pocos elfos que había en la calle se esfumaron. Iridal dejó muerto el cuerpo y se derrumbó en los brazos de Hugh. Él la condujo, medio a rastras, hasta un porche bajo un rótulo andrajoso que se balanceaba sobre la puerta de otra tienda de hierbas.
—Descansa aquí —dijo el robusto monje a su compañero, en voz muy alta—. Yo entraré a pedir agua.
Pero antes de separarse de ella, murmuró a Iridal en un susurro:
—Presta atención a todo.
Iridal asintió en silencio y se ajustó la capucha al rostro, aunque se aseguró de no perder campo de visión. Se quedó sentada, sin fuerzas, donde Hugh la había dejado, y empezó a dirigir alarmadas miradas arriba y abajo de la calle. Hasta aquel momento no se le había pasado por la cabeza la idea de que alguien pudiera seguirlos. Tal cosa parecía ridicula, cuando hasta el ultimo elfo de Paxaua debía de estar ya al corriente de su presencia y también de su destino, puesto que no habían hecho un secreto de ese dato.
Hugh entró en la tienda y dejó la puerta abierta tras él. Iridal, por el rabillo del ojo, lo vio acercarse a un mostrador, tras el cual había una sucesión de estanterías abarrotadas de frascos de todas las formas, colores y tamaños, que contenían una asombrosa diversidad de plantas, polvos y pócimas.
La magia de los elfos tiende a ser de naturaleza mecánica (relacionada con las máquinas e ingenios) o espiritual (los kenkari). Los elfos no creen en eso de mezclar una pizca de esta hierba con una cucharada de esos polvos, salvo en su uso curativo. Y las pociones curativas no eran consideradas mágicas, sino sólo prácticas. El elfo del otro lado del mostrador era un herbolario, autorizado a dispensar ungüentos para curar furúnculos, ampollas o rozaduras y a preparar brebajes para aliviar la tos, el insomnio y los desmayos inesperados. Y, probablemente, también vendía alguno que otro filtro amoroso, que facilitaba a escondidas.
Iridal no logró imaginar qué buscaba allí Hugh. Tenía la razonable certeza de que no era agua.
El elfo de detrás del mostrador no pareció nada contento de verlo.
—No me gusta tu raza. Vete —dijo, agitando la mano.
Hugh alzó su diestra y le mostró la palma con los dedos juntos, como si le dirigiera un saludo.
—Mi compañero no se encuentra bien. Deseo un cuenco de agua. Y nos hemos perdido: necesitamos que nos orientes. En nombre de los kenkari, no puedes negarte.
El elfo lo observó en silencio y dirigió una mirada furtiva y penetrante hacia la puerta.
—¡Tú, monje! —Gritó a Iridal con irritación—. No sentarte aquí. Malo para el negocio. Entra. ¡Entra!
Hugh salió para ayudar a Iridal a ponerse en pie y la condujo a la tienda. El elfo cerró de un portazo, se volvió hacia
la Mano
y dijo en voz muy baja:
—¿Qué necesitas, hermano? Date prisa. No tenemos mucho tiempo.
—¿Cuál es la ruta más rápida a la Catedral del Albedo?
—¿Qué? —exclamó el elfo, desconcertado.
Hugh repitió la pregunta.
—Está bien. —El elfo estaba perplejo, pero respondió—: Vuelve a la calle de las espaderías, toma el callejón de los plateros y síguelo hasta el final. Saldrás a una gran avenida conocida como el Camino Real. Da algunas vueltas, pero te llevará a las montañas. El paso de montaña tiene una guarnición numerosa, pero no deberías tener muchos problemas. Esos disfraces son una idea muy astuta. Aunque no te permitirán entrar en el Imperanon. Y supongo que ése es tu destino final.
—Vamos a la catedral. ¿Dónde está?
El elfo movió la cabeza a un lado y otro.
—Sigue mi consejo, hermano. Será mejor que no entres ahí. Los kenkari sabrán que eres un impostor. Y más te vale no buscarte problemas con ellos.
Hugh no respondió, sino que aguardó pacientemente.
El elfo se encogió de hombros.
—Es tu funeral, hermano. El Imperanon está construido en la ladera de la montaña. La catedral está enfrente, sobre una gran meseta llana. El edificio es una enorme cúpula de cristal que se alza en el centro de un gran patio redondo. La verás desde menkas de distancia. Créeme, no tendrás ningún problema en encontrarla, aunque se me escapa para qué puedas querer ir allí. En fin, es asunto tuyo. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Nos ha llegado el rumor de que los kenkari han dejado de aceptar almas. ¿Es cierto?
El elfo arqueó las cejas. Desde luego, no era la pregunta que esperaba. Dirigió la mirada a la ventana, hacia la calle vacía, y después hacia la puerta para asegurarse de que estaba cerrada. Y, a pesar de todo ello, tuvo la precaución de bajar la voz.
—Es cierto, hermano. La noticia corre por toda la ciudad. Cuando llegues a la catedral, encontrarás cerradas las puertas.
—Gracias por tu ayuda, hermano —dijo Hugh—. Nos marchamos. No queremos causarte problemas. Las paredes se han movido.
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Iridal miró a Hugh y se preguntó qué significaría aquello. El elfo, en cambio, pareció entender y asintió.
—Por supuesto. Pero no temas. Más que vigilarte a ti, la Invisible nos controla a nosotros, a su propio pueblo. Observan con quién hablas, dónde te detienes...
—Confío en que no te habremos puesto en dificultades.
—¿Quién soy yo? —El elfo se encogió de hombros—. Nadie. Ésta es mi seguridad. Si fuera alguien, alguien rico o poderoso, entonces sí que podrías ponerme en apuros.
Hugh e Iridal se dispusieron a marcharse.
—Toma, bebe esto. —El elfo ofreció un cuenco de agua a Iridal, que lo aceptó agradecida—. Tienes aspecto de necesitarlo. ¿Estás seguro de que no puedo hacer nada más por ti, hermano? ¿Venenos? Tengo algunos venenos de serpiente excelentes. Perfectos para dar un poco más de efectividad al filo de tu daga...
—No, gracias —dijo
la Mano
.
—Está bien —aceptó el elfo de buena gana. Abrió la puerta y su expresión se volvió ceñuda:
»¡Y no volváis más, perros humanos! ¡Y decidles a los kenkari que me deben una bendición!
Sacó a los falsos monjes al porche con bruscos empujones y cerró tras ellos de otro portazo. Hugh e Iridal se quedaron en mitad de la calle con un aspecto, confió Iridal, tan desamparado, agotado y desanimado como se sentía por dentro.
—Parece que hemos tomado el camino equivocado —comentó Hugh en la lengua de los humanos. Por si la Invisible acechaba, imaginó Iridal.
De modo que era la guardia de élite elfa quien los seguía. Miró a su alrededor con disimulo y no vio a nadie ni nada sospechoso. Ni siquiera vio moverse las paredes; se preguntó cómo se había dado cuenta Hugh.
—Debemos volver sobre nuestros pasos —le indicó él.
Iridal aceptó el brazo que Hugh le ofrecía y se apoyó en él con el pensamiento puesto en la larga y agotadora distancia que aún les quedaba por cubrir.
—No tenía idea de que tu oficio fuera tan agotador —cuchicheó ella. Hugh la miró con una sonrisa en los labios, una mueca inhabitual en él.
—Me temo que queda una buena distancia hasta las montañas, y no podemos arriesgarnos a hacer nuevos altos.
—Sí, entiendo.
—A estas alturas, ya debes de echar en falta tu magia, ¿verdad? —comentó él, dándole una palmadita en la mano y sin dejar de sonreír.
—Y tú debes de añorar la pipa...
La mano de Iridal se cerró en torno a la de él y así caminaron un rato en silencio y buena compañía.
—Andabas buscando esa tienda, ¿verdad?
—Ésa en particular, no —respondió Hugh—. Una con cierto signo en la ventana.
Iridal no recordó ningún cartel en el cristal mugriento de la pequeña ventana. Por fin, cayó en la cuenta de que, efectivamente, había un cartel no muy grande colocado tras el cristal. En él, ahora que lo recordaba, había una imagen toscamente dibujada... de una mano.
La Hermandad se anunciaba abiertamente en las calles, al parecer. Elfos y humanos, enemigos mortales, arriesgaban sus vidas por ayudarse, unidos por un pacto de sangre, de muerte. Algo terrible, desde luego, pero ¿no era aquello, al mismo tiempo, una esperanza de un futuro favorable? ¿No era una indicación de que las dos razas no eran enemigos naturales, como propugnaban algunos en ambos bandos?
—Tenemos que conseguirlo —se dijo Iridal en un susurro—. La posibilidad de la paz está en nuestras manos.
Sin embargo, en aquella tierra extraña, entre aquella cultura ajena, sus esperanzas de encontrar a su hijo y liberarlo se hacían cada vez más sombrías.
—Hugh —murmuró—, sé que no debo hacer preguntas, pero lo que ha dicho el elfo es cierto. Los kenkari sabrán que somos impostores, pero hablas como si realmente pensaras acudir a ellos. No lo entiendo. ¿Qué les dirás? ¿Cómo puedes esperar...?
—Tienes razón, señora mía —replicó Hugh, cortando la pregunta. La sonrisa había desaparecido de sus labios y su tono de voz era amenazador—. No debes hacer preguntas. Ya estamos. Ahí está el camino que buscábamos.
Entraron en una amplia avenida señalada con la corona real del monarca de Paxaria. De nuevo, se vieron rodeados por la multitud y, de nuevo, se encontraron envueltos por el silencio.
En silencio, continuaron la marcha.
LA CATEDRAL DEL ALBEDO
REINO MEDIO
El Guardián de la Puerta de la Catedral del Albedo tenía una nueva responsabilidad. Hasta entonces había atendido a los weesham que traían las almas de sus pupilos para ser liberadas en el Aviario. Ahora, se veía obligado a rechazarlos.
Entre el perplejo pueblo se había propagado rápidamente la noticia de que la catedral estaba cerrada, aunque no se sabía la causa concreta que había llevado a los kenkari a hacer tal cosa. Los kenkari eran poderosos, pero ni siquiera ellos se atrevían a acusar abiertamente al emperador de asesinar a sus propios súbditos. Los hechiceros kenkari habían temido un ataque de las tropas del emperador, o una reacción parecida, y se quedaron considerablemente sorprendidos (y aliviados) al observar que no era así.
Sin embargo, para consternación del Guardián, los weesham continuaban cruzando el gran patio. Algunos no se habían enterado de la noticia; otros, aunque informados de que la catedral estaba cerrada, trataban de acceder a ella de todos modos.
—¡Pero esa ley no puede afectarme a mí! —Reclamaba el weesham—. A todos los demás, quizá, pero el alma que traigo es la de un príncipe...
O de una duquesa, un marqués o un conde. No importaba. Todos eran rechazados. Y el weesham se marchaba desconcertado, sin saber qué hacer y con su cajita sujeta entre sus manos temblorosas.
—Me dan tanta lástima —comentó el Puerta a la Libro. Los dos guardianes conversaban en la capilla—. Los weesham parecen perdidos. Me preguntan adonde deben ir, qué deben hacer. Es su razón de vivir. ¿Qué puedo decirles, salvo que regresen a sus casas y esperen? ¿Esperar, a qué?
—A la señal —respondió la Libro con tono confiado—. Llegará, ya lo verás. Debes tener fe.
—Para ti es fácil decirlo —replicó el Puerta con cierta acritud—. No eres tú quien tiene que despedirlos. No has visto sus expresiones.
—Lo sé y lo lamento —respondió la Libro, posando la mano sobre los largos y ahusados dedos de su colega kenkari—. Pero las cosas serán más sencillas ahora que ha corrido la noticia. Los weesham han dejado de acudir. En los dos últimos ciclos no se ha presentado ninguno. Ya no tendrás que preocuparte por eso.
—Bien, por eso tal vez no, pero... —dejó la frase a medias, cargada de presagios.
—¿Todavía temes que nos ataquen?
—Casi empiezo a desear que lo hagan. Así, por lo menos, conoceríamos las intenciones del emperador. Agah'ran no nos ha denunciado públicamente, no ha intentado ordenarnos que cambiemos nuestra decisión ni ha mandado tropas.