—¡Suéltame! ¡Me haces daño! —exclamó Bane.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí, muchacho? —preguntó el oficial en el tono brusco que utilizaba la mayoría de los elfos para dirigirse a los humanos, convencidos de que era el único que éstos entendían.
—Y cuida tus modales, muchacho. —Sonó un bofetón; seco, frío e impersonal—. El capitán te ha hecho una pregunta. Responde, pues. El perro emitió un gruñido.
¡No, muchacho!
, le ordenó Haplo en silencio.
Quieto
.
Bane soltó un jadeo de dolor, pero no lloriqueó ni se quejó.
—Lamentarás lo que has hecho —dijo en un susurro amenazador.
El elfo soltó una risotada y golpeó de nuevo al chiquillo.
—¡Habla! Bane tragó saliva, y tomó aire entre dientes. Cuando volvió a hablar, lo hizo con fluidez en el idioma de los elfos.
—Estaba buscándoos cuando encontré la estatua abierta y bajé por curiosidad. No soy un humano cualquiera. Soy el príncipe Bane, hijo del rey Stephen y de la reina Ana de Voltaran y Ulyndia. Será mejor que me tratéis con el debido respeto.
«Bravo, muchacho.» Haplo, a su pesar, tuvo que dar su aplauso a Bane. Aquella declaración haría que los elfos se detuvieran a pensar.
El patryn se deslizó en silencio hasta la boca del pasadizo donde los elfos habían capturado al chiquillo. Desde allí podía verlos: seis soldados y un oficial elfos, situados cerca de la escalera que conducía de nuevo a la estatua.
Los soldados se habían desplegado por el pasadizo con las espadas desenvainadas y lanzaban miradas nerviosas a un lado y a otro. Era evidente que se sentían incómodos, allí abajo. Sólo el oficial parecía frío y despreocupado, aunque Haplo apreció que la respuesta de Bane lo había tomado por sorpresa. El capitán elfo se frotó la puntiaguda barbilla y estudió al humano con aire pensativo.
—El cachorro del rey Stephen ha muerto —dijo el soldado que retenía a Bane—. Lo sabemos muy bien, pues nos ha acusado de asesinarlo.
—Entonces, deberíais saber que no lo habéis hecho —replicó el muchacho con astucia—. Soy el príncipe, podéis estar seguros. El hecho mismo de que esté aquí, en Drevlin, debería ser una demostración de lo que digo. —El muchacho hablaba con desdén. Se llevó la mano a la mejilla dolorida para frotársela, pero reprimió el gesto y se mantuvo firme donde estaba, lanzando miradas iracundas a sus captores, demasiado orgulloso como para reconocer que le habían hecho daño.
—¿Ah, sí? —Dijo el capitán—. ¿Cómo es eso?
Era evidente que el oficial estaba impresionado. ¡Qué caramba!, el propio Haplo lo estaba. Por un instante, había olvidado la astucia y la capacidad de manipulación del pequeño. El patryn se relajó y se dedicó a estudiar a los soldados para decidir qué clase de magia podía usar para dejar fuera de combate a los elfos sin que Bane sufriera daño.
—Estoy prisionero. Prisionero del rey Stephen. Estaba esperando una oportunidad para escapar y, cuando esos estúpidos gegs se marcharon para atacar vuestra nave, se presentó la ocasión. Huí y vine en vuestra busca, pero me perdí y he terminado aquí abajo. Llevadme de vuelta a Tribus. Veréis cómo sois recompensados por las molestias. —Bane les dirigió una sonrisa candorosa.
—¿Llevarte de vuelta a Tribus? —El capitán elfo parecía sumamente divertido—. ¡Tendrás suerte si decido malgastar las energías necesarias para llevarte a lo alto de esa escalera, siquiera! La única razón de que no te haya matado todavía, pequeño gusano, es que tienes razón en una cosa: en efecto, siento una gran curiosidad por saber qué hace aquí, en el Reino Inferior, un mocoso humano como tú. Y te recomiendo que esta vez digas la verdad.
—No veo la necesidad de decirte nada. ¡Y no estoy solo! —exclamó Bane en un chillido agudo. Luego, volviéndose, señaló el túnel por el que había llegado hasta allí—. Se ocupa de mí un guardián, uno de los misteriarcas. Y tiene con él a algunos gegs. ¡Ayúdame a escapar de él antes de que pueda detenerme!
Bane se agachó bajo el brazo del capitán elfo y corrió hacia la escalera. El perro, tras una breve mirada a Haplo, salió tras el muchacho.
—¡Vosotros dos, coged al mocoso! —Se apresuró a ordenar el capitán—. ¡Los demás, venid conmigo! El oficial extrajo una daga de la vaina que llevaba al cinto y se encaminó hacia el pasadizo que había señalado Bane.
«¡Pequeño miserame!», pensó Haplo entre maldiciones. Invocó la magia y pronunció y trazó los signos mágicos que llenarían el pasadizo con un gas tóxico. En cuestión de segundos, todos, incluido Bane, quedarían inconscientes. Elevó la mano y, mientras el primer signo mágico ardía en el aire bajo sus dedos, se preguntó de quién intentaba escapar Bane, en realidad.
De pronto, una silueta rechoncha apareció de detrás del patryn.
—¡Estoy aquí! ¡No me hagáis daño! ¡Estoy sola, no hay nadie más conmigo!
Era la voz de Jarre. Avanzando con paso trabajoso por el pasadizo, la enana se encaminó directamente hacia los elfos.
Haplo no había advertido la cercanía de la enana y no se atrevió a detener su magia el tiempo necesario para cogerla y ponerla fuera del campo de acción de su hechizo. Jarre recibiría el efecto del gas somnífero, pues el patryn no tenía más remedio que continuar. Más tarde, cuando volviera a buscar a Bane, recogería también a Jarre.
Salió de su escondite. Los elfos se detuvieron, confusos. Vieron las runas que brillaban en el aire y, ante ellos, a un hombre que irradiaba un resplandor rojo y azul. Aquél no era ningún misteriarca. Ningún humano podía obrar una magia parecida. Los soldados se volvieron hacia el capitán en espera de órdenes.
Haplo terminó de trazar la última runa. El hechizo estaba casi ultimado. El capitán elfo se dispuso a arrojar su daga, pero el patryn apenas le prestó atención. Ningún arma mensch podía hacerle nada. Terminó el signo mágico, dio un paso atrás y aguardó a que el hechizo obrara efecto.
No sucedió nada.
La primera runa, inexplicablemente, parpadeó y no tardó en apagarse. Haplo lo presenció, perplejo. La segunda runa, que dependía de la primera, empezó a difuminarse también. El patryn no podía creer lo que veía. ¿Había cometido algún error? No, imposible. El hechizo era muy sencillo y...
Una llamarada de dolor le traspasó el hombro. Bajó la vista y descubrió la empuñadura de un puñal sobresaliendo de su camisa. Debajo de ésta se formó al instante una gran mancha oscura de sangre. La rabia, la confusión y el dolor le nublaron cualquier pensamiento coherente. ¡Nada de aquello debería estar sucediendo! ¡Las runas tatuadas en su piel deberían haberlo protegido! ¡El maldito hechizo debería estar surtiendo efecto! ¿Por qué no había sucedido nada de ello?
Miró a los ojos —los encendidos y almendrados ojos— del capitán elfo y vio la respuesta.
Agarró la daga, pero no tuvo fuerzas para extraerla. Un calor horrible, mareante, había empezado a extenderse por su cuerpo. El calor le revolvió las entrañas, le dio náuseas. La terrible sensación le debilitó los músculos, y la mano le cayó al costado, flácida e inerte. Le fallaron las rodillas. Se tambaleó, estuvo a punto de caer y trastabilló hasta la pared en un esfuerzo por mantenerse en pie.
Pero el calor se extendía ya hasta su cerebro. Se derrumbó en el suelo... Y ya no supo nada más.
WOMBE,
DREVLIN REINO INFERIOR
Jarre estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo de la Factría, cerca de la estatua del dictor, tratando de mantener la vista apartada de la peana de la estatua, de la abertura que conducía a los extraños túneles. Pero, cuantos más esfuerzos hacía por no mirar hacia allí, más a menudo se descubría con los ojos fijos en ella.
Clavó la mirada en cualquier otra parte: en uno de los centinelas elfos, en Bane, en el perro inquieto... Cuando se dio cuenta, volvía a tener la mirada puesta en la abertura.
Esperando ver aparecer a Limbeck.
Había pensado al detalle lo que haría cuando viera a Limbeck asomar torpemente por el hueco. Crearía una maniobra de distracción como la que había llevado a cabo en los túneles. Simularía que intentaba escapar. Echaría a correr hacia la puerta principal de la Factría, alejándose de la estatua. Eso le daría tiempo a Limbeck para salir, cruzar el suelo sin ser visto y colarse de nuevo en los túneles que empleaban los enanos y que los habían conducido hasta allí.
«Sólo espero que no se le ocurra hacer nada estúpido y caballeroso —se dijo Jarre, mientras la mirada se le escapaba una vez más hacia la estatua—. Algo así como intentar rescatarme. Eso es lo que habría hecho el Limbeck de antes. Afortunadamente, ahora es más razonable.»
Sí, ahora era más razonable. Sumamente razonable. Era muy razonable por su parte dejar que ella se sacrificara, que se dejara capturar por los elfos, que fuera ella quien los despistara y los alejara de la sala del autómata. Al fin y al cabo, el plan había sido de ella, pero Limbeck lo había aceptado de inmediato. Una actitud muy razonable por su parte: no había protestado, no había intentado convencerla de que se quedara, no se había ofrecido a acompañarla.
—Cuídate, querida —le había dicho, mirándola a través de aquellas gafas infernales—, y no les digas nada de esta sala.
Todo muy razonable.
Jarre admiraba a la gente razonable. Lo cual le hacía preguntarse por qué tenía el incontenible deseo de romperle de un puñetazo aquella boca tan razonable.
Con un suspiro, contempló la estatua y siguió recordando su plan y las consecuencias que había tenido.
Mientras corría por el túnel, la había asustado más la visión de Haplo, de su piel deslumbrante de magia luminosa, que la presencia de los elfos. Allí, casi se había sentido incapaz de continuar con su plan de acción, pero entonces Bane había gritado algo en elfo acerca de los gegs y había señalado el túnel, en dirección a la sala del autómata.
A partir de aquel momento, todo había sido muy confuso. Aterrorizada ante la posibilidad de que descubrieran a Limbeck, Jarre se puso al descubierto y echó a correr, gritando que estaba sola. Bane desapareció escaleras arriba, algo pasó zumbando junto a su cabeza y oyó una exclamación de dolor de Haplo. Cuando volvió la cabeza, lo vio retorciéndose en el suelo mientras el resplandor mágico de su piel se desvanecía rápidamente. En el momento en que se disponía a acudir en su ayuda, dos elfos la atraparon y la inmovilizaron.
Uno de los elfos se inclinó sobre Haplo y lo examinó con detenimiento. Los demás se mantuvieron a distancia. Un grito procedente de arriba, seguido de un lamento de Bane, indicó que los elfos habían conseguido capturar al muchacho.
El elfo arrodillado junto a Haplo alzó la vista a sus subordinados, dijo algo que Jarre no comprendió e hizo un gesto imperioso. Los dos elfos la llevaron escaleras arriba y la depositaron donde estaba ahora, en el suelo de la Factría.
Sentado a su lado, la enana encontró a Bane. El muchacho tenía un aspecto contrito; el perro estaba agazapado a su lado y Bane tenía la mano sobre el lomo del animal. Cada vez que el perro intentaba incorporarse, probablemente para ir a ver qué le sucedía a su amo, el muchacho lo obligaba a quedarse donde estaba.
—¡No te muevas! —ordenaron los elfos a Jarre en un tosco idioma enano. Ella obedeció con bastante docilidad y se dejó caer al lado de Bane.
—¿Dónde anda Limbeck? —preguntó éste a Jarre en un susurro, utilizando también el idioma de la enana.
¿Cuándo lo había aprendido? La última vez que Bane había estado allí, no sabía hablar su lengua. Hasta aquel momento, Jarre no le había oído una palabra en el idioma de los enanos y el descubrimiento de que lo dominaba le produjo una profunda irritación.
Como única respuesta, Jarre le dirigió una mirada absolutamente inexpresiva, como si le hubiera hablado en elfo y no hubiese entendido una palabra. Con una mirada a hurtadillas a sus guardianes, los vio concentrados en una conversación en voz baja y observó cómo volvían mas de una vez la mirada hacia la abertura en la base de la estatua.
Jarre se volvió hacia Bane, le hundió dos dedos en el brazo y le susurró:
—Estoy sola. No lo olvides.
Bane abrió la boca para soltar un grito pero, tras echar un vistazo a la expresión de Jarre, decidió que era mejor guardar silencio. Mientras se acariciaba el brazo dolorido, se apartó de la enana y permaneció sentado a cierta distancia, callado y malhumorado, urdiendo probablemente alguna nueva diablura.
Jarre no pudo evitar pensar que, en cierto modo, todo aquello era culpa del muchacho. Y llegó a la conclusión de que Bane no le agradaba.
De momento, no sucedió mucho más. Los otros elfos deambulaban inquietos en torno a la estatua, vigilando a los prisioneros sin dejar de dirigir miradas nerviosas hacia el hueco en sombras. El capitán elfo y Haplo no aparecieron. Y no había el menor rastro de Limbeck.
En situaciones como aquélla, el tiempo transcurría muy despacio. Jarre lo sabía y aguantó con paciencia. Pero, incluso con esa paciencia, llegó un momento en que se dijo que llevaba allí sentada muchísimo rato. Se preguntó cuánto durarían iluminados los símbolos mágicos que Haplo había trazado sobre los arcos para señalar el camino de salida; seguramente, pensó, ya se habían apagado.
Limbeck no vendría. No acudiría en su rescate, no se uniría a ella. El enano iba a ser... razonable.
Las recias pisadas de unas botas atronaron sobre el suelo de la Factría. Una voz gritó algo, y los centinelas se pusieron firmes. Jarre, esperanzada, se dispuso a correr. Pero quien apareció no fue el respetable líder de la UAPP, con sus gruesas gafas.