Odiaba aquellas gafas, las detestaba. Y no se atrevía a moverse sin ellas. Habían empezado a darle unos espantosos dolores de cabeza que se iniciaban detrás de los ojos y le atravesaban la cabeza con lo que le parecían pequeñas descargas eléctricas. Y las descargas ponían en acción un enorme martilleo que marcaba el compás golpeando contra el cráneo.
Pero, con ellas puestas, podía ver a su pueblo con claridad y podía apreciar sus rostros famélicos y contraídos por un miedo que aumentaba cada día que transcurría, cada nuevo día que la Tumpa-chumpa se negaba a funcionar y seguía apagada, muerta, silenciosa. Y, cuando Limbeck observaba a su pueblo a través de las gafas, cuando veía su desesperación, sentía crecer el odio.
Odiaba a los elfos que les habían causado todo aquello. Odiaba a los elfos que le habían arrebatado a Jarre y que ahora amenazaban con matarla. Odiaba a los elfos o a quien fuera que había matado a la Tumpa-chumpa. Y, cuando experimentaba aquel odio, los músculos de su estómago se contraían y se enroscaban en torno a sus pulmones y la presión era tal que apenas podía respirar.
Después, hacía planes para grandes y gloriosas batallas y pronunciaba excelentes y apasionados discursos ante su gente, y, durante un rato, ellos también sentían aquel odio y se olvidaban del frío y del hambre y del pánico a aquel silencio aterrador. Pero, finalmente, Limbeck tenía que callar, y entonces los enanos volvían a sus casas y tenían que soportar el llanto de sus hijos.
Tras esto, el dolor era tan insoportable en ocasiones que se le revolvía el estómago. Y, cuando terminaba de vomitar, Limbeck notaba que las entrañas volvían a sus respectivos lugares. Entonces recordaba cómo era la vida antes de la revolución, antes de que se preguntara «¿Por qué?», antes de su encuentro con el dios que no era dios y que resultó ser Haplo. Recordaba a Jarre y lo mucho que la echaba en falta, lo mucho que añoraba sus regañinas —«¡memo!»— y sus tirones de barba.
Limbeck sabía que aquel «¿Por qué?» había sido una buena pregunta. Quizá la respuesta que había dado a ella no había sido tan buena...
—Hay demasiados porqués —murmuró, hablando para sí mismo (el único enano con el que hablaba últimamente, pues al resto de los enanos no le gustaba mucho su compañía, lo cual no extrañaba a Limbeck ya que él tampoco se soportaba demasiado a sí mismo) —. Y muy pocas respuestas. Fui un estúpido al preguntarme. Ahora sé algunas cosas. Cosas como: « ¡Eso es mío!», « ¡Quita las manos!», « ¡Dame eso o te parto la cabeza!» o «¿Ah, sí? ¡Pues tú, otro!».
Ya estaba muy lejos de ser un memo.
Reclinó la cabeza sobre la mesa y, malhumorado, miró a través de los cristales de las gafas por la parte exterior, lo cual produjo el interesante y bastante consolador efecto de hacer que todo pareciera más lejano y pequeño. Cuando era un memo, se dijo, era mucho más feliz.
Exhaló un suspiro. Todo era culpa de Jarre. ¿Por qué había tenido que echar a correr y dejarse capturar por los elfos? Si no lo hubiera hecho, él no se encontraría en aquel apuro. Estaría amenazando con destruir la Tumpa-chumpa...
—Aunque no podría hacerlo, de todos modos —murmuró—.
Esos estúpidos gegs nunca le causarían daño a su preciosa máquina. Y los elfos lo saben. No se toman en serio mi amenaza. Voy... —Limbeck se detuvo, horrorizado.
Gegs. Había llamado a su pueblo «gegs». A su propio pueblo. Y Fue como si viera a sus congéneres con las gafas puestas del revés: distantes, lejanos, pequeños.
—¡Oh, Jarre! —Exclamó con un gemido—. ¡Ojalá fuera un memo!
Levantó una mano y dio un tirón seco y doloroso de su propia barba, pero el efecto no fue el mismo. Jarre ponía amor en sus tirones de barba. Jarre lo quería, cuando era un memo.
Limbeck cogió las gafas y las arrojó sobre la mesa con la esperanza de que se rompieran, pero no sucedió así. Mirando a su alrededor con sus miopes ojos, emprendió una búsqueda sombría y frenética de un martillo. Acababa de asir lo que había tomado por uno de éstos —pero que había resultado ser un plumero para el polvo—, cuando escuchó unos golpes a la puerta y una explosión de gritos estentóreos de pánico.
—¡Limbeck, Limbeck! —aulló una voz que el enano reconoció como la de Lof.
Tropezando con la mesa, Limbeck palpó la superficie de ésta en busca de las gafas, se las colocó en la nariz —ligeramente ladeadas— y abrió la puerta empuñando el plumero.
—¿Bien, qué sucede? ¿No veis que estoy ocupado? —increpó, adoptando la «voz importante» con la que solía librarse de las visitas incómodas, últimamente.
Lof hizo caso omiso. Presentaba un estado lamentable, con la barba desgreñada, los cabellos erizados y las ropas descompuestas. Además, venía frotándose las manos, y cuando un enano se frotaba las manos era señal de que la situación era desesperada. Durante un momento interminable, fue incapaz de articular palabra y sólo pudo mover la cabeza, estrujarse las manos y emitir un gemido.
Limbeck llevaba las gafas colgando de una oreja. Se las quitó, las guardó en un bolsillo del chaleco y dio unas palmaditas tranquilizadoras en el hombro al desmadejado Lof.
—Cálmate, ¿quieres? ¿Qué ha sucedido?
Lof tragó saliva y exhaló un inesperado jadeo. Estimulado por las palabras de Limbeck, consiguió balbucear:
—Jarre... Es Jarre. Está muerta. Los elfos la han matado. Yo..., yo la he visto, Limbeck.
Hundió el rostro entre las manos y, con un ronco sollozo, se echó a llorar.
Se hizo el silencio. Un silencio que surgía de Limbeck, rebotaba en las paredes y volvía a él. Ni siquiera podía escuchar los lamentos de Lof. No oía nada. La Tumpa-chumpa llevaba mucho tiempo callada. Y, ahora, Jarre también quedaba en silencio. Para siempre.
Todo quedó en un absoluto silencio.
—¿Dónde está? —preguntó. Y supo que había hecho la pregunta aunque no alcanzó a escuchar el sonido de su propia voz.
—En..., en la Factría —tartamudeó Lof—. Haplo está con ella. Él dice..., dice que no está muerta... pero yo sé..., yo he visto...
Limbeck vio que Lof movía la boca y formaba palabras en los labios, pero sólo entendió una de ellas: «Factría».
Sacó las gafas del bolsillo, se las ajustó firmemente a la nariz y tras las orejas y agarró por el brazo a Lof. Arrastrándolo consigo, Limbeck se encaminó a los túneles secretos que conducían a la Factría.
Y, en su avance, animó a cuantos enanos se cruzaban con él a que lo acompañaran.
—¡Venid conmigo! —les dijo—. ¡Vamos a matar elfos!
Haplo se transportó mediante su magia a la Factría, el único lugar de Drevlin, aparte de su nave, cuya imagen podía evocar con detalle. Había considerado la posibilidad de emplear la nave, pues una vez en ella podría salvarle la vida a Jarre, devolverla a su pueblo y, luego, regresar entre los suyos. Viajaría a Abarrach e intentaría convencer a su señor de que las serpientes lo estaban utilizando, que los estaban utilizando a todos.
La idea de usar la nave sólo estuvo en su cabeza unos instantes, y enseguida la descartó. Sang-Drax y las serpientes dragón estaban tramando algo: algo importante, algo terrible. Sus planes para Ariano se estaban torciendo. No habían previsto que Haplo e Iridal escaparan, ni habían tomado en consideración a los kenkari. Tendrían que intentar alguna jugada para contrarrestar todo lo positivo que Iridal fuera capaz de conseguir en el Reino Medio. Y Haplo tenía una idea bastante clara de cuál iba a ser esa jugada.
Se materializó en el interior de la Factría, cerca de la estatua del dictor. Depositó suavemente a Jarre sobre la peana de la estatua y dirigió una rápida mirada a su alrededor. Su piel despedía un leve resplandor azulado, rescoldos de la magia que había utilizado para transportarse hasta allí con la enana, pero también señal de advertencia. Las serpientes estaban cerca. Allí abajo, probablemente; en sus cavernas secretas.
Como peligro más inmediato, se preparó para hacer frente a los soldados elfos que tenían establecida su base en el inmenso recinto y para neutralizar a todos los que pudieran estar montando guardia en torno a la estatua. Los elfos se quedarían paralizados de asombro al verlo surgir de la nada y, aprovechando la sorpresa, podría reducirlos.
Pero no encontró a nadie allí. La base de la estatua había sido cerrada otra vez, cubriendo el túnel que se abría debajo. Los elfos todavía ocupaban la Factría, pero estaban todos agrupados a la entrada del enorme edificio, a la máxima distancia posible de la escultura del dictor. Las lámparas se hallaban apagadas, y aquella parte de la Factría estaba sumida en la oscuridad.
Haplo levantó la vista hacia el benigno rostro de la estatua, que reflejaba la luz de los tatuajes. El patryn reconoció en aquel rostro el de Alfred.
—Este miedo te dolería, ¿verdad, mi torpe amigo? —murmuró. Después, las sombras se movieron ligeramente, y el rostro bajo la capucha de la estatua adquirió los severos rasgos de Samah—. En cambio, tú pensarías que su miedo es un tributo apropiado.
Jarre se movió con un gemido. Haplo hincó la rodilla a su lado. La estatua los protegía de la curiosidad de los elfos. Si alguno de ellos acertaba a mirar en aquella dirección —una posibilidad que el patryn no consideraba probable—, sólo advertirían un resplandor azul, mortecino y suave, tan mortecino y suave que probablemente pensarían que la vista los engañaba y no lo tomarían en cuenta.
Pero otros ojos lo observaban. Unos ojos con los que no había contado.
—¡Jarre! —exclamó una voz horrorizada.
—¡Maldición! —juró Haplo, dándose la vuelta.
Dos figuras salieron de la oscuridad con cautela, emergiendo del agujero del suelo que conducía a los túneles secretos de los enanos.
Por supuesto, se dijo Haplo. Sin duda, Limbeck había apostado espías para tener vigilados a los elfos. Los enanos podían colarse por la escalera, apostarse entre las sombras y observar los movimientos de los elfos sin correr grandes riesgos. El único inconveniente era la sensación de miedo que fluía de debajo de la estatua, del cubil de las serpientes.
Haplo observó que los enanos dudaban de si acercarse a la estatua, pero eran atraídos hacia ella por la sorpresa y la preocupación por Jarre.
—Vuestra amiga está bien —les dijo, tratando de transmitir confianza y esperando evitar el pánico. Un grito y todo habría acabado: se vería rodeado por el ejército elfo al completo—. Parece que está muy mal, pero voy a...
—¡Está muerta! —exclamó el enano, con los ojos desorbitados—. Debemos decírselo... a Limbeck.
Sin dar tiempo a Haplo a decir una palabra más, los dos enanos dieron media vuelta y se alejaron a la carrera por el suelo de la Factría hacia la boca del túnel. El patryn escuchó el estruendo de sus pesadas botas descendiendo los peldaños de la escalerilla; habían olvidado cerrar la tapa metálica.
Bien, estupendo. Si conocía a Limbeck, podía estar seguro de que muy pronto lo tendría allí con la mitad de los enanos de Drevlin.
Pero, en fin, ya se ocuparía de aquello cuando sucediese.
Se inclinó sobre Jarre, puso ambas manos sobre las de ella y extendió el círculo de su ser para abarcarla en él. El resplandor de los signos mágicos se incrementó y viajó desde la mano derecha de Haplo hasta la izquierda de Jarre. La salud y la energía fluyeron a ella mientras él absorbía el dolor y el tormento de la enana.
Haplo había sabido que llegaría el dolor y se había preparado para recibirlo. La misma sensación experimentó en Chelestra cuando había curado al joven elfo, Devon. Pero esta vez fue más terrible; el dolor fue mucho peor y, como si las serpientes hubieran sabido que finalmente lo alcanzaría, el tormento lo llevó una vez más al Laberinto.
De nuevo, las crueles aves de dientes como cuchillas y picos lacerantes se cebaron en su carne, le desgarraron las entrañas, lo golpearon con las alas coriáceas. Haplo apretó los dientes, cerró los ojos y se mantuvo asido a Jarre, repitiéndose una y otra vez que aquello no era real.
Y parte de la fuerza de la enana, de la resistencia y la bravura que la habían mantenido con vida, fluyó al patryn.
Haplo jadeó y se estremeció. El dolor y el miedo eran tan espantosos que deseó desesperadamente morir en aquel instante. Pero unas manos firmes y poderosas tomaron las suyas y oyó que una voz le decía: «Ya pasó todo. Ya se han ido. Estoy aquí».
Era la voz de una mujer, de una patryn. La reconoció: ¡Era la voz de ella! Había vuelto a él. Allí, en el Laberinto, ella lo había encontrado otra vez, por fin. Ella había expulsado a las serpientes. Ahora estaba a salvo, como ella.
Pero sólo por el momento. Las serpientes volverían, y Haplo tenía un hijo que proteger... El hijo de ambos.
—¿Y nuestro hijo? —preguntó—. ¿Dónde está nuestro hijo?
—¿Haplo? —Dijo la voz, esta vez con un tono de preocupación—. ¿Haplo, qué sucede? Soy yo, Jarre...
Haplo se incorporó y recobró el aliento. Frente a su rostro estaba la cara asustada y nerviosa (y las patillas oscilantes) de una enana. La decepción que experimentó resultó casi tan terrible, tan insoportable, como el dolor. Cerró los ojos y hundió los hombros. Todo era en vano. ¿Cómo podía seguir? ¿Por qué iba a hacerlo? Había fracasado. Le había fallado a ella, al hijo que habían tenido, a su pueblo, al pueblo de Jarre...
—¡Haplo! —Esta vez, el tono de Jarre era severo—. ¡Basta ya! ¡Despierta de una vez!
El patryn abrió los ojos y la observó, plantada junto a él. La enana movía las manos con impaciencia y Haplo tuvo la impresión de que, si hubiera llevado barba, Jarre estaría tirando de ella: era su remedio habitual para devolverle el juicio a Limbeck.
Dedicó a la enana una de sus plácidas sonrisas mientras se incorporaba.
—Lo siento —dijo.
—¿Dónde estaba? ¿Qué me has hecho? —quiso saber Jarre, observándolo con suspicacia. De pronto, la enana palideció y el miedo asomó a sus facciones—. El..., el elfo... Me hizo daño. —Su rostro expresó perplejidad—. Sólo que no era un elfo. Era un monstruo horrible, con los ojos muy rojos...
—Lo sé —dijo Haplo.
—¿Se ha ido? Sí, ¿verdad? —En los ojos de la enana brilló una chispa de esperanza—. Tú lo has expulsado.
Haplo la miró en silencio.
Jarre movió la cabeza, viendo apagarse su esperanza.
—¿No?
—No. Ese monstruo está aquí. Ahí abajo. Y hay más como él. Muchos más. Sang-Drax, el elfo, sólo era uno de ellos. Pueden entrar en tu mundo de la misma manera que yo.