LA CATEDRAL DEL ALBEDO,
ARISTAGÓN,
REINO MEDIO
Conducido por el Guardián de la Puerta, Hugh transportó en brazos a Iridal por los pasadizos de la catedral hacia los niveles inferiores, donde se encontraban los aposentos destinados a los weesham. El Puerta abrió dos de las estancias, contiguas. En cada una de ellas, sobre una mesa, había comida, consistente en fruta y pan, además de un pequeño cántaro de agua.
—Las puertas quedan selladas una vez que se cierran —indicó el elfo en tono de disculpa—. No lo toméis a mal, por favor. Hacemos eso con nuestra propia gente, no por desconfianza sino para mantener el silencio y la calma necesarios en la catedral. No se permite que nadie deambule por los pasillos, a excepción de mí y de mis ayudantes, la Guardiana del Libro y el Guardián de las Almas.
—Lo entendemos. Gracias —asintió Hugh.
Entró en una de las estancias y depositó a Iridal en la cama. Cuando se disponía a retirarse, ella lo tomó de la mano.
—No te vayas todavía, por favor. Quédate a hablar conmigo. Sólo un momento, por favor.
Hugh la miró con expresión sombría. Se volvió hacia el kenkari, y éste bajó la vista y asintió levemente.
—Os dejaré para que podáis comer en privado. Cuando desees ir a tu aposento, sólo tienes que llamar con esa campanilla de la cabecera de la cama y regresaré para escoltarte.
Tras esto, con una inclinación de cabeza, el Guardián se retiró.
—Siéntate —indicó Iridal, sin soltar la mano de Hugh.
—Estoy muy cansado, señora —dijo él, evitando su mirada—. Ya hablaremos por la mañana...
—No. Debemos hacerlo ahora. —Iridal se puso en pie frente a él y, levantando la mano, le acarició el rostro—. No lo hagas, Hugh. No te comprometas a lo que has dicho.
—Tengo que hacerlo —respondió él en tono áspero, con la mandíbula tensa bajo el suave contacto de su mano y la mirada vuelta a cualquier parte menos a ella—. No hay alternativa.
—Sí, claro que la hay. Tiene que haberla. Los kenkari desean la paz tanto como nosotros. Más incluso, quizá. Tú mismo los has visto y los has oído. Tienen miedo, Hugh. Miedo del emperador. Hablaremos con ellos y llegaremos a otro acuerdo. Luego, rescataremos a Bane y te ayudaré a buscar a Alfred, como te prometí...
—No —replicó Hugh. Cogió por la muñeca la mano de Iridal y la obligó a soltarlo. Después, la miró fijamente a los ojos—. No, es mejor así.
—¡Hugh! —A Iridal le fallaron las rodillas; las mejillas se le tiñeron de carmesí, y los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡Hugh, te quiero!
—¿De veras? —Hugh la miró con una sonrisa irónica y sombría. Alzó la mano derecha y mostró la palma—. Mira esto, fíjate en la cicatriz. No, no vuelvas la cabeza. Mírala, Iridal, e imagina que mi mano acaricia tu suave piel. ¿Qué sentirías? ¿Mi tacto amoroso o la cicatriz?
Iridal bajó la vista y hundió la cabeza.
—Tú no me quieres, Iridal —continuó él con un suspiro—. Tú amas sólo una parte de mí.
Ella levantó la cabeza y replicó con vehemencia:
—¡Amo la parte mejor!
—Entonces, déjala ir.
Iridal movió la cabeza en gesto de negativa pero no dijo nada más, ni insistió en sus protestas.
—Tu hijo. Él es el único que te importa, mi señora. Y tienes la oportunidad de salvarlo. A él, no a mí. Mi alma está perdida desde hace mucho tiempo.
Iridal se volvió de espaldas, se sentó al borde de la cama y, abatida, fijó la vista en sus manos, entrelazadas en su regazo.
Hugh llegó a la conclusión de que Iridal sabía que él tenía la razón, pero no quería aceptarla. Aún seguía luchando contra lo que le decía la lógica, pero su resistencia se debilitaba. Iridal era una mujer razonable, no una chiquilla enferma de amor. Por la mañana, cuando hubiera reflexionado un poco, seguro que estaría de acuerdo con él.
—Buenas noches, mi señora.
Hugh alargó la mano y agitó la campanilla de plata.
Hugh había juzgado a Iridal correctamente; al menos, eso le pareció. Por la mañana, sus lágrimas se habían secado. Más calmada, recibió a Hugh con una sonrisa tranquilizadora y le susurró unas palabras:
—Puedes contar conmigo, no te fallaré.
—No fallarás a tu hijo —la corrigió él.
Iridal le sonrió de nuevo, dándole a creer que eso era lo más importante para ella. Y lo era, en efecto. Bane sería su redención; la suya y la de su marido, el difunto Sinistrad. Todo el mal que sus padres habían cometido —él, por comisión; ella, por omisión— sería expurgado por el hijo. Pero éste era sólo un factor en su decisión de fingir que estaba de acuerdo con Hugh.
Por la noche, antes de acostarse, Iridal había recordado otra vez el silencioso consejo de la voz del Inmortal. Una voz que la había dejado perpleja, pues la misteriarca no había creído jamás en la existencia de un Ser Todopoderoso.
«El hombre que estuvo muerto y no lo está.»
Iridal había interpretado que Hugh estaba destinado a estar allí y había decidido tomar aquella misteriosa voz como un buen presagio y confiar en que todo saldría bien.
Por eso no insistió en sus argumentos contrarios al sacrificio. Se había convencido de que éste no tendría lugar.
Avanzado el día, ella y Hugh se reunieron de nuevo con los tres guardianes, Libro, Puerta y Alma, en la pequeña capilla del Aviario.
—No sabemos si habéis trazado algún plan para entrar en el Imperanon —empezó a decir el Guardián de las Almas, con una mirada apaciguadora a Hugh—. Si no es así, tenemos algunas ideas que proponeros.
La Mano
movió la cabeza en gesto de negativa y respondió que tenía interés por escuchar lo que había pensado el Guardián ¿tu también, hechicera? —Preguntó el Alma a Iridal—.
El riesgo es muy grande. Si el emperador capturase a una humana con tus facultades...
—Iré —lo cortó ella—. Es mi hijo.
—Ya contábamos con esa respuesta. Si todo funciona según el plan, los peligros deberían ser mínimos. Entraréis en el palacio muy tarde, cuando la mayoría de los ocupantes esté profundamente dormida.
»Su Majestad Imperial da una fiesta esta noche, como todas las noches, pero en esta ocasión es para celebrar el aniversario de la unificación elfa. Se espera que asistan todos los residentes en el Imperanon y mucha más gente procedente de todos los rincones del reino. La celebración se prolongará hasta muy tarde y habrá un considerable bullicio y movimiento en el castillo.
»Os dirigiréis a la alcoba del muchacho, lo sacaréis de palacio y lo traeréis aquí. En la catedral estará totalmente a salvo, hechicera, te lo prometo —añadió el Alma—. Aunque el emperador descubra que el muchacho está aquí, no se atreverá a ordenar un ataque al recinto sagrado. Sus propios soldados se rebelarían contra esa orden.
—Comprendo —asintió Iridal.
Hugh, con la pipa fría entre los labios, también hizo un gesto de aprobación. El Guardián manifestó su complacencia.
—Os procuraremos un transporte seguro a vuestras tierras a ti y a tu hijo, hechicera. En cuanto a ti, señor —inclinó ligeramente la cabeza en dirección a Hugh—, permanecerás aquí con nosotros.
Iridal mantuvo los labios firmemente apretados y no hizo el menor comentario.
—Parece todo bastante sencillo —comentó Hugh, quitándose la pipa de la boca— pero, ¿cómo entramos y volvemos a salir del palacio? Sin duda, los centinelas no participarán de la algazara.
El Guardián de las Almas dirigió una mirada al Guardián de la Puerta y dejó el resto de la conversación a su subordinado.
El Puerta miró a Iridal.
—Hemos oído decir que los de tu categoría arcana, la Séptima Casa, poseen la facultad de crear... llamémoslas así... falsas impresiones en las mentes de los demás.
—Espejismos, quieres decir —lo corrigió Iridal—. Sí, pero con ciertas limitaciones. El observador del espejismo debe estar dispuesto a creer que la ilusión es cierta, o tomarla por tal. Por ejemplo, ahora mismo podría crear un espejismo que me permitiera adoptar el mismo aspecto que ella —Iridal señaló a la Guardiana del Libro—. Pero la ilusión se desmoronaría porque, sencillamente, no la creeríais. Vuestra mente os diría que, lógicamente, no puede existir la misma mujer dos veces en el mismo sitio.
—Pero, si formaras el espejismo y me cruzara contigo en un pasillo, los dos solos —insistió el Puerta—, podrías hacerte pasar por mi colega kenkari, ¿verdad?
—Sí. Si sólo nos cruzáramos, tendrías pocos motivos para dudar.
—¿Y podría detenerme a hablar contigo, o tocarte? ¿Me parecerías real y tangible?
—Sería arriesgado. Aunque hablo en elfo, el timbre y el tono de mi voz es necesariamente humano y podría delatarme. Los gestos también serían los míos, no los de tu compañera. Cuanto más tiempo pasáramos juntos, menores serían las probabilidades de mantener el engaño. De todos modos, empiezo a entender por dónde van tus preguntas. Y tienes razón, podría dar resultado. Pero sólo en mi caso. Yo podría pasar por una elfa y entrar en el castillo sin ser descubierta, pero no puedo obrar tal hechizo sobre Hugh.
—No es preciso. No hemos contado con ello. Para él hemos previsto otra cosa. Ayer dijiste que conocías la existencia de la llamada Guardia Invisible, ¿no es cierto?
—Sólo por su fama —asintió Hugh.
—La tiene, en efecto. Y mucha. —El Puerta sonrió lánguidamente—. ¿Conoces el tejido mágico con que se cubren sus agentes?
—No. —Hugh bajó la pipa y pareció interesado—. Cuéntame.
—Esa tela está tejida con un hilo maravilloso que cambia de color y de textura para imitar lo que tiene alrededor. Ahí en el suelo, cerca del escritorio, hay un uniforme de la guardia. ¿Lo distingues?
Hugh miró hacia donde decía el elfo, frunció el entrecejo y levantó las cejas.
—¡Que me aspen si...!
—Ahora puedes verlo, naturalmente, porque te he llamado la atención respecto a él. Se parece a lo de la dama Iridal y su hechizo. Ahora ves los pliegues, la forma, el volumen. Sin embargo, llevabas en esta habitación un tiempo considerable y esas ropas te habían pasado inadvertidas incluso a ti, un hombre siempre tan observador...
«Envuelta en ellas, la Invisible puede ir a cualquier parte en cualquier momento, de día o de noche, y ser prácticamente invisible al ojo normal, aunque quien vigile su presencia podría detectarla por sus movimientos y por su..., su sustancia, digamos, a falta de una palabra mejor. Además, es preciso cierto tiempo para que la tela cambie de color y de aspecto. Así, los miembros de la Invisible aprenden a moverse despacio, en silencio y con fluidez, para confundirse mejor con su entorno.
»Tú también deberás aprender a hacerlo, Hugh
la Mano
, antes de entrar en el palacio esta noche.
Hugh se acercó al uniforme y acarició el tejido. Lo levantó del suelo y lo sostuvo ante sí con el escritorio de madera como fondo. Maravillado, observó cómo el paño cambiaba del verde apagado de la alfombra del suelo al marrón oscuro de la madera. Como había dicho el kenkari, se alteró la propia textura y el aspecto de la tela, que tomó las rugosidades y el tacto de la madera hasta que casi pareció desaparecer en su mano.
—«Las paredes se mueven.»; ¡Lo que habría dado por esto en otros tiempos...! —exclamó Hugh para sí.
La Hermandad se había preguntado durante mucho tiempo cómo había logrado la Guardia Invisible funcionar con tanta eficacia y cómo hacía para que nadie viera nunca a sus miembros ni se supiera qué aspecto tenían. Pero los secretos de la Invisible estaban guardados con el mismo sigilo y el mismo cuidado con que la Hermandad protegía los suyos.
Existía la opinión generalizada de que la magia élfica debía de tener algo que ver con aquella sorprendente habilidad, aunque estaba abierto a debate cuál era ésta y cómo funcionaba. Los elfos no poseían la facultad de invocar espejismos como hacían los hechiceros humanos de máximo rango. Pero, al parecer, eran capaces de producir hilo mágico.
La prenda que tenía entre sus manos habría podido proporcionarle una fortuna. Sumando a sus evidentes ventajas la habilidad, el conocimiento y la experiencia que él tenía...
Hugh se burló cruelmente de sí mismo y arrojó el uniforme al suelo, donde al instante empezó a cambiar de nuevo de color, para adoptar otra vez el verde de la alfombra.
—¿Me quedará bien? Soy más corpulento que un elfo.
—Las prendas son muy holgadas, para que permitan libertad de movimientos a su portador, y también deben adaptarse a todas las tallas y medidas de nuestro pueblo. Como puedes imaginar, los uniformes como ése son muy escasos y cotizados. Se tarda cien ciclos en producir el hilo necesario sólo para la blusa, y otros cien ciclos para tejerlo. El tejido y el cosido sólo pueden ser hechos por magos expertos que han dedicado años a aprender el arte secreto. Los pantalones llevan un cinturón del mismo tejido para ceñirlos a la cintura. También hay calzado, una máscara con capucha para la cabeza y guantes para las manos.
—Veamos qué aspecto tengo —propuso Hugh, recogiendo las prendas en un hato—. O, mejor, qué aspecto
no
tengo.
Hugh cupo en el uniforme, aunque le tiraba un poco de los hombros y tuvo que aflojar el cinturón todo lo que podía. Por suerte, durante su encarcelamiento autoimpuesto había adelgazado. El calzado de tejido mágico estaba hecho para colocarlo sobre las botas y así lo hizo Hugh sin dificultad. Lo único que no pudo ponerse fueron los guantes.
Esto último perturbó profundamente a los kenkari, pero Hugh le quitó importancia. Siempre podía mantener las manos fuera de la vista, ocultarlas tras la espalda o bajo los pliegues de la blusa.
Se contempló en el espejo. Su cuerpo se confundía rápidamente con la pared. La única parte de él que seguía claramente visible, la única parte que seguía siendo real, de carne y hueso, eran las manos.
—Muy apropiado —fue su comentario.
Hugh extendió su plano del Imperanon. Los guardianes lo examinaron y certificaron su fidelidad.
—De hecho —apuntó el Alma con un tonillo de disgusto—, me asombra su precisión. Sólo otro elfo, y que además haya pasado un tiempo considerable en el palacio, puede haber dibujado este plano.
Hugh se encogió de hombros y no hizo comentarios.
—Tú y la dama Iridal entraréis por aquí, a través de la puerta principal que conduce al palacio propiamente dicho —explicó el Guardián, concentrándose en el plano y trazando la ruta con su descarnado dedo—. La dama Iridal dirá a los centinelas que ha sido llamada a palacio a hora tan avanzada para «atender a un pariente enfermo». Tales excusas son corrientes. Muchos miembros de las familias reales mantienen casas privadas en las colinas que rodean el palacio, y no son pocos los que vuelven a éste bajo la protección de la noche para mantener citas secretas. Los centinelas están habituados a tales encuentros clandestinos y seguro que Iridal no tendrá dificultades con ellos.