Cuando hubo concluido, Hugh estudió aquel rostro: las mejillas enrojecidas por la excitación y las enérgicas fricciones, los rizos dorados caídos sobre la frente en un mechón desgreñado.
—Ahora deberían reconocerte —dijo Hugh con un gruñido—. Recuerda bien lo que tienes que decir y lo que debes hacer.
—¡Claro que lo recordaré! Ya lo hemos repasado más de veinte veces. Tú cumple tu papel —añadió Bane con una mirada fría y hostil— y yo me ocuparé del mío.
—¡Oh, sí, Alteza! Cumpliré mi papel —musitó Hugh
la Mano—
. Pongámonos manos a la obra, antes de que ese capitán tuyo decida marcharse.
Hugh se puso en movimiento y estuvo a punto de caer sobre el perro, que había aprovechado el alto en la marcha para tumbarse en el suelo a descansar. El animal se incorporó de un brinco con un gañido sofocado. Hugh le había pisado una pata.
—¡Maldito animal! ¡Cállate! —le ordenó, irritado—. Dile a ese condenado perro que se quede aquí.
—¡No! —replicó Bane con idéntica irritación, agarrando del pelaje del cuello al animal y tirando de él. El animal le ofrecía la pata dolorida con aire afligido—. ¡Ahora es mío! Él me protegerá si es preciso. Nunca se sabe. Podría sucederte algo, y entonces me quedaría solo.
Hugh miró al muchacho. Bane sostuvo su mirada.
No merecía la pena discutir.
—Vamos, pues —murmuró
la Mano
, y los dos emprendieron la marcha hacia la tienda real.
Olvidando el dolor, el perro fue tras ellos al trote.
En el interior de la tienda, Stephen y Ana disfrutaban de uno de los escasos momentos de intimidad que les permitía el viaje, mientras se disponían al merecido descanso nocturno. Acababan de regresar de una cena de honor con el príncipe Reesh'ahn en el campamento elfo.
—Un tipo admirable, ese Reesh'ahn —comentó Stephen mientras empezaba a despojarse de la armadura que había lucido en la mesa, tanto por protocolo como por seguridad.
Levantó los brazos para que su esposa pudiera desatar las correas que sujetaban el peto. De ordinario, en un campamento militar, habría sido el camarero real quien se encargara de hacerlo, pero esa noche, como todas las noches cuando Stephen y Ana viajaban juntos, los criados tenían vedada la entrada a la tienda.
Entre los sirvientes corría el rumor de que el rey y la reina se libraban de ellos para poder pelearse en privado. Más de una vez, Ana había abandonado la tienda hecha una furia y muchas noches era Stephen quien lo hacía. Pero todo era un simulacro, una ficción que estaba a punto de terminar. Los barones descontentos que esperaran una disputa entre los monarcas esa noche iban a quedar rotundamente decepcionados.
La reina desató las correas y las hebillas con dedos hábiles y expertos; luego, ayudó a Stephen a desembarazarse del pesado peto y del espaldar. Ana procedía de un clan que había adquirido su fortuna sometiendo a sus rivales por la fuerza de las armas y la propia reina había participado en numerosas campañas y había pasado muchas noches en tiendas mucho menos cómodas y provistas que aquélla. Pero eso había sido en su juventud, antes de su matrimonio. Ahora, estaba disfrutando enormemente con aquella salida, cuyo único pero era haber tenido que dejar a su preciada hija en el castillo, atendida por la niñera.
—Tienes razón respecto a Reesh'ahn, querido. No hay mucha gente, elfa o humana, capaz de seguir luchando pese a todas las penalidades que ha tenido que afrontar —dijo la reina, mientras sostenía la ropa de dormir de su esposo a la espera de que éste terminara de desvestirse—. Acosado como una alimaña, al borde de la inanición, convertido en un traidor ante sus amigos y enfrentándose a asesinos enviados por su propio padre. Mira, querido, aquí tienes un eslabón roto. Debes hacer que te lo arreglen.
Stephen se despojó de la cota de malla y la arrojó sin miramientos a un rincón de la tienda. Después, se volvió y aceptó la ayuda de Ana para ponerse la ropa de noche (¡no era cierto pues, contra lo que decían los rumores, que el rey durmiera con la armadura puesta!). A continuación, tomó en brazos a su esposa.
—¡Pero...! ¡Ni siquiera lo has mirado! —protestó la reina, volviendo la vista a la cota de malla tirada en el suelo.
—Ya me ocuparé por la mañana —dijo él, mirándola con una sonrisa festiva—O tal vez no. ¿Quién sabe? Quizá no me la ponga. Quizá no me la ponga mañana, ni pasado, ni el siguiente. Quizá coja la armadura y la arroje lejos de las costas de Ulyndia. Estamos al borde de la paz, mi queridísima esposa, mi reina.
Stephen alargó la mano hacia ella, desató las cintas de la larga trenza recogida sobre su cabeza y ahuecó sus cabellos para que cayeran sobre sus hombros.
—¿Qué te parecería un mundo donde hombres y mujeres no tuvieran que llevar nunca más los pertrechos de guerra?
—No podría creerlo —respondió ella, moviendo la cabeza con un suspiro—. ¡Ay, esposo mío!, incluso ahora estamos muy lejos de un mundo así. Tal vez sea cierto que Agah'ran está debilitado y desesperado, como asegura Reesh'ahn, pero el emperador elfo es astuto y está rodeado de leales fanáticos. La batalla contra el imperio de Tribus será larga y sangrienta. Y las facciones entre nuestro propio pueblo...
—¡No! ¡Esta noche, no! —Stephen la hizo callar con sus labios—. Esta noche sólo hablaremos de paz, de un mundo que quizá nosotros no alcancemos a ver, pero que dejaremos en herencia a nuestra hija.
—Sí, cuánto me gustaría eso —murmuró la reina, apoyando la cabeza en el amplio pecho de su esposo—. Ojalá ella no se vea obligada a llevar una cota de malla debajo del vestido de boda.
Stephen echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—¡Vaya sorpresa me llevé! No se me olvidará nunca. ¡Abracé a mi esposa y creí que lo estaba haciendo a uno de mis sargentos! ¿Cuánto tiempo pasó hasta que dejaste de dormir con un puñal bajo la almohada?
—Más o menos, el mismo que tú tardaste en renunciar a que un catador probara todo cuanto cocinaba para ti —respondió ella al instante.
—Hacer el amor tenía entonces un morbo extraño. Nunca estaba muy seguro de salir con vida.
—¿Sabes cuándo supe por primera vez que te quería? —comentó ella, poniéndose de pronto muy seria—. Fue la mañana en que desapareció nuestro hijo, nuestro desdichado chiquitín, y encontramos en su cama al suplantados..
—¡Silencio! ¡No hables de esas cosas! —La interrumpió Stephen, estrechando a su esposa contra sí—. Ni una palabra de mal agüero. Todo eso quedó atrás, ya se acabó.
—No, todavía no. No hemos tenido noticias de...
—¿Cómo íbamos a tenerlas, desde tierras elfas? Si eso te tranquiliza, diré a Triano que haga averiguaciones discretamente.
—Sí, por favor. —Ana pareció aliviada—. Y ahora, Majestad, si me sueltas un momento, calentaré un poco de ambrosia para combatir el frío.
—Olvida el vino —murmuró Stephen, depositando un beso en su nuca—. Revivamos la noche de bodas...
—¿Con esos soldados montando guardia ahí afuera? —replicó Ana, escandalizada.
—Entonces no nos importó, querida.
—Tampoco nos importó cuando hiciste caer la tienda encima de nosotros y mi tío pensó que me habías asesinado y estuvo a punto de atravesarte con su espada antes de que pudiera detenerlo. Ahora somos una pareja sensata y formal que lleva muchos años casada. Anda, tómate la ambrosia y acuéstate.
Con una amplia sonrisa, Stephen dejó libre a la mujer y la contempló con afecto mientras ella revolvía las especies en el vino caliente. El rey se acercó, tomó asiento junto a ella, apartó un rizo de sus largos cabellos y la besó.
—Apuesto a que aún podría echar abajo la tienda —bromeó.
—Estoy segura de ello —repuso ella, ofreciéndole el vino con una sonrisa.
SIETE CAMPOS, ULYNDIA
REINO MEDIO
—¡Alto! —exclamó el centinela, y la guardia real empuñó las lanzas y las sostuvo en alto frente a dos desconocidos embozados en pesadas capas, uno alto y el otro muy bajo, que se habían aproximado demasiado al cinturón de acero que rodeaba a los monarcas—. ¡Volved atrás! ¡Aquí no se os ha perdido nada!
—¡Claro que sí! —replicó una voz chillona. Bane apartó la capucha que le cubría la cabeza y se adelantó hasta la luz de las fogatas de la guardia—. ¡Soy yo, capitán Miklovich! ¡El príncipe! ¡He vuelto! ¿No me reconoces?
El muchacho asomó la
cabeza
por debajo de las lanzas cruzadas. Al oír su voz, el capitán se volvió con una mueca de ceñuda sorpresa y escrutó la oscuridad nocturna. La luz de la hoguera se reflejaba en el acero de las espadas, en las puntas de las lanzas y en las armaduras bruñidas, formando extrañas sombras que dificultaban distinguir nada más. Dos de los centinelas se disponían a cerrar sus manos sobre el escurridizo muchacho pero, ante las palabras de éste, vacilaron, se miraron el uno al otro y volvieron la cabeza hacia su capitán.
Éste avanzó unos pasos con expresión severa e incrédula.
—No sé a qué juegas, rapaz, pero...
El resto de la frase quedó silenciado por un jadeo sibilante de perplejidad.
—¡Que me aspen si...! —Exclamó el capitán Miklovich mientras estudiaba minuciosamente al chiquillo—. ¿Es posible...?
Acércate, muchacho. Deja que te eche un vistazo aquí, a la luz de la fogata. Guardias, dejadlo pasar.
Bane asió de la mano a Hugh y tiró de él para que lo acompañara. Los centinelas movieron las lanzas impidiéndole el paso. Nadie prestaba atención al perro, que se deslizó entre las piernas de un soldado y se quedó observando a todo el mundo, con la lengua fuera y con evidente interés.
—¡Este hombre me ha salvado la vida! —Proclamó Bane—. Él me encontró cuando estaba perdido y a punto de morir de hambre. Se ha ocupado de mí, aunque no creía que fuera el príncipe de verdad.
—¿Es cierto, señoría? —Preguntó Hugh con los modales serviles y el acento marcado de un campesino sin educación—. Perdonadme si no le creí, pero pensé que estaba loco. La curandera del pueblo dijo que el único remedio para su locura era traerlo aquí y hacerle ver que...
—¡Pero no estoy loco! ¡Soy el príncipe! —Bane irradiaba excitación, belleza y encanto. Sus dorados rizos reflejaban la luz y sus azules ojos despedían un intenso brillo. El niño perdido había vuelto a casa—. Díselo, capitán Miklovich. Dile quién soy. Prometo que lo recompensaré. Se ha portado muy bien conmigo.
—¡Por los antepasados! —Musitó el capitán, mirando a Bane—. ¡Sin duda, eres Su Alteza!
—¿Lo es? —Hugh abrió la boca con asombro y confusión. Arrancándose la gorra de la cabeza, empezó a darle vueltas entre las manos sin dejar de avanzar lentamente entre el círculo de acero—. No lo sabía, señoría. Perdonadme. Realmente, creía que el muchacho estaba chiflado.
—¡Que te perdone! —El capitán repitió sus palabras con una sonrisa—. Acabas de hacer tu fortuna. Vas a ser el campesino más rico de las Volkaran.
—¿Qué sucede ahí fuera? —Les llegó la voz del rey Stephen desde el interior de la tienda—. ¿Una alarma?
—¡Una novedad muy gozosa, Majestad! —Respondió el capitán—. ¡Venid a ver!
Los guardias del rey se volvieron para presenciar el reencuentro. Estaban relajados, sonrientes, con las manos flojas en las armas. Bane había seguido a la perfección las instrucciones de Hugh y había arrastrado tras él al asesino. Llegados a aquel punto, el chiquillo soltó el brazo de Hugh y se hizo a un lado con disimulo, dejándole espacio para sacar el arma. Nadie estaba pendiente del «campesino». Todas las miradas estaban concentradas en el príncipe de cabellos dorados y en la cortina de la entrada de la tienda. Los presentes oyeron a Stephen y a Ana acudiendo precipitadamente hacia ésta. En unos instantes, padres e hijo estarían juntos de nuevo.
El capitán avanzó un poco por delante de Hugh, a su derecha, y un par de pasos detrás de Bane, que corría alegremente hacia la tienda. El perro trotó tras los humanos, inadvertido en el revuelo.
A la izquierda de Hugh, el sargento abrió la cortina de la tienda y empezó a anudarla. Excelente, pensó el asesino. Su mano, oculta bajo la capa y las ropas holgadas de buhonero, rozó el cinturón y se cerró en torno a la empuñadura de una espada corta, un arma poco adecuada para un asesino puesto que su hoja, plana y ancha, reflejaría fácilmente la luz.
Stephen apareció en la entrada y pestañeó, tratando de acostumbrar los ojos al resplandor de las fogatas de la guardia. Unos pasos detrás de él, recogiendo sus ropas en torno a sí, la reina observó la escena.
—¿Qué sucede...?
Bane se adelantó a la carrera y abrió los brazos.
—¡Madre! ¡Padre! —exclamó con un grito de alegría.
Stephen palideció y una mueca de horror le cruzó el rostro. Tambaleándose, retrocedió unos pasos.
Bane continuó su impecable interpretación. Llegados a aquel punto, tenía que volverse, llamar a Hugh y decirle que se acercara. Después, tenía que apartarse de la trayectoria del golpe letal de
la Mano
. Así lo habían ensayado.
Pero Hugh iba a malograr su papel.
La Mano
iba a morir. Su tiempo de vida podía medirse en dos, tal vez tres respiraciones. Por lo menos, esta vez la muerte sería rápida: una espada atravesándole la garganta o el pecho. La guardia no correría riesgos con un hombre que se disponía a asesinar a su rey.
—Éste es el hombre que me ha salvado la vida, padre —dijo Bane con su voz aguda. Se volvió y tendió la mano hacia el asesino.
Hugh sacó la espada con movimientos lentos y torpes, la blandió en alto dejando que la luz de las hogueras se reflejara en la hoja y soltó un alarido alarmante. Después, se lanzó hacia Stephen.