Éste abrió la puerta en respuesta a su llamada.
—¿En qué puedo ayudarte, señora?
Iridal casi no lo oyó entre el estruendo de la sangre en los oídos. El corazón le latía aceleradamente. Tanto, que creyó que iba a desmayarse. Y, sin embargo, el corazón no parecía funcionar como era debido; no parecía bombear sangre a sus extremidades. Tenía las manos heladas y los pies tan entumecidos que casi no podía andar.
Pese a ello, la actitud relajada del centinela y su aire desinteresado dieron confianza a Iridal. El hechizo daba resultado. El guarda no veía a una mujer humana vestida con unas ropas elfas que le quedaban demasiado pequeñas, demasiado justas, sino a una doncella elfa de rasgos delicados, ojos almendrados y piel de porcelana.
—Deseo entrar en palacio —susurró en elfo, esperando que el centinela tomara su miedo por el azoramiento propio de una joven discreta.
—¿Con qué objeto? —inquirió el portero con voz recia.
—Yo... es que... mi tía está muy enferma. Me ha mandado llamar.
Varios centinelas situados en las inmediaciones se miraron con una sonrisa irónica; uno de ellos susurró a los demás un comentario acerca de las sorpresas que acechaban entre las sábanas de «las tías enfermas». Iridal, que escuchó los susurros aunque no entendió las palabras, creyó conveniente erguirse y dirigir al desvergonzado una mirada imperiosa desde los confines de su capucha forrada de satén. Y, al hacerlo, tuvo ocasión de echar una rápida ojeada inquisitiva a la zona de la verja.
No distinguió nada y su corazón, que momentos antes latía demasiado deprisa, pareció detenerse de pronto. Deseó desesperadamente saber dónde estaba Hugh, qué hacía. Tal vez, en aquel mismo instante, estuviera deslizándose tras la verja ante las largas narices de los centinelas elfos. Hubo de aplicar toda su fuerza de voluntad para no volver la cabeza a buscarlo, con la esperanza de captar algún rastro de él a la luz de las antorchas, de oír el más ligero sonido que lo delatara. Pero Hugh era un maestro en el arte de moverse furtivamente y se había adaptado muy deprisa a la indumentaria camaleónica de la Invisible. Los kenkari habían quedado impresionados.
Detrás de Iridal, los cuchicheos cesaron. La mujer se vio obligada a prestar atención de nuevo al portero.
—¿Tienes pase, señora?
Lo tenía, extendido por los kenkari. Lo presentó. Todo estaba en orden y el elfo se lo devolvió.
—¿El nombre de tu tía?
Iridal se lo dio. A ella se lo habían facilitado los kenkari.
El portero desapareció en la garita y anotó el nombre en un libro dispuesto para tal propósito. Iridal se habría preocupado por ello, temiendo que el elfo hiciera más indagaciones sobre ella, pero los kenkari le habían asegurado que todo aquello era una mera formalidad. El portero no daría abasto si tuviera que controlar los antecedentes de los cientos de elfos que entraban y salían en una sola noche, le habían dicho.
—Puedes pasar, señora. Y espero que tu tía mejore —añadió el portero cortésmente.
—Gracias —respondió Iridal y, apresurándose a dejarlo atrás, cruzó bajo la enorme reja y las altísimas murallas.
Las pisadas de los centinelas resonaron en los bastiones por encima de ella. Iridal se quedó boquiabierta ante la inmensidad del Imperanon, que era más enorme de lo que nunca hubiera imaginado. El edificio principal se alzaba ante ella, borrando de la vista las cumbres de las montañas. Desde él se extendían innumerables dependencias anexas, alas enteras que envolvían la base de la montaña.
Iridal pensó en el gran número de centinelas que patrullaba el palacio, los imaginó a todos montando guardia ante la puerta de su hijo y, de pronto, su esfuerzo le pareció desesperado. ¿Cómo había podido soñar que tendría éxito?
Lo tendría, se dijo. Era preciso.
Acallando con firmeza sus dudas, continuó andando. Hugh le había avisado que no debía vacilar. Tenía que dar la impresión de saber adonde se dirigía. Sus pasos no vacilaron ni siquiera cuando un soldado elfo que se cruzó con ella le informó, tras una fugaz visión de su rostro a la luz de la antorcha, que terminaba el servicio en apenas una hora, por si quería esperarlo.
Con el plano muy presente en la cabeza, Iridal se desvió a su derecha, dejando a un lado el edificio principal. Su camino la condujo a la parte de las viviendas regias que se alzaba en la falda de la montaña. Pasó bajo unos arcos y dejó atrás un acuartelamiento y varias dependencias más. Doblando un recodo, ascendió por una avenida orlada de árboles y continuó junto a lo que en otro tiempo habían sido unas fuentes de agua (una exhibición ofensiva de la riqueza del emperador), pero que ahora permanecían cerradas «por reparaciones». Iridal empezaba a preocuparse. Nada de aquello figuraba en el plano. Pensó que tal vez no debería haber llegado tan lejos y ya estaba tentada de dar media vuelta y regresar sobre sus pasos cuando, por fin, vio algo que reconoció del plano.
Estaba en las lindes del Jardín Imperial. Sus terrazas, que ascendían la ladera de la montaña, eran admirables aunque no estaban tan exuberantes de vegetación como en el pasado, antes de que se racionara el agua. Con todo, a Iridal le parecieron exquisitas, y se detuvo un momento a relajarse en su contemplación. Una serie de ocho edificios, destinados a alojar a los huéspedes imperiales, rodeaba el jardín. Cada edificio tenía una puerta central de entrada. Iridal contó seis edificios; Bane estaba en el séptimo. Casi podía asomarse a su ventana. Con el amuleto de la pluma apretado con fuerza en la mano, Iridal se encaminó hacia allí.
Un criado abrió la puerta a su llamada y le pidió el pase.
Iridal, sin traspasar el umbral, buscó el documento entre los pliegues de la ropa. Al sacarlo, le resbaló de los dedos y cayó al suelo.
El criado se agachó a recogerlo.
Iridal notó, o creyó notar, una ligera agitación del borde del vestido, como si alguien se hubiera deslizado junto a ella, colándose por los angostos confines de la puerta abierta. Recuperó el pase —que el criado no se molestó en examinar— y esperó que el sirviente no hubiera advertido el temblor de su mano. Tras darle las gracias, penetró en el edificio. El criado le ofreció los servicios de un muchacho que la escoltara por los salones y le iluminara el camino, pero ella lo rechazó, afirmando que ya lo conocía. En cambio, aceptó un hachón encendido.
Continuó la marcha por el largo pasillo, segura de que el criado no la perdía de vista desde la puerta, aunque lo cierto era que el elfo había vuelto a su intercambio de los últimos chismes de la corte con el muchacho que lo ayudaba. Abandonando el corredor principal, la mujer ascendió un tramo de escaleras alfombradas y penetró en otro pasadizo, vacío e iluminado aquí y allá por unas teas instaladas en candelabros en las paredes. La habitación de Bane estaba al fondo del pasillo.
—¿Hugh? —susurró e hizo una pausa, escrutando las sombras.
—Estoy aquí. Silencio. Sigue anclando.
Iridal suspiró, aliviada. Pero el suspiro se transformó en un jadeo inaudible cuando una silueta se separó de la pared y avanzó hacia ella.
Era un elfo, vestido con el uniforme de un soldado. La mujer se recordó que tenía todo el derecho a estar allí e imaginó que el elfo debía de estar allí por algún recado parecido al que ella había alegado. Con una frialdad de la que nunca se habría creído capaz, se cubrió el rostro con la capucha y se dispuso a dejar atrás al elfo, cuando éste alargó la mano y la detuvo.
Iridal se apartó con muestras de indignación.
—¡Pero, señor...! ¿Qué...?
—¿Dama Iridal? —inquirió el desconocido con un susurro.
Perpleja y sobresaltada, Iridal consiguió mantener la compostura. Hugh no andaba lejos, aunque la mujer tembló al pensar qué era capaz de hacer. Y de pronto lo vio. Las manos de Hugh se materializaron en el aire detrás del elfo. Una daga centelleó en el aire.
Iridal no fue capaz de decir nada, ni de hacer uso de sus poderes mágicos.
—Eres tú, en efecto —dijo el elfo con una sonrisa—. Ahora puedo verte a través del espejismo. No temas, me envía tu hijo. —Le mostró una pluma idéntica a la que ella llevaba—. Soy el capitán Sang-Drax...
La hoja de la daga permaneció inmóvil, pero no se retiró. La mano de Hugh se alzó e hizo una señal a la mujer para que averiguara qué quería el elfo.
Sang-Drax... Iridal recordó vagamente el nombre. Sí, era el elfo en el cual les habían dicho que podían confiar si tenían problemas. ¿Los tenían?
—Te he asustado. Lo siento, pero no he encontrado otra manera de detenerte. He venido para advertirte que estás en peligro. El hombre de la piel azul...
—¡Haplo! —exclamó Iridal, olvidando toda cautela.
—Sí, Haplo. Él fue quien entregó a tu hijo a los elfos, ¿lo sabías? Lo hizo por sus propios turbios intereses, puedes estar segura. Ahora, ha descubierto tus planes de rescatar a Bane y se propone detenerte. Puede presentarse en cualquier momento. ¡No tenemos un segundo que perder!
Sang-Drax tomó de la mano a Iridal y la urgió a continuar pasillo adelante.
—Deprisa, señora. Tenemos que llegar hasta tu hijo antes de que lo haga Haplo.
—¡Espera! —se resistió Iridal.
La hoja de la daga seguía brillando a la luz de la tea, detrás del elfo. La mano de Hugh estaba levantada en un gesto que recomendaba cautela.
—¿Cómo ha podido descubrir? —Iridal tragó saliva—. No lo sabía nadie, salvo mi hijo...
Sang-Drax la miró con expresión muy seria.
—Haplo sospechó que sucedía algo. Tu hijo es valiente, señora, pero hasta los valientes sucumben bajo la tortura...
—¡Tortura! ¡Un niño! —Iridal estaba anonadada.
—Ese Haplo es un monstruo que no se detiene ante nada. Afortunadamente, pude intervenir. El muchacho estaba más asustado que herido. Pero se alegrará mucho de verte. Ven, yo llevaré la luz.
Sang-Drax tomó la antorcha de sus manos y abrió la marcha. Esta vez, Iridal lo siguió de buena gana.
La mano y la daga habían desaparecido otra vez.
—Es una lástima que no tengamos a nadie para montar guardia mientras preparamos a tu hijo para el viaje —continuó Sang-Drax—. Haplo puede llegar en cualquier momento, pero no me he atrevido a confiar en ninguno de mis hombres...
—No es preciso que te preocupes —respondió Iridal con frialdad—. Me acompaña alguien.
Sang-Drax se mostró atónito e impresionado.
—Alguien tan experto en la magia como tú, según parece. No, no me cuentes nada. Cuanto menos sepa, mejor. Ahí está la habitación. Te llevaré con tu hijo, pero luego tendré que dejaros solos un momento. El muchacho tiene una amiga, una enana llamada Jarre, que está a la espera de ser ejecutada, y tu hijo, un chico valiente como pocos, ha dicho que no escapará sin llevarla consigo. Tú, quédate con Bane; yo iré a buscar a la enana.
Iridal asintió. Llegaron a la puerta de la habitación del fondo del pasillo. Sang-Drax llamó con los nudillos de forma muy peculiar.
—Un amigo —dijo en voz baja ante la puerta—. Sang-Drax.
La puerta se abrió. La estancia estaba a oscuras, una circunstancia que habría extrañado a Iridal si se le hubiera ocurrido pensar en ello. Pero en aquel momento escuchó una exclamación ahogada:
—¡Madre! ¡Madre, sabía que vendrías a buscarme!
Iridal cayó de rodillas y extendió los brazos. Bane se arrojó a ellos. Unos rizos dorados y una mejilla bañada en lágrimas se apretaron contra las de ella.
—Vuelvo enseguida —prometió Sang-Drax.
Iridal casi no lo oyó y apenas prestó atención mientras la puerta se cerraba suavemente detrás de ella y de su hijo.
En las mazmorras de la Invisible reinaba la noche. Allí no ardía más luz que alguna esporádica lámpara destinada a facilitar el ir y venir de los soldados de servicio. Y la luz estaba demasiado lejos de Haplo, en el extremo opuesto de la larga hilera de celdas. A través de la reja, sólo alcanzaba a verla como un punto de luz parpadeante que, desde aquella distancia, apenas parecía mayor que una vela.
Ningún ruido rompía el silencio, salvo la tos áspera de algún maleante en otra parte de la prisión, o el gemido de alguien cuyas opiniones políticas habían resultado sospechosas. Haplo estaba tan acostumbrado a estos sonidos que ya no los registraba en su cerebro.
Contempló la puerta de la celda.
El perro se plantó a su lado con las orejas erguidas y los ojos brillantes, moviendo el rabo lentamente. El animal notaba que sucedía algo y lanzó un ligero gañido, apremiando a su amo a ponerse en acción.
Haplo alargó la mano, tocó la puerta que apenas alcanzaba a ver en la oscuridad y notó bajo sus dedos el hierro frío y áspero de la herrumbre. Trazó un signo mágico sobre la puerta, pronunció una palabra y observó cómo la runa emitía un resplandor, primero azulado y luego rojo. El hierro se fundió bajo el calor de la magia. Haplo observó el agujero que había creado, visible hasta que el fulgor mágico se apagó. Dos, tres signos mágicos más y el agujero se agrandó hasta permitirle salir libre.
—Libre... —murmuró. Las serpientes lo habían obligado a emprender aquella acción, lo habían manipulado para que se lanzara a ella.
»He perdido el control —se dijo—. Tengo que recuperarlo y eso significa derrotarlas en su propio juego. ¡Lo cual va a ser interesante, dado que no conozco las malditas reglas!
Miró de nuevo el agujero que acababa de hacer.
Era el momento de hacer un movimiento.
—Un movimiento que ellas están esperando que haga —masculló amargamente.
Haplo estaba solo allí abajo, al final del bloque de celdas. No había centinelas, ni siquiera la Invisible con su indumentaria mágica de camuflaje. Haplo los había reconocido desde el primer día y, al principio, se había sentido algo impresionado ante aquella muestra de ingeniosidad por parte de los mensch. Pero la Invisible no rondaba por allí. No tenía necesidad de seguirlo. Todo el mundo sabía cuál era su destino. ¡Maldita fuera, si incluso le habían proporcionado un plano!
—Me sorprende que esos malditos no hayan dejado la llave en la cerradura —gruñó.
El perro lanzó un gañido y tocó la puerta con la pata.
Haplo trazó dos runas más y pronunció las palabras. El hierro terminó de fundirse, y el patryn pasó por el hueco. El perro lo siguió con un trote excitado.
Haplo echó un vistazo a los signos mágicos tatuados en su piel. Estaban apagados, oscuros como la noche que lo envolvía. Sang-Drax no estaba en las inmediaciones y, para Haplo, en aquel palacio no había otro peligro que la serpiente elfo. Dejó atrás la celda con el perro pegado a sus talones y pasó ante el soldado de guardia, que no se dio cuenta de nada.
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