Hugh, con una sonrisa torva, movió la cabeza en gesto de negativa.
El Guardián permaneció callado largo rato.
—Estás bien informado —dijo por fin. Calló de nuevo y, luego, añadió—: Has hecho un largo viaje, lleno de peligros, para ofrecer algo que sabías que deberíamos rechazar...
—Sé que no querréis rechazarlo —replicó Hugh—. Yo soy diferente.
—Me he apercibido de ello —asintió el Guardián—. Pero no lo entiendo. ¿Por qué eres diferente, Hugh? ¿Qué tiene tu alma que la haga valiosa para nosotros, que incluso nos mueva a aceptarla?
—Lo que tiene de especial —Hugh frunció los labios— es que ha dejado atrás esta existencia... y ha regresado.
—¡Hugh! —Exclamó Iridal, comprendiendo de pronto que no era ninguna broma, ningún truco—. ¡No puedes hablar en serio! ¡Hugh, no lo hagas!
Pero él no le prestó oídos.
—¿Quieres decir —inquirió el Alma en un tono susurrante que sonó como si se estuviera asfixiando— que has muerto y has... y has...?
—Resucitado —lo ayudó Hugh.
La Mano
había esperado que su declaración causaría asombro e incredulidad, pero el efecto que provocó entre los elfos fue el de un verdadero rayo. Percibió la electricidad en el aire y casi la oyó crepitar a su alrededor.
—Eso es lo que veo en tu rostro —asintió el Alma.
—El hombre que está muerto y no lo está —musitó el Puerta.
—La señal —terció la Libro.
Un momento antes, Hugh dominaba la situación. Ahora, de repente, había perdido el control y se sentía desamparado. Como cuando su nave dragón había sido aspirada por el Torbellino.
—¿Qué significa eso? ¡Decidme! —exigió bruscamente, extendiendo los brazos al frente. Al moverse, tropezó con una silla.
—¡Hugh, no! ¿Qué es todo esto? —chilló Iridal, agarrándose a él en su ceguera. Se volvió hacia los elfos, frenética, y suplicó—: ¡Explicádmelo! No comprendo...
—Creo que podemos devolverles la visión —propuso el Alma.
—¡Sería una decisión sin precedentes! —protestó la Libro.
—¡Nada de esto tiene precedentes! —replicó el Alma con seriedad.
Tomó las manos de Hugh con una de las suyas y las apretó con firmeza, con una fuerza sorprendente en alguien tan delgado, al tiempo que posaba la otra sobre los ojos del humano.
Hugh parpadeó y dirigió una rápida mirada a su alrededor. El Guardián de la Puerta levantó la ceguera de Iridal con una maniobra parecida. Ninguno de los dos humanos había visto con anterioridad ningún elfo kenkari y su aspecto les produjo asombro.
Los tres kenkari sobrepasaban en una cabeza a Hugh
la Mano
, que estaba considerado de buena talla entre los humanos. En cambio, los elfos eran tan extraordinariamente delgados que los tres juntos, lado a lado, apenas igualaban la amplitud de hombros de Hugh. Llevaban el cabello largo, pues no se lo cortaban nunca, y eran blancos desde el nacimiento.
Los kenkari de ambos sexos apenas difieren en su aspecto exterior, sobre todo cuando visten las ropas de mariposa, que ocultan fácilmente las poco marcadas curvas de las elfas. La diferencia más apreciable es el peinado del cabello. Los elfos llevan éste en una larga trenza a la espalda. Las elfas se envuelven la trenza en torno a la cabeza como una guirnalda. Tienen unos ojos grandes, enormes en sus rostros pequeños y delicados, con unas pupilas extraordinariamente oscuras. Algunos elfos comentan con menosprecio (aunque nunca en voz alta) que los kenkari han terminado por parecerse al insecto alado que adoran y emulan.
Con un gesto de debilidad, Iridal se dejó caer en una silla que le ofreció uno de los kenkari. Una vez que hubo remitido su conmoción inicial ante la visión de los extrañísimos elfos, volvió la mirada a Hugh.
—¿Qué estás haciendo, dime? No lo entiendo.
—Confía en mí, Iridal —respondió Hugh con voz tranquila—. Prometiste que confiarías en mí.
Iridal movió la cabeza y, al hacerlo, sus ojos se volvieron hacia el Aviario. Su expresión se dulcificó ante la belleza y exuberancia de la vegetación, pero no tardó en caer en la cuenta de qué era lo que estaba contemplando. De inmediato, volvió la mirada a Hugh con una mueca de espanto.
—Ahora, humano, haz el favor de explicarte —dijo el Guardián de las Almas.
—Primero, explicaos vosotros —exigió Hugh, mirando sucesivamente a los tres elfos—. No parecéis sorprendidos en absoluto de verme. Tengo la sensación de que estabais esperándome.
Los guardianes cruzaron unas miradas de sus oscuros ojos, intercambiando pensamientos bajo los párpados medio entornados.
—Siéntate, Hugh, haz el favor. Creo que deberíamos sentarnos todos. Gracias. En primer lugar, Hugh, no estábamos esperándote precisamente a ti. No sabíamos muy bien qué era lo que aguardábamos. Sin duda habrás oído comentar que hemos cerrado la Catedral del Albedo debido a..., a circunstancias muy desafortunadas, digamos.
—A que el emperador estaba dando muerte a su propia estirpe para adueñarse de sus almas —acotó Hugh, al tiempo que hurgaba en los bolsillos y sacaba de ellos su pipa, la cual se llevó a los labios sin encenderla.
Molesto ante la brusquedad de Hugh y su patente desdén, la expresión del Alma se volvió dura e irritada.
—¿Qué derecho a juzgarnos tenéis los humanos? ¡Vuestras manos también están manchadas de sangre!
—Es una guerra terrible —musitó Iridal—. Una guerra que ninguno de los dos bandos puede ganar.
El Alma se tranquilizó. Con un suspiro, asintió pesaroso.
—Sí, hechicera. A eso mismo nos han conducido nuestras reflexiones. Rogamos a Krenka-Anris que nos ofreciera una respuesta y nos la dio, aunque no la entendemos. «Otros mundos. Una puerta de muerte que conduce a la vida. Un hombre que está muerto y no lo está». El mensaje era más complejo, desde luego, pero ésas son las señales que debemos buscar y que nos dirán que el final de esta terrible destrucción está cercano.
—Una puerta de muerte... —repitió Iridal, contemplando a los elfos con asombro—. Sí, claro, la Puerta de la Muerte...
—¿Conoces algo llamado así? —inquirió el Alma, perplejo.
—En efecto. Y esa Puerta... ¡conduce a otros mundos! Unos mundos creados por los sartán, igual que la Puerta. Un sartán que conocí cruzó esa Puerta de la Muerte no hace mucho. El mismo sartán... —La voz de Iridal se difuminó en un susurro—. El mismo sartán que le devolvió la vida a este hombre.
Nadie dijo nada. Todos los presentes, elfos y humanos, se sumieron en el silencio respetuoso y temeroso que se produce entre los mortales cuando perciben el roce de una mano inmortal, cuando escuchan el susurro de una voz inmortal.
—¿Por qué has acudido a nosotros, Hugh
la Mano
? —Preguntó el Alma—. ¿Qué trato esperabas cerrar? Porque nadie —añadió con una sonrisa irónica, aunque trémula— vende su alma por algo tan mezquino como el dinero.
—Tienes razón. —Hugh se movió en su asiento, incómodo, y concentró su mirada ceñuda en la pipa, evitando todas las miradas y, en especial, la de Iridal—. Naturalmente, estaréis al corriente de la presencia de ese chiquillo humano en el Imperanon...
—Sí, el hijo del rey Stephen.
—El mismo, excepto que no es hijo de Stephen. Esta mujer es su madre —Hugh señaló a Iridal con la pipa—. Y el padre es su difunto esposo, misteriarca como ella. La historia de cómo el muchacho terminó convertido en hijo de Stephen y aceptado por todos como tal es larga y prolija y no tiene nada que ver con la razón que nos ha traído aquí. Baste decir que el emperador proyecta utilizar al muchacho como rehén, para forzar la rendición de Stephen.
—Dentro de unos pocos días —explicó Iridal—, el rey Stephen tiene previsto un encuentro con el príncipe Reesh'ahn para formar una alianza entre nuestros dos pueblos y emprender una guerra que, sin duda, pondrá fin al cruel imperio de Tribus. El emperador proyecta utilizar a mi hijo para obligar a Stephen a renunciar a tal alianza —continuó la misteriarca—, lo cual haría añicos cualquier esperanza de paz y de unidad entre las razas. Pero, si consigo liberar a mi hijo, el emperador no tendrá con qué presionar a Stephen y el camino para la alianza quedará expedito.
—Pero nosotros no podemos entrar en el Imperanon para liberar al pequeño —añadió Hugh—. Para ello, necesitamos ayuda.
—Y nos pedís colaboración para poder introduciros en el palacio, ¿no es eso?
—A cambio de mi alma —apuntó Hugh, llevándose la pipa a los labios otra vez.
—¡A cambio de nada! —Intervino Iridal con brusquedad—. ¡Nada, salvo la satisfacción de saber que habéis hecho lo correcto!
—¿Comprendes, hechicera, que nos pides que traicionemos a nuestro pueblo? —apuntó el Alma.
—¡Os pido que lo salvéis! —Replicó Iridal con voz apasionada—. Observad el abismo en que se ha sumido vuestro emperador. ¡Mandar matar a los de su propia sangre! ¿Qué sucederá si ese tirano llega a gobernar el mundo sin oposición?
Los guardianes intercambiaron de nuevo unas miradas.
—Rezaremos para que Krenka-Anris nos ilumine —sentenció el Alma, al tiempo que se ponía en pie—. Venid. Si nos excusáis...
Los otros guardianes se incorporaron de sus asientos y, siguiendo los pasos del Alma, abandonaron la sala por una puerta de pequeño tamaño que conducía a una sala anexa. Presumiblemente, otra capilla. Los elfos cerraron la puerta tras ellos al salir.
Los dos humanos se quedaron solos y permanecieron en sus asientos, sumidos en un silencio frío e incómodo. Eran muchas las cosas que Iridal quería decir, pero la expresión severa y sombría de Hugh le dio a entender que sus palabras y argumentos no serían bien recibidos y que tal vez harían más daño que bien. Pese a todo, a la mujer le resultaba inconcebible que los elfos aceptaran la oferta de Hugh. Sin duda, los kenkari los ayudarían sin cobrarse un precio tan terrible.
Se convenció de ello y se relajó. Debió de quedarse adormilada debido al cansancio, pues no se enteró del regreso de los kenkari hasta que el contacto de la mano de Hugh la devolvió a la conciencia con un sobresalto.
—Estás cansada —dijo el Alma, contemplándola con una amigable benevolencia que reforzó las esperanzas de Iridal— y os hemos tenido esperando demasiado rato. Ahora mismo os proporcionaremos comida y descanso pero, antes, nuestra respuesta. —El Guardián de las Almas se volvió hacia Hugh y juntó sus delgadísimas manos ante el pecho—: Aceptamos tu propuesta.
Hugh no dijo nada. Se limitó a asentir una vez, con gesto brusco.
—¿Aceptarás la muerte ritual a nuestras manos?
—La aceptaré con gusto —repuso Hugh, clavando los dientes en la boquilla de la pipa.
—¡No puedes hablar en serio! —Exclamó Iridal, puesta en pie—. ¡Y vosotros no podéis exigir tal sacrificio...!
—Todavía eres muy joven, hechicera —respondió el Alma, volviendo sus oscuros ojos hacia la humana—. Con el tiempo aprenderás, como hemos aprendido nosotros en nuestras largas existencias, que lo que se ofrece gratuitamente suele ser despreciado. Sólo valoramos las cosas cuando nos cuestan un precio. Os ayudaremos a entrar en el palacio y, cuando el muchacho haya sido rescatado, tú, Hugh
la Mano
, volverás a nosotros. Tu alma será extraordinariamente valiosa.
«Nuestros protegidos —el Alma dirigió la mirada hacia el Aviario y contempló las hojas que temblaban y se agitaban bajo el aliento de los espíritus— empiezan a mostrarse inquietos. Algunos de ellos quieren dejarnos. Tú los tranquilizarás, les dirás que ahí dentro están mejor que en ninguna parte.
—No es verdad, pero acepto —asintió Hugh. Apartó la pipa de los labios, se puso en pie y estiró sus cansados y doloridos músculos.
—¡No! —Protestó Iridal con voz quebrada—. ¡No puedes hacer eso, Hugh! ¡No lo hagas!
Hugh intentó mostrarse insensible ante ella pero de pronto, con un gran suspiro, la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza. Ella rompió a llorar. Hugh tragó saliva y una lágrima solitaria escapó de sus ojos y resbaló por su mejilla hasta caer en los cabellos de Iridal.
—Es el único modo —le susurró en humano—. Nuestra única oportunidad. Y salimos muy beneficiados en el trato. Una vida vieja, usada y malgastada, la mía, a cambio de otra vida joven, como la de tu hijo.
«Deseo que la muerte me llegue de esta manera, Iridal —añadió, con voz más grave—. Soy incapaz de dármela con mi propia mano. Es el miedo, ¿sabes? Ya he pasado por eso y el viaje es..., es... —Dejó la frase a medias con un escalofrío—. Pero ellos lo harán por mí. Y esta vez será más sencillo, si me envían.
Iridal fue incapaz de decir nada. Hugh la alzó en sus brazos y la misteriarca se agarró a él, sollozando.
—Está cansada, Guardián —la disculpó Hugh—. Los dos lo estamos. ¿Dónde podemos descansar?
El Guardián de las Almas le dirigió una sonrisa compungida.
—Entiendo. El Guardián de la Puerta te conducirá. Os hemos preparado habitaciones y comida, aunque temo que no sea la que estáis acostumbrados. En cambio, no puedo darte permiso para que fumes.
Hugh emitió un gruñido, ensayó una mueca y no dijo nada.
—Cuando hayáis descansado, discutiremos los detalles. No debéis esperar mucho tiempo. Es probable que no os hayáis percatado de ello, pero no me cabe duda de que os habrán seguido hasta aquí.
—¿La Invisible? Soy consciente de ello. La vi, ¿sabes? Al menos, todo lo que puede uno verla.
El Guardián abrió los ojos, admirado.
—Desde luego —comentó—, eres un hombre peligroso.
—También soy consciente de ello —fue la lúgubre respuesta de Hugh—. Este mundo será un lugar mejor sin mi presencia.
Portando en brazos a Iridal, Hugh abandonó la estancia tras los pasos del Guardián de la Puerta, en cuyo rostro había una expresión de esperanza, mezclada con otra de absoluta perplejidad.
—¿De veras crees que regresará para morir? —inquirió la Libro cuando el trío hubo desaparecido.
—Sí —respondió el Guardián de las Almas—. Volverá.