«¿Dónde están las ciudadelas?»
De pronto, Haplo evocó el recuerdo de los titanes de Pryan. Otras criaturas sin alma cuya frustración al no tener respuesta a su pregunta las había conducido a dar muerte a cualquier desventurado ser vivo que se cruzara en su camino. «¿Dónde están las ciudadelas? ¿Cuáles son mis instrucciones?»
—Bien, dadle las instrucciones. ¡Decidle que ponga en funcionamiento la máquina y vayámonos de aquí! —dijo Jarre, cambiando el peso de su cuerpo de su pie a otro con gesto nervioso—. La maniobra de diversión no puede durar mucho más.
—No pienso ir a ninguna parte hasta que sepa exactamente qué sucede aquí —declaró Limbeck con firmeza. —Jarre tiene razón, Alteza —terció Haplo—. Indícale qué debe hacer y marchémonos.
—No puedo —respondió Bane, mirando al patryn por el rabillo del ojo con ademán socarrón.
—¿Cómo es eso, Alteza?
—O sea, sí que puedo, pero me llevará mucho tiempo. Muchísimo. Primero, tengo que averiguar cuál es el propósito de cada parte de la máquina. Después, tendré que dar instrucciones específicas a cada una de ellas...
—¿Estás seguro? —Haplo miró al muchacho con suspicacia.
—Es el único método seguro —replicó Bane, envuelto en un halo de inocencia—. Y quieres que haga todo esto de la manera más segura, ¿verdad? Si cometiera un error, o lo cometieras tú, y la máquina empezara a funcionar caóticamente... tal vez dispersando las islas al azar o enviándolas al fondo del Torbellino... —El pequeño se encogió de hombros—: Miles de personas podrían morir...
Jarre ya tenía el borde de la falda hecho un nudo de tanto retorcerlo.
—Marchémonos de aquí ahora mismo. Sabremos arreglárnoslas tal como estamos. Aprenderemos a vivir sin la Tumpa-chumpa. Cuando los elfos descubran que no volverá a funcionar, se marcharán...
—No lo harán —replicó Limbeck—. Si lo hicieran, morirían de sed. Se quedarán y buscarán y hurgarán hasta descubrir al hombre de metal y entonces serán ellos los que se apoderen de...
—El survisor jefe Limbeck tiene razón —lo apoyó Bane—. Debemos...
El perro empezó a gruñir y lanzó su ladrido de advertencia. Haplo se observó la mano y el brazo y advirtió que las runas brillaban con más intensidad.
—Viene alguien. Probablemente, han descubierto el agujero de la estatua.
—Pero, ¿cómo? ¡Ahí arriba no había ningún elfo!
—No lo sé —murmuró Haplo con tono sombrío—. O bien la maniobra de los enanos no ha dado resultado, o los elfos han sido puestos sobre aviso. Pero, ahora, eso no importa. ¡Tenemos que marcharnos de aquí, enseguida!
—¡Qué tontería! —Bane se plantó ante él con una mirada colérica y desafiante—. No seas estúpido. ¿Cómo van a encontrarnos esos elfos? Las runas que nos han conducido hasta aquí se han ido apagando a nuestro paso. Sólo tenemos que ocultarnos aquí y...
El muchacho tenía razón, reflexionó Haplo. Se estaba comportando como un estúpido. ¿De qué tenía miedo? Podían cerrar la puerta y esconderse allí dentro. Los elfos podían batir los túneles durante años sin dar con ellos.
Abrió la boca para dar la orden, pero no surgió de sus labios palabra alguna. El patryn había sobrevivido hasta allí gracias a confiar en su intuición. Y la intuición, ahora, le decía que se marchara de aquel lugar lo antes posible.
—Haz lo que digo, Alteza.
Haplo agarró a Bane por un brazo y empezó a arrastrarlo hacia la puerta, pese a la resistencia del pequeño.
—Mira esto. —El patryn colocó la mano, cuyos tatuajes brillaban intensamente, ante las narices de Bane—. No sé cómo han averiguado que estábamos aquí abajo, pero lo saben, créeme.
Nos están buscando y, si nos quedamos en esta sala, será aquí donde nos encuentren. Aquí... con el autómata. ¿Es eso lo que quieres? ¿Es eso lo que querría Xar?
Bane lo miró, furioso; el odio brillaba en los ojos del pequeño, frío y desnudo como la hoja de un puñal. La intensidad de aquel odio y la malicia que lo acompañaba dejaron perplejo a Haplo y perturbaron sus pensamientos por unos momentos. La mano aflojó la presión, y Bane se desasió con un enérgico tirón.
—¡Eres un completo estúpido! —masculló por lo bajo, amenazador—. ¡Te demostraré que eres un estúpido de pies a cabeza! —Y, dando media vuelta, empujó a Jarre a un lado, llegó a la puerta y echó a correr pasadizo adelante.
—¡Vete tras él! —ordenó Haplo al perro, y éste obedeció en el acto. Limbeck se quitó las gafas y contempló con añoranza al autómata que, impertérrito, seguía inmóvil en el centro de la estancia. —Sigo sin comprender... —empezó a decir.
—¡Ya te lo explicaré más tarde! —respondió Haplo con exasperación.
Jarre se hizo cargo de la situación. Agarrando al augusto líder de la UAPP como solía, arrastró a Limbeck al otro lado de la puerta, a la antesala.
—¿Cuáles son mis instrucciones? —inquirió el autómata. —Cierra la puerta —le gruñó Haplo, satisfecho de alejarse de aquel cadáver metálico.
Ya en el pasadizo, hizo una pausa para orientarse. Llegaron hasta él las ruidosas pisadas de Bane mientras corría túnel adelante, desandando el camino por el que habían venido. El símbolo mágico patryn que Haplo había grabado sobre el arco emitía un mortecino y vacilante resplandor verdeazulado. Por lo menos, Bane había tenido el buen juicio de echar a correr en la dirección adecuada, aunque era muy posible que ello lo condujera directamente a los brazos de sus perseguidores.
Se preguntó qué le rondaría por la cabeza a aquel chiquillo estúpido. Cualquier cosa, con tal de crear problemas, se respondió. Aunque, en realidad, poco importaba. Bane era un mensch, igual que los elfos. Podía ocuparse de todos ellos con suma facilidad. Ni siquiera se enterarían de lo que se les venía encima. Entonces, ¿por qué estaba asustado, tan asustado que el miedo casi le impedía pensar?
—No me lo explicó —se respondió en un murmullo. Se volvió a Limbeck y a Jarre—. Tengo que detener a Su Alteza. Vosotros dos seguidme lo más rápido que podáis y alejaos todo lo posible de esa sala. Esos signos no seguirán encendidos mucho tiempo —añadió, señalando el símbolo patryn—. Si los elfos capturan a Bane, ocultaos y dejadme actuar a mí. No intentéis haceros los héroes.
Dicho esto, echó a correr pasadizo adelante.
—¡Te seguiremos! —prometió Jarre, y se volvió hacia Limbeck. El enano, con las gafas en la mano, contemplaba con ojos miopes la puerta que se había cerrado tras él.
—¡Limbeck, vamos! —ordenó la enana.
—¿Y si no volvemos a encontrar este sitio nunca más? —apuntó él en tono lastimero.
«¡Espero que así sea!», estuvo a punto de replicar Jarre, pero se mordió la lengua. Tomó de la mano al abstraído survisor jefe (algo que no había hecho en mucho tiempo, advirtió la enana) y tiró de él con insistencia.
—Tenemos que irnos, querido. Haplo tiene razón. No podemos permitir que los elfos encuentren a ese..., ese autómata. Limbeck exhaló un profundo suspiro. Se puso las gafas y, plantándose ante la puerta, cruzó los brazos sobre su amplio pecho y declaró resueltamente: —No. Yo no me voy.
WOMBE,
DREVLIN REINO INFERIOR
—Como sospechaba, los gegs han efectuado esa maniobra para desviar nuestra atención —declaró el capitán elfo junto a la estatua del dictor, tras inspeccionar el hueco que se apreciaba tras la rendija de la peana—. Uno de vosotros, quitad ese pedazo de tubería.
Ninguno de los miembros del escuadrón de elfos se apresuró a cumplir la indicación del capitán. Sin mover los pies de donde los tenían, los soldados se limitaron a mirarse unos a otros o a lanzar miradas de reojo a la estatua.
El capitán se volvió para ver por qué no se cumplía su orden.
—¿Y bien? ¿Qué os sucede? Uno de los elfos, tras un marcial saludo, tomó la palabra. —La estatua está maldita, capitán Sang-Drax.. Todo el que haya pasado un poco de tiempo aquí lo sabe... El comentario era una referencia, nada sutil, al hecho de que el capitán era un recién llegado a Drevlin. —Si los gegs han bajado ahí, están perdidos —dijo otro soldado.
—¡Maldita sea! —Sang-Drax soltó un bufido—. ¡Malditos vosotros, si no obedecéis las órdenes! ¡Y, si pensáis que ese feo pedazo de roca os puede hacer algún mal, esperad a ver las consecuencias de
mi
maldición! —Con una mirada furiosa, añadió—: ¡Teniente Ban'glor, quite ese tubo!
A regañadientes, temeroso de la maldición de la estatua pero más temeroso de su capitán, el elfo elegido dio un paso adelante. Con cautela, pálido y con un reguero de sudor en el rostro, alargó la mano y sujetó el objeto. Los demás soldados retrocedieron un paso inconscientemente, captaron la mirada colérica del oficial y se detuvieron. Ban'glor tiró del tubo y casi cayó de espaldas, pues no esperaba que se deslizara con tanta facilidad. La base de la estatua giró y se abrió, dejando a la vista los peldaños que se perdían en las tinieblas.
—Oigo ruidos ahí abajo.
El capitán se acercó y miró hacia el fondo del hueco. Los demás elfos lo observaron en un silencio incómodo. Todos sabían cuál iba a ser la siguiente orden.
—¿De dónde ha sacado el alto mando a este imbécil con ardor guerrero? —le cuchicheó un soldado a otro. —Ha llegado en el último embarque de tropas —respondió el otro en tono tenebroso.
—Vaya una suerte, haber caído en sus manos. Primero, el capitán Ander'el va y se mata...
—¿Nunca te has preguntado cómo pudo suceder eso? —lo interrumpió su compañero.
El capitán Sang-Drax tenía la mirada fija en el hueco de la peana de la estatua, pendiente de la posible repetición del sonido que había atraído su atención.
—Silencio ahí atrás —exclamó, volviéndose con gesto irritado.
Los dos soldados enmudecieron y se quedaron inmóviles, inexpresivos. El oficial reanudó su reconocimiento y se introdujo a medias por la abertura en un vano intento de ver algo en la oscuridad.
—¿Cómo pudo suceder, qué? —cuchicheó el soldado a espaldas del capitán. —La muerte de Ander'el. —Se emborrachó, salió al descubierto bajo la tormenta y... —El soldado se encogió de hombros.
—¿Ah, sí? —Replicó su compañero—. ¿Y cuándo has visto que el capitán Ander'el no aguantara el licor? El otro soldado dirigió una mirada sorprendida al que acababa de hablar.
—¿Qué estás diciendo? —Lo que comentan muchos. Que la muerte del capitán no fue ningún accidente...
Sang-Drax se volvió.
—Vamos a entrar —anunció. Señaló a los dos soldados que estaban hablando y les ordenó—: Vosotros dos, abrid la marcha.
Los dos soldados cruzaron una mirada. Desde aquella distancia, se dijeron en silencio el uno al otro, era imposible que los hubiera oído. Displicentemente, sin prisas, se dispusieron a obedecer. El resto del escuadrón avanzó tras ellos, lanzando nerviosas miradas a la estatua y dando un amplio rodeo para no pasar cerca de ella. El capitán Sang-Drax, el último en descender, siguió a sus hombres con una leve sonrisa en sus finos y delicados labios.
Haplo corrió tras Bane y el perro. Mientras lo hacía, echó una ojeada a su piel, que ahora despedía un intenso resplandor azulado teñido de un rojo subido, y masculló una maldición. No debería haber acudido allí, ni debería haber permitido la presencia de Bane y de los enanos. Debería haber hecho caso de a advertencia que intentaba transmitirle su cuerpo aunque no le encontrara sentido. En el Laberinto, no habría cometido nunca tal error.
—Me he vuelto demasiado arrogante, maldita sea —murmuró—. Demasiado seguro de mí mismo, creyéndome a salvo en un mundo de mensch.
Pero lo más inexplicable, lo más desquiciante, era que, efectivamente, estaba a salvo. Y, no obstante, sus runas de protección y defensa brillaban en la oscuridad, aún más intensas y, ahora, rojas además de azules.
Aguzó el oído tratando de captar las recias pisadas de los dos enanos, pero no las escuchó. Tal vez habían tomado otra dirección. Los pasos de Bane sonaban más cercanos, pero aún a cierta distancia. El muchacho corría con toda la rapidez y todo el descuido de un chiquillo asustado. Estaba haciendo lo acertado, evitar que los elfos descubrieran la sala del autómata, pero dejarse coger para conseguirlo no parecía una buena solución.
Haplo dobló un recodo y se detuvo un momento a escuchar. Oyó voces; voces de elfos, estaba seguro, aunque era incapaz de calcular a qué distancia estaban, pues los sinuosos pasadizos distorsionaban los sonidos impidiéndole precisar si se hallaba o no cerca de la estatua.
El patryn envió un mensaje urgente al perro:
¡Deten a Bane! ¡Y no te separes de él
! Después, emprendió de nuevo la persecución a la carrera. Si conseguía alcanzar al muchacho antes de que los elfos...
Un grito, ruidos de pelea y los gruñidos y ladridos del perro, urgentes y furiosos, lo hicieron detenerse en seco. Delante de él había problemas. Dirigió una breve mirada sobre el hombro. Los enanos seguían sin aparecer por ninguna parte.
Bueno, tendrían que arreglarse por su cuenta. Haplo no podía ocuparse de ellos, pues debía hacerlo de Bane. Además, Limbeck y Jarre estarían más cómodos en aquellos túneles, donde sin duda serían capaces de encontrar un escondrijo. Así pues, los apartó de su mente y siguió avanzando, esta vez con sigilo.
¡Silencio, perro!
, ordenó al animal.
¡Y sigue atento
!
Los ladridos del perro cesaron.
—¡Vaya!, ¿qué tenemos aquí, teniente?
—¡Un niño! Un cachorro humano, capitán. —El elfo parecía sumamente perplejo—. ¡Ay! ¡Deja eso, pequeño bastardo!