—Lo haré —afirmó Iridal—. Ahora tengo esperanza.
Otra vez guardaron silencio. El esfuerzo de hacerse oír entre el estruendo del viento resultaba agotador. El dragón había dejado atrás el último rastro de tierra, y Haplo no tardó en perder cualquier punto de referencia. Lo único que alcanzaba a ver era el cielo azul encima de ellos, debajo, a su alrededor, absolutamente vacío. Una bruma amortiguaba el resplandor del Firmamento y todavía estaban demasiado lejos, también, para avistar la espiral de nubes cenicientas del Torbellino.
Iridal quedó abstraída en sus pensamientos, en sus planes y esperanzas respecto a su hijo. Haplo se mantuvo alerta, escrutando los cielos en una vigilancia permanente, y fue el primero en distinguir la pequeña mancha negra delante y debajo de ellos. Se concentró en ella y se percató de que
Krishach
volvía las cuencas vacías de sus ojos en aquella dirección.
—Creo que los hemos encontrado —anunció cuando, finalmente, logró distinguir la cabeza curva y las grandes alas desplegadas de la nave dragón.
Iridal miró hacia donde indicaba. El dragón fantasma había aminorado la velocidad y empezaba a descender en una amplia y lenta espiral.
—Sí, es una nave dragón —dijo tras estudiarla—. ¿Pero cómo sabrás si es o no la que buscamos?
—Lo sabré —le aseguró Haplo en tono lúgubre, al tiempo que dirigía una mirada a las runas tatuadas en su piel—. ¿Te parece que nos ven desde la nave?
—Lo dudo. Pero, aunque así fuera, desde esta distancia seguro que tomarían nuestra montura por un dragón normal y corriente. Y una nave de ese tamaño no se alarmaría por la presencia de un dragón solitario.
En efecto, la nave no parecía alarmada, ni tampoco parecía llevar prisa. Avanzaba a una velocidad cómoda, aprovechando con sus amplias alas las corrientes de aire, cada vez más intensas. Abajo, muy lejos, el color plomizo del cielo presagiaba el Torbellino.
Distinguió detalles de la nave dragón: la talla de la proa, las alas pintadas... Unas figuras diminutas se movían en la cubierta. Y en el casco de la embarcación había una insignia.
—La corona imperial —apuntó Iridal—. Creo que, en efecto, es la nave que buscabas.
Haplo notó el escozor ardiente en la piel. Los signos mágicos empezaban a despedir un leve fulgor azulado.
—Lo es.
Lo dijo con tal convicción que Iridal se volvió a mirarlo, preguntándose cómo podía estar tan seguro. Sus ojos se abrieron como platos al observar los trazos luminosos cíe la piel del patryn, pero no dijo nada y volvió a fijar la vista en la nave dragón.
Seguro que desde ella ya los distinguían, pensó Haplo. Y, si él sabía que Sang-Drax estaba allí abajo, sin duda su enemigo sabía que él viajaba a lomos del dragón.
Quizá fue cosa de su imaginación, pero Haplo casi habría jurado que veía la figura brillantemente vestida de la serpiente elfo plantada en el puente, con la vista levantada hacia él. Y Haplo creyó oír también unos débiles gritos, los lejanos alaridos de alguien presa de un dolor terrible.
—¿Cuánto podemos acercarnos? —preguntó Haplo.
—Si voláramos en un dragón corriente, no mucho —respondió Iridal—. Las corrientes de aire serían demasiado peligrosas, por no hablar de las flechas, y quizá la magia, que sin duda empezarán a lanzar contra nosotros dentro de poco. Pero tratándose de
Krishach..
. —La maga se encogió de hombros—. Dudo mucho que las corrientes de aire, las flechas o la magia tengan efecto en él.
—Entonces, acerquémonos todo lo posible —dijo Haplo—. Saltaré a la cubierta.
Iridal asintió, aunque fue el dragón fantasma quien respondió. Ya estaban lo bastante cerca como para que Haplo pudiera distinguir a los elfos señalando hacia arriba, algunos corriendo a buscar sus armas y otros apresurándose a cambiar el rumbo. En medio del revuelo, un solo elfo permanecía inmóvil, firme. El resplandor azulado de la piel de Haplo aumentó de intensidad, veteado de rojo.
—Ha sido esa misma maldad que percibo ahora lo que ha movido a los kenkari a entregarte el libro, ¿verdad? —Inquirió Iridal de pronto, con un escalofrío—. Fue eso lo que encontraron en las mazmorras, ¿verdad?
Para entonces,
Krishach
ya era claramente visible para los elfos, y éstos debían de advertir que no estaban ante un dragón vivo, ante una bestia corriente. Muchos empezaron a gritar, aterrorizados. Los que empuñaban los arcos arrojaron las armas. Algunos abandonaron sus obligaciones y corrieron a las escotillas.
—Pero, ¿qué es esa maldad? —Exclamó Iridal, haciéndose oír por encima del viento impetuoso, el aleteo de las velas de la nave dragón y los gritos de espanto de la tripulación—. ¿Qué es eso que veo ahí abajo?
—Lo mismo que todos acabaremos por ver, si tenemos el valor de asomarnos a la oscuridad —respondió Haplo, tenso, disponiéndose a saltar—: a nosotros mismos.
EN CIELO ABIERTO
ARIANO
El dragón fantasma se aproximó a la nave elfa, tal vez incluso demasiado. El ala de
Krishach
cortó uno de los cabos de guía que sujetaban las velas. El cable saltó, y el ala de estribor se combó como el ala quebrada de un ave herida. Los elfos, paralizados de terror ante la monstruosa aparición, huyeron de ella.
Krishach
pareció a punto de abatirse de lleno sobre la frágil nave. Haplo, en precario equilibrio sobre el lomo del dragón, efectuó un vertiginoso salto a la cubierta.
Su magia amortiguó la caída. Golpeó la cubierta, rodó sobre sí mismo y se incorporó, temiendo escuchar el crujido del palo mayor al romperse y temiendo ver al dragón fantasma destruyendo la embarcación. Se agachó por puro reflejo mientras el enorme vientre cadavérico pasaba sobre su cabeza. Una ráfaga de aire helado, producida por las pálidas alas, hinchó la vela restante e impulsó la nave elfa a un peligroso descenso. Cuando alzó la mirada, Haplo contempló las terribles llamas que ardían en las cuencas vacías de la monstruosa calavera y, encima de esta, el aterrorizado rostro de Iridal.
—¡Sigue volando! —le gritó desde la nave—. ¡Vete! ¡Deprisa!
Haplo no vio a Sang-Drax; probablemente, la serpiente elfo estaba bajo cubierta. Con Jarre.
Iridal parecía reacia a dejarlo;
Krishach
seguía cerniéndose en las inmediaciones de la nave averiada. Pero Haplo no estaba en un peligro inminente, pues los elfos de cubierta habían huido de ella, estaban desquiciados de miedo o habían saltado por la borda.
Haplo lanzó un nuevo grito a Iridal y agitó la mano.
—¡Aquí ya no puedes hacer nada más! ¡Ve a buscar a Bane!
Iridal levantó la mano diciéndole adiós y volvió el rostro hacia lo alto.
Krishach
batió las alas y se alejó a toda prisa hacia su siguiente destino.
Haplo miró a su alrededor. Los pocos elfos que permanecían en la cubierta superior estaban paralizados de terror, con la mente y el cuerpo entumecidos de asombro. Aquel ser de piel luminosa había descendido entre ellos en alas de la muerte. Haplo cruzó a grandes pasos la cubierta y agarró a uno por el cuello.
—¿Dónde está la enana? ¿Dónde está Sang-Drax?
El elfo puso los ojos en blanco y se desmayó en brazos de Haplo. Pero el patryn escuchó, abajo, los gritos agudos de Jarre, llenos de dolor. Apartando a un lado al inútil mensch, Haplo corrió a una de las escotillas y trató de abrirla.
La puerta estaba bien cerrada, atrancada probablemente por la espantada tripulación que debía de haberse refugiado tras ella. Abajo, alguien gritaba unas órdenes. Haplo prestó atención por si era Sang-Drax, pero no reconoció la voz y llegó a la conclusión de que debía ser el capitán o uno de los oficiales intentando restaurar el orden.
Haplo dio una patada a la puerta. Podía utilizar su magia para hacerla saltar, pero detrás se encontraría con una multitud de mensch desesperados que, a aquellas alturas, ya debían de estar templando los ánimos para plantar batalla. Y no tenía tiempo de luchar. Dejó de oír los gritos de Jarre, ¿Y dónde estaba Sang-Drax? Esperando emboscado, al acecho...
Con un juramento inaudible, Haplo buscó otro acceso al interior de la nave. El patryn conocía a fondo las naves dragón, pues las había pilotado en otros mundos que había visitado. La embarcación empezaba a inclinarse, a consecuencia del peso del ala rota. Sólo la mantenía a flote la magia del mago de a bordo.
Una ráfaga de viento golpeó la nave dragón y la zarandeó. Un estremecimiento recorrió sus cuadernas. La embarcación había caído demasiado cerca del Torbellino y estaba atrapada en las espirales tormentosas. El capitán debió de darse cuenta de lo que sucedía, puesto que las voces se convirtieron en bramidos.
—¡Poned a trabajar otra vez a esos esclavos de babor! ¡Emplead el látigo, si es preciso! ¿Qué quiere decir, eso de que han cerrado la puerta del cuarto de amarras? Que alguien traiga al mago de a bordo. ¡Echad abajo la maldita puerta! Los demás, volved a vuestros puestos o, por los antepasados, os juro que vais a terminar destinados en Drevlin. ¿Dónde diablos está ese condenado mago?
El ala de babor había dejado de moverse, pues el cable que la gobernaba se había aflojado. Tal vez los esclavos humanos estaban demasiado locos de miedo como para llevar a cabo su tarea. Al fin y al cabo, era posible que hubiesen visto el fantasma por el escobén, el agujero del casco por el cual pasaba el cable del ancla.
El escobén...
Haplo corrió a la amura de babor y se asomó por la borda. El Torbellino estaba todavía muy lejos, aunque bastante menos que cuando había puesto pie en la nave. Saltó el pasamano y, agarrándose y deslizándose como pudo por el casco inclinado, logró asirse finalmente al cable que gobernaba el ala de babor.
Agarrado del grueso cable, cruzó las piernas en torno a él y avanzó hacia el escobén que se abría como una boca en el costado de la nave. Unos rostros perplejos —rostros de humanos—contemplaron su acrobacia. Haplo avanzó con la mirada fija en ellos, no en la caída que tenía debajo. Dudaba que ni siquiera su magia lo salvara de una caída en el Torbellino.
Hugh había denominado a aquella maniobra «paseo por el ala del dragón», un término que se había convertido en Ariano en sinónimo de una hazaña atrevida y peligrosa.
—¿Quién es? ¿Y qué es? —preguntó una voz.
—No lo sé. Humano, por su aspecto.
—¿Con la piel azul?
—Lo único que sé es que no tiene ojos rasgados ni orejas puntiagudas, y con eso me basta —dijo un humano con el tono firme de un líder reconocido—. Que venga alguien a echarme una mano.
Haplo alcanzó el escobén y se agarró a los fuertes brazos que lo asieron y lo introdujeron por el edificio. El patryn vio la razón de que el ala de babor hubiera dejado de funcionar. Los galeotes humanos habían aprovechado la confusión para librarse de sus grilletes y reducir a sus guardianes. Ahora, estaban armados con espadas y machetes. Uno de los esclavos tenía una daga apoyada en el gaznate de un joven elfo, vestido con la túnica mago.
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? Te hemos visto cabalgando en ese monstruo...
Los humanos se arremolinaron en torno a él, suspicaces, asustados y casi amenazantes.
—Soy un misteriarca —anunció.
El miedo se transformó en respeto, primero, y luego en esperanza.
—¿Has venido a salvarnos? —preguntó uno del grupo, bajando la espada.
—Sí, claro —respondió Haplo—. Y también para salvar a una amiga mía, una enana. ¿Me ayudaréis?
—¿Una enana? —Las sospechas crecieron de nuevo.
El que parecía líder de los humanos se abrió paso entre el grupo. Era de más edad que el resto, alto y musculoso, con los hombros y los bíceps enormes de quien había pasado la vida amarrado al banco y moviendo las alas gigantescas de las naves dragón.
—¿Qué significa una maldita enana, comparada con nosotros? —inquirió el humano cuando estuvo ante el patryn—. ¿Y qué hace aquí un misteriarca?
Estupendo. Lo único que le faltaba a Haplo en aquellos momentos era una exhibición de lógica mensch. Se escucharon unos poderosos golpes en la puerta, y la madera saltó hecha astillas. El filo de un hacha asomó a través de ella, fue retirada a tirones y se abatió de nuevo sobre la puerta.
—¿Qué pensáis hacer? —replicó Haplo—. ¿Qué os proponéis hacer, ahora que habéis tomado el control?
La respuesta fue la que el patryn podía esperar:
—¡Matar a los elfos!
—¡Sí! ¡Y, mientras lo hacéis, la nave está siendo aspirada hacia el Torbellino!
La embarcación se estremeció, la cubierta se escoró precariamente y los humanos resbalaron y rodaron por el suelo, uno sobre otros y contra los mamparos.
—¿Sabéis pilotarla? —gritó Haplo, asido de una viga del techo.
Los humanos se miraron, vacilantes. Su líder adoptó una expresión torva y sombría.
—Entonces, moriremos. Pero antes enviaremos sus almas a su preciado emperador.
Sang-Drax. Aquello era obra de Sang-Drax. De pronto, Haplo tuvo una idea bastante precisa de cómo habían llegado aquellas armas a poder de los humanos. El caos, la discordia, la muerte violenta: comida y bebida para la serpiente elfo.
Por desgracia, no era buen momento para que Haplo intentara explicar a los humanos que habían sido engañados por un jugador de una partida cósmica, ni para lanzarse a una exhortación a amar a quienes habían infligido las marcas sangrantes y abiertas de latigazos que podía ver en sus espaldas.
Demasiado tarde
, susurró la voz burlona de Sang-Drax en la cabeza de Haplo.
Es demasiado tarde, patryn. La enana está muerta; yo la he matado. Ahora, los humanos matarán a los elfos y los elfos a los humanos. Y la nave condenada sigue cayendo, llevándolos a todos a la destrucción. Así sucederá con su mundo, patryn. Y así sucederá con el tuyo
.