Sólo era un elfo. Y venía de otra dirección, procedente de la parte delantera de la Factría. Jarre emitió un suspiro.
El elfo señaló a los dos prisioneros y dijo algo que Jarre no entendió. Los guardianes se apresuraron a responder, con evidente alivio.
Bane se incorporó al instante, con aire más animado. El perro también se levantó con un gimoteo anhelante. Jarre permaneció donde estaba.
—Vamos, Jarre —dijo el muchacho con una sonrisa magnánima que lo perdonaba todo—. Se nos llevan de aquí.
—¿Adonde? —preguntó la enana con suspicacia, poniéndose en pie lentamente. —A ver al comandante jefe. No te preocupes, todo irá bien. Yo me ocuparé de ti.
Jarre no le creyó. Miró con irritación a los elfos que se acercaban y cruzó los brazos sobre el pecho, dispuesta a resistirse, si era necesario.
—¿Dónde está Haplo? —inquirió.
—¿Cómo voy a saberlo? —Replicó Bane, encogiéndose de hombros—. La última vez que lo vi estaba ahí abajo, a punto de hacer alguno de sus trucos de magia. Supongo que no le ha funcionado —añadió.
Con una nota de presuntuosidad, en opinión de Jarre. —Tienes razón, no le dio resultado —dijo la enana—. Haplo estaba herido. El elfo le arrojó un puñal. —Una verdadera lástima —murmuró Bane con sus azules ojos muy abiertos—. ¿Y Limbeck? ¿Estaba con él? Jarre miró al muchacho con rostro inexpresivo.
—¿Quién? Bane enrojeció de rabia pero, antes de que pudiera replicar, un guardián elfo interrumpió el diálogo.
—Muévete, geg —ordenó en idioma enano.
Jarre no quería moverse. No quería ir a presencia de aquel comandante jefe.
No quería marcharse sin saber qué había sido de Limbeck y de Haplo. Adoptó un aire desafiante y se dispuso a plantar una resistencia que probablemente le costaría un par de golpes del soldado, cuando de pronto se le ocurrió que Limbeck podía estar oculto allí abajo, esperando el momento más oportuno. Es decir, aguardando a que los centinelas se marchasen, para poder escapar con garantías.
Mansamente, se puso a la altura de Bane.
Detrás de ellos, uno de los elfos hizo una pregunta a gritos. El elfo recién llegado respondió en un tono que sonó a orden.
Inquieta, Jarre volvió la vista.
Varios elfos se estaban apostando en torno a la estatua.
—¿Qué hacen? —preguntó a Bane con temor. —Vigilando la abertura —respondió Bane con una sonrisa socarrona.
—¡Mirad por dónde vais! Y tú, gusano, sigue adelante —ordenó el elfo al tiempo que daba un brusco empujón a Jarre.
La enana no tuvo más remedio que obedecer y se encaminó hacia la entrada de la Factría. Detrás de ella, los elfos habían tomado posiciones cerca de la estatua, pero no demasiado próximos a la amenazadora abertura.
—¡Oh, Limbeck! —suspiró Jarre—. Sé razonable.
WOMBE,
DREVLIN REINO INFERIOR
Haplo despertó dolorido, alternando escalofríos y ardores febriles. Al abrir los ojos, encontró ante sí los del capitán elfo, que despedían un fulgor rojizo pasado por un filtro que lo amortiguaba.
Unos ojos rojos.
El capitán elfo estaba acuclillado a su lado, con sus largas y finas manos, de dedos delgados, colgando entre las rodillas flexionadas. Al ver a Haplo consciente y mirándolo, sonrió.
—Saludos, amo —dijo con voz obsequiosa, en un tono ligero y festivo—. ¿Te sientes mareado, verdad? Sí, supongo que sí. Yo no he experimentado nunca el efecto del veneno nervioso, pero tengo entendido que provoca unas sensaciones bastante desagradables. No te preocupes. El veneno no es mortal y sus efectos pasan pronto.
Haplo apretó los dientes para detener su castañeteo y cerró los ojos. El elfo hablaba en patryn, el lenguaje rúnico del pueblo de Haplo, un idioma que ningún elfo vivo o muerto había hablado jamás, ni sería nunca capaz de dominar.
Una mano lo tocaba, se deslizaba sobre su hombro herido.
Abrió los ojos de inmediato y lanzó instintivamente un golpe al elfo... Al menos, ésa era su intención. En realidad, apenas alcanzó a mover el brazo. El elfo sonrió con burlona compasión y soltó un cloqueo como una gallina aturdida. Unas manos fuertes sostuvieron al debilitado patryn, y lo ayudaron a incorporar el cuerpo hasta quedar sentado con la cabeza en alto.
—Vamos, vamos, amo. No es para tanto —dijo el capitán con voz animosa, esta vez en la lengua de los elfos—. Desde luego, si las miradas matasen, ya tendrías colgada del cinto mi cabeza. —Los ojos encarnados brillaron, divertidos—. O tal vez debería decir la cabeza de una
serpiente
, ¿no te parece?
—¿Qué..., quién eres tú?
Al menos, eso fue lo que Haplo trató de decir. Las palabras se formaron claramente en su cerebro, pero lo que salió de sus labios fue una serie de sonidos inarticulados.
—Supongo que aún te resulta difícil hablar, ¿verdad? —Apuntó el elfo, hablándole de nuevo en patryn—. No es necesario que digas nada. Puedo entender tus pensamientos. Ya sabes qué soy. Me has visto en Chelestra, aunque es probable que no lo recuerdes. Allí tenía un cuerpo distinto. Serpientes dragón, nos llamaban los mensch de ese mundo. ¿Qué nombre podríamos adoptar? ¿Serpientes elfo? Sí, me suena bastante bien.
Aquellos seres, pensó Haplo con una vaga sensación de horror, podían cambiar de forma a voluntad... Se estremeció y masculló algo para sí.
—En efecto, podemos adoptar cualquier forma —asintió la serpiente elfo—. Pero ven conmigo. Te llevo a presencia del Regio. Desea hablar contigo.
Haplo ordenó a sus músculos obedecer sus instrucciones, ordenó a sus manos estrangular, golpear, aporrear, cualquier cosa. Pero el cuerpo no le respondió. Sus músculos se contrajeron y vibraron en sacudidas espasmódicas. Apenas consiguió ponerse en pie y enseguida se vio obligado a apoyarse en el elfo.
En la serpiente, se corrigió de inmediato. Era mejor empezar a hacerse a la idea, supuso el patryn.
—Empieza a hacerte a la idea de que tienes que sostenerte por ti solo, patryn. Aja, así está muy bien. Y, ahora, camina. Llegamos con retraso. Así, un pie delante del otro.
La serpiente elfo guió los pasos vacilantes del patryn como si éste fuera un anciano achacoso. Haplo avanzó arrastrando los pies, tropezándose con ellos, y moviendo las manos a sacudidas, sin control. Un sudor frío le bañó la camisa. Los nervios le hormigueaban y le ardían. Los signos tatuados en su piel permanecían apagados, con su magia desorganizada. El patryn se estremeció, presa sucesivamente de escalofríos y acaloramientos; se apoyó de nuevo en el falso elfo y continuó adelante.
Limbeck se detuvo en mitad de aquella oscuridad que resultaba tan extraordinariamente oscura —mucho más oscura que cualquier otra oscuridad que recordara— y empezó a pensar que había cometido un error. El signo mágico que Haplo había dibujado sobre el arco del pasadizo aún brillaba, pero no despedía ninguna luz útil y, si acaso, su resplandor solitario a tanta altura sobre la cabeza del enano sólo servía para acentuar la sensación de oscuridad.
Y, entonces, la luz del signo mágico empezó a perder intensidad.
—Voy a quedar atrapado aquí abajo, a ciegas —murmuró para sí. Se quitó las gafas y empezó a mordisquear el extremo de la patilla, cosa que solía hacer cuando estaba nervioso—. Atrapado a solas. Nadie volverá a buscarme.
Hasta aquel momento, no se le había pasado por la cabeza tal posibilidad. Limbeck había visto a Haplo realizar prodigios maravillosos con su magia. Sin duda, un puñado de elfos no sería ningún problema para alguien que había ahuyentado a un dragón merodeador. Había dado por sentado que Haplo ahuyentaría a los elfos y regresaría; entonces, él podría continuar investigando aquella criatura metálica maravillosa de la sala de los ojos.
Pero Haplo no volvía. Había pasado mucho rato, el signo mágico empezaba a apagarse, y Haplo no se presentaba todavía. Algo había salido mal.
Limbeck titubeó. La idea de abandonar aquel lugar, quizá para siempre, resultaba perturbadora. Había estado tan cerca...
Sólo era preciso dar las instrucciones precisas al hombre metálico y éste pondría a latir de nuevo el corazón de la gran máquina. Limbeck no estaba muy seguro de cuáles eran las instrucciones, cómo había que darlas o qué sucedería una vez que la gran máquina se pusiera en marcha, pero confiaba en que todo se aclararía en el momento oportuno, igual que sucedía cuando se ponía las gafas.
Pero, por ahora, la puerta estaba cerrada y Limbeck no podía entrar. Lo había comprobado tras un par de intentos de abrirla a empujones, después de que Jarre se marchara. El enano supuso que, por lo menos, debía alegrarse de que el hombre metálico estuviera cumpliendo la orden de Haplo, aunque habría preferido una actitud más relajada, menos disciplinada, por parte del autómata.
Limbeck consideró la posibilidad de golpear la puerta, de pedir a gritos que lo dejara entrar.
—No —se dijo enseguida, con una mueca de asco ante el desagradable sabor que le había dejado en la boca la patilla de las gafas—, las voces y los golpes podrían alertar a los elfos. Acudirían a investigar y descubrirían el Corazón de la Máquina —así había bautizado Limbeck la sala del hombre metálico—. Si tuviera luz, podría estudiar el símbolo que Bane trazó en la puerta y quizá podría abrirla. Pero no tengo nada para iluminarme, ni manera de conseguirlo como no sea yendo a buscarlo a otra parte y volviendo con ello. Pero, si voy a buscar una luz, ¿cómo podré volver con ella si no conozco el camino?
Con un suspiro, Limbeck se colocó las gafas una vez más. Su mirada se concentró en el arco del túnel, en el signo mágico que un rato antes brillaba con intensidad pero que apenas era ya un pálido fantasma de sí mismo.
—Puedo dejar un rastro, como hizo Haplo —murmuró, arrugando la frente con una expresión de profunda concentración—. Pero, ¿con qué? No tengo nada con que escribir. Ni siquiera —se palpó rápidamente los bolsillos— llevo encima una sola tuerca.
De pronto, había recordado un cuento de su infancia en el que dos jóvenes gegs, antes de entrar en los túneles de la gran máquina, habían marcado su ruta dejando tras ellos un rastro de tuercas y tornillos.
Entonces tuvo una idea que casi le dejó sin aliento.
—¡Los calcetines!
Rápidamente, se sentó en el suelo. Con un ojo en el signo mágico, cuyo resplandor se apagaba por momentos, y el otro en lo que estaba haciendo, se quitó las botas y las colocó ordenadamente junto a la puerta. Después de sacarse uno de sus calcetines de lana, altos y gruesos, que él mismo había tejido,
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tanteó a ciegas el borde, buscando el nudo que marcaba el extremo del hilo. No le costó mucho encontrarlo, pues no se había molestado en intentar disimularlo entre el resto del tejido. Tras cortarlo con un rápido y preciso mordisco de sus incisivos, tiró del hilo.
El siguiente problema fue encontrar dónde sujetarlo. Las paredes, igual que la puerta, eran lisas. Limbeck las palpó a ciegas buscando algún saliente, pero no encontró ninguno. Finalmente, ató el hilo a la hebilla de su bota e introdujo la caña de ésta bajo la puerta hasta que sólo sobresalió de ella la parte de la suela.
—Y tú, deja eso como está, ¿de acuerdo? —dijo al hombre metálico del otro lado de la puerta, pensando que quizás al autómata se le metía en su metálica cabeza la idea de que debía echar fuera aquello que asomaba por debajo de la puerta o, si le gustaba la bota, de tirar de ella para tener todo el resto.
La bota, no obstante, permaneció como estaba. Nada la importunó.
Rápidamente, Limbeck cogió el calcetín, empezó a deshilarlo y avanzó por el pasadizo dejando tras él un rastro de lana.
Había pasado bajo tres arcos marcados con los signos mágicos y ya llevaba desenrollada la mitad del calcetín cuando cayó en la cuenta de que su plan tenía un punto débil.
—¡Vaya fastidio! —se dijo con irritación.
Porque, lógicamente, si él podía encontrar el camino de vuelta siguiendo el hilo, también podrían hacerlo los elfos. Sin embargo, aquello ya no tenía remedio; sólo le quedaba la esperanza de dar pronto con Haplo y Bane y regresar con ellos al Corazón de la Máquina antes de que los elfos lo descubrieran.
Los signos a las entradas de los túneles seguían despidiendo su resplandor mortecino. Limbeck los siguió hasta terminar el calcetín. Entonces, se quitó el otro, ató el extremo al cabo suelto del primero y prosiguió la marcha, mientras resolvía qué hacer si también se le terminaba el hilo del segundo. Empezaba a pensar cómo servirse de la camisa, incluso a considerar que ya debía de estar cerca de las escaleras que conducían a la estatua, cuando dobló un recodo y casi se dio de bruces con Haplo.
Pero el patryn no le era de ninguna utilidad a Limbeck, por dos razones: porque no estaba solo, y porque no tenía en absoluto buen aspecto. Un elfo llevaba a Haplo, medio a rastras.
Desconcertado, Limbeck se ocultó en el hueco de un túnel. El enano, que avanzaba con los pies descalzos, apenas hizo el menor ruido. El elfo, que había pasado sobre sus hombros el brazo flojo y sin fuerzas de Haplo, venía hablando con su derrengado acompañante y no había oído acercarse al enano, ni captó su retroceso. El elfo y Haplo avanzaron sin detenerse por un pasadizo que se desviaba del que ocupaba Limbeck.
A éste le dio un vuelco el corazón. El elfo avanzaba por los túneles confiadamente, lo cual significaba que los conocía a fondo. ¿Conocía también la existencia del Corazón de la Máquina y del hombre metálico? ¿Eran los elfos, entonces, los responsables de que la Tumpa-chumpa no funcionara?