Los kenkari alzaron la mirada a los cielos y empezaron a rezar.
—Te invocamos, ¡oh, Krenka-Anris! —exclamó el Guardián de las Almas—. Sacerdotisa sagrada, primera en descubrir la maravilla de esta magia, escucha nuestra plegaria y danos consejo. Por ello rezamos.
Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada.
Tres hijos bienamados mandaste a la batalla;
en torno a sus cuellos, relicarios y cajitas mágicas
trabajadas con tu propia mano. El dragón
Krishach,
con su aliento de juego y veneno
,
mató a tus tres hijos bienamados.
Sus almas escaparon. Los relicarios se abrieron.
Las tres almas fueron capturadas.
Tres voces silenciosas te llamaron.
Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada,
aconséjanos en esta hora de tribulación.
Una fuerza maligna, oscura e impía,
ha entrado en nuestro mundo.
Se ha presentado a instancias nuestras. Nosotros la hemos traído,
nosotros la hemos creado, en nombre del odio y del miedo.
Ahora cumplimos la penitencia por ello.
Ahora debemos intentar expulsar este mal
y no tenemos suficientes fuerzas.
Concédenos tu ayuda, Krenka-Anris,
sacerdotisa sagrada, te lo imploramos.
La brisa cálida empezó a soplar con más fuerza, con más ferocidad, hasta adquirir las proporciones de un vendaval furioso. Los árboles se combaron y gimieron, como lamentándose; varias ramas se quebraron y las hojas susurraron de agitación. Haplo imaginó que oía voces, miles de voces silenciosas que añadían sus plegarias a las pronunciadas en voz alta por los kenkari. Y las voces se alzaron hasta la cima del Aviario, por encima de los árboles y demás vegetación.
Iridal soltó una exclamación y se agarró al brazo del patryn. Con la cabeza levantada, fijó la vista en el techo de la cúpula.
—¡Mira! —dijo con un jadeo.
Allá arriba empezaron a formarse, a materializarse, unas nubes extrañas, surgidas y tejidas de la algarabía de cuchicheos.
Y las nubes empezaron a adoptar la forma de un dragón. Un buen truquillo de magia. Haplo quedó moderadamente impresionado, aunque se preguntó con cierta irritación cómo creían los mensch que podía ayudar a nadie una nube con forma de dragón. Se disponía a abrir la boca para preguntar, para intervenir, cuando las runas de su piel se encendieron en señal de advertencia.
—El dragón
Krishach
—dijo el Alma.
—Viene a salvarnos —añadió la Libro.
—Bendita sea Krenka-Anris —terció el Puerta.
—¡Pero no es real! —protestó Haplo, dirigiendo las palabras hacia sus propios instintos, más que a cualquier otra cosa. Los signos mágicos de su piel intensificaron su resplandor azulado, preparándose para defenderlo.
Y entonces vio que era real.
El dragón era una criatura de nubes y de sombras, insustancial pero dotado de una terrible solidez. Su carne era de un blanco pálido, traslúcido, del color de un cadáver con varios días. El esqueleto del dragón era visible a través de la piel flácida, que le colgaba sobre los huesos. Las cuencas de los ojos estaban vacías y oscuras, salvo la llama abrasadora que surgió deslumbrante por unos momentos, se apagó y volvió a brillar, como ascuas a las que un soplo de viento hiciera revivir.
El dragón fantasma los sobrevoló en círculos, flotando sobre el aliento de las almas de los muertos. Luego, de improviso, descendió en picado.
Haplo se agachó instintivamente y juntó las manos para activar la magia rúnica.
El Guardián de las Almas se volvió y lo miró con sus grandes ojos oscuros.
—
Krishach
no te hará daño. Son tus enemigos quienes deben temerlo.
—¿Sí? ¿Esperas que crea eso?
—Krenka-Anris ha escuchado tu súplica y te ofrece su ayuda en este trance.
El dragón fantasma se posó en el suelo cerca de ellos. No se quedó quieto, sino que permaneció en un movimiento constante, agitado, levantando las alas y meneando la cola. Su cabeza esquelética, envuelta en aquella carne muerta y fría, se volvía constantemente a un lado y otro, abarcando a todos los presentes con sus vacíos y huecos ojos.
—¿Se supone que he de montar... en eso? —murmuró Haplo.
—Podría ser una trampa para provocar mi muerte. —Iridal tenía los labios temblorosos, del color de la ceniza—. ¡Vosotros, los elfos, sois mis enemigos!
El kenkari asintió.
—Sí, hechicera, tienes razón. Pero algún día, en alguna parte, alguien debe tener la confianza suficiente para tender la mano al enemigo, aunque sepa que con ello corre el riesgo de que esa mano le sea arrancada del brazo.
El Alma introdujo la mano en las voluminosas mangas de su túnica y sacó de ellas un libro pequeño, delgado y de aspecto nada llamativo.
—Cuando llegues a Drevlin —continuó entonces, ofreciendo el libro a Haplo—, dale esto a nuestros hermanos, los enanos. Pídeles que nos perdonen si pueden. Sabemos que no les será fácil. Ni siquiera nosotros podremos perdonarnos fácilmente.
El patryn cogió el libro, lo abrió y lo hojeó con impaciencia. Parecía de factura sartán, pero estaba escrito en las lenguas de los mensch. Haplo fingió estudiar su contenido. En realidad, lo estaba empleando como excusa para urdir su siguiente movimiento. Se proponía...
Sus ojos recorrieron unas líneas y se alzaron enseguida hacia el kenkari.
—¿Sabes qué es esto?
—Sí —reconoció el Guardián—. Creo que es lo que buscaban esos seres maléficos cuando irrumpieron en nuestra biblioteca. Sin embargo, se equivocaron de lugar. Dieron por sentado que estaría entre los volúmenes sartán, protegidos por las runas de éstos. Pero los sartán escribieron ese libro para nosotros, ¿comprendes? Nos lo dejaron a nosotros.
—¿Cuánto tiempo hace que conocéis su existencia?
—Mucho —respondió el Guardián, compungido—. Mucho tiempo, para vergüenza nuestra.
—Esto podría dar a los enanos, a los humanos... a cualquiera, un poder tremendo sobre vosotros y vuestro pueblo.
—Eso también lo sabemos.
Haplo guardó el libro bajo su grueso cinturón.
—No es ninguna trampa, dama Iridal. Te lo explicaré por el camino, si tú me cuentas también algunas cosas. Por ejemplo, cómo hizo Hugh
la Mano
para resucitar.
Iridal contempló a los elfos, al espantoso fantasma y, por último, al patryn que le había arrebatado a su hijo. Las defensas mágicas de Haplo habían empezado a perder intensidad mientras su mente reprimía el miedo y la repugnancia. El resplandor azulado de las runas tatuadas en su piel se amortiguó hasta apagarse.
Recobrada su serena sonrisa, tendió la mano a Iridal.
Lenta, dubitativamente, ella la aceptó.
EN CIELO ABIERTO
REINO MEDIO
Siete Campos, situado en el continente flotante de Ulyndia, era tema de leyendas y canciones; sobre todo de estas últimas, pues había sido una canción lo que había decidido en favor de los humanos la famosa batalla librada en aquel lugar. Hacía once años, según el cómputo humano, que el príncipe elfo, Reesh'ahn, y sus seguidores habían escuchado la tonada que cambiaría sus vidas evocando una era en que los elfos paxarias habían construido un gran reino basado en la paz.
Agah'ran, rey en la época de la batalla y autoproclamado emperador más adelante, había declarado traidor a su hijo, Reesh'ahn, lo envió al exilio e intentó matarlo en varias ocasiones. Pero los atentados habían fracasado, y Reesh'ahn se había hecho más poderoso con el paso de los años. Cada vez habían sido más los elfos que se habían reunido bajo el estandarte del príncipe, conmovidos por la canción o por su propio sentimiento de indignación ante las atrocidades cometidas en nombre del imperio de Tribus.
La rebelión de los enanos de Drevlin había sido para los rebeldes «un regalo de los antepasados», como dicen los elfos. En la fortaleza recién construida por el príncipe Reesh'ahn en Kirikai se habían entonado cánticos de gratitud. El emperador se había visto obligado a dividir sus fuerzas y librar una guerra en dos frentes. Los rebeldes habían redoblado de inmediato sus ataques, y ahora sus territorios se extendían mucho más allá de los límites de las Remotas Kirikai.
El rey Stephen y la reina Ana se alegraban de ver a los elfos de Tribus mantenidos a raya, pero los inquietaba un poco que los rebeldes empezaran a aproximarse a tierras humanas. Un elfo era un elfo, como rezaba el dicho, y nadie podía estar seguro de que, un mal día, aquellos rebeldes de voz melodiosa no empezarían a cantar una tonada muy diferente.
El rey Stephen había abierto negociaciones con el príncipe Reesh'ahn y, de momento, se sentía sumamente satisfecho con lo que había oído. Reesh'ahn no sólo prometía respetar la soberanía humana sobre las tierras que ya poseían, sino que ofrecía abrir otros continentes del Reino Medio a la colonización humana. El príncipe elfo prometía poner fin a la práctica de utilizar esclavos humanos para mover las naves dragón. En adelante, los humanos que sirvieran en las naves que cubrían la vital ruta del agua entre el Reino Medio y Drevlin serían contratados por un sueldo y, como miembros de la tripulación, recibirían su parte correspondiente del agua y podrían venderla libremente en los mercados de Volkaran y Ulyndia.
Stephen, a su vez, accedió a poner fin a los ataques piratas sobre las embarcaciones elfas y prometió enviar ejércitos, magos y dragones para combatir junto a los elfos rebeldes. Juntos, lograrían derribar el imperio de Tribus.
Las negociaciones habían alcanzado aquel punto cuando se decidió que deberían encontrarse cara a cara los caudillos de ambas partes, para pulir detalles y elaborar los acuerdos finales. Si había que asestar un golpe concertado contra el ejército imperial, era el mejor momento para hacerlo. Últimamente, se habían descubierto algunas grietas en la fortaleza aparentemente inexpugnable que constituía el imperio de Tribus. Tales grietas, según los rumores, se hacían cada vez más extensas y amplias. La defección de los kenkari era el ariete que permitiría a Reesh'ahn derribar las puertas y penetrar en el Imperanon.
La ayuda de los humanos era fundamental para los planes del príncipe. Las dos razas sólo podían tener la esperanza de derrotar al ejército imperial si unían sus fuerzas. Reesh'ahn era consciente de ello, y también los monarcas humanos. Por eso, todos ellos estaban dispuestos a aceptar un pacto. Por desgracia, entre los humanos había facciones poderosas que desconfiaban profundamente de los elfos y cuyos barones ponían objeciones a la propuesta de alianza de Stephen, invocando públicamente pasados agravios y recordando al pueblo sus terribles padecimientos bajo el dominio de los elfos.
Los elfos, decían los barones, eran astutos e insidiosos. Todo aquello era un truco. El rey Stephen no los estaba vendiendo a los elfos. ¡Los estaba entregando a cambio de nada!
Bane le estaba explicando la situación política, tal como la había oído contar al conde Tretar, a un Hugh silencioso, sombrío y desinteresado.
—La reunión entre Reesh'ahn y mi padre, el rey, es sumamente delicada. Crítica, yo diría —expuso el muchacho—. Si algo, el menor detalle, saliera mal, toda la alianza se desmoronaría.
—El rey no es tu padre —replicó Hugh. Eran las primeras palabras que pronunciaba casi desde el inicio del viaje.
—Ya lo sé —dijo Bane con su dulce sonrisa—. Pero debo acostumbrarme a llamarle así para no cometer un desliz. El conde Tretar me ha prevenido. Y tengo que llorar en el funeral. No mucho, para que la gente no dude de mi presencia de ánimo, pero seguro que se espera de mí que derrame alguna lagrimilla, ¿no te parece?
Hugh no contestó. El muchacho iba sentado delante de él, sujeto a la perilla de la silla de montar y disfrutando de la emoción del viaje en dragón desde las tierras elfas de Aristagón al territorio de Ulyndia, ocupado por los humanos. Hugh no pudo evitar el recuerdo que la última vez que había hecho aquel trayecto, Iridal, la madre de Bane, iba sentada —acurrucada entre sus brazos— en el lugar que esta vez ocupaba su hijo. Sólo la imagen de la mujer y los pensamientos que le inspiraba refrenaban los impulsos de
la Mano
, tentado a agarrar a Bane y arrojarlo al vacío.
El muchacho debía de percibirlo, pues, de vez en cuando, se volvía en redondo y hacía oscilar el amuleto de la pluma ante el rostro del asesino.
—Mamá te manda su cariño —le decía con voz socarrona.
El único inconveniente del plan de Hugh era que los elfos podían descargar su rabia contra él en su prisionera, en Iridal. Aunque, ahora que los kenkari sabían que estaba viva (al menos, Hugh esperaba que lo supieran) tal vez pudieran salvarla.
Esto tenía que agradecérselo al perro.
En el mismo instante en que sus ojos y su olfato habían detectado la presencia del dragón, el perro había dirigido una mirada a la bestia y, con un aullido frenético y el rabo entre las patas, había huido a la carrera.
El conde Tretar había sugerido que dejaran allí al animal, pero Bane había iniciado un berrinche de pataletas y sofocos, chillando que no iría a ninguna parte sin él. Finalmente, Tretar había enviado a sus hombres en persecución del aterrorizado can.
La Mano
había aprovechado la distracción para susurrar unas palabras al omnipresente weesham de Tretar. Si el weesham era más leal a los kenkari que al conde, llegaría a oídos de los guardianes de la catedral que Iridal había sido capturada.