—¿Pero cómo...? —gimió ella.
—¡Chist! —Haplo levantó la mano.
Debajo del suelo, junto a la entrada secreta de los enanos, resonó la vibración de unas pisadas, de muchos pies, calzados con recias botas. Unas voces graves, potentes y cargadas de cólera, tronaron en los túneles. Las pesadas botas empezaron a trepar por la escalerilla que conducía a la Factría.
El ruido era como el rugido de las tormentas que barrían Drevlin, pero esta vez procedía de las entrañas de la Factría. Haplo dirigió una rápida mirada a los elfos al tiempo que corría hacia los enanos. Los soldados elfos estaban ya en pie, buscando sus armas entre los gritos y órdenes de sus oficiales. El esperado ataque de los enanos había empezado. Los elfos estaban preparados.
Haplo alcanzó la entrada del túnel y estuvo a punto de ser arrastrado por la oleada de enanos que se le echaba encima. Los elfos montaban barricadas con sus pertrechos, a toda prisa. Las puertas de la Factría se abrieron y una ráfaga de viento cargada de lluvia penetró en el recinto. El fulgor de los relámpagos y el crepitar de los truenos casi sofocó los gritos de los enanos. Alguien gritó, en elfo, que toda la comunidad humana estaba en armas. Un oficial replicó que eso era lo que habían estado esperando y que ahora podrían exterminar a aquellos pequeños «gegs».
Limbeck pasó ante Haplo, a la carga. Por lo menos, el patryn creyó que era él. El enano tenía el rostro contraído de odio, de furia y de sed de matar. Haplo no lo habría reconocido de no ser por las gafas, firmemente sujetas a la nariz y atadas en torno a la cabeza con una cinta. En una mano llevaba un hacha de combate de terrible aspecto y en la otra, inexplicablemente, un plumero.
Limbeck pasó ante el patryn, encabezando a sus enanos en una carrera desquiciada y frenética que los llevaría directamente contra la vanguardia de las disciplinadas tropas elfas.
—¡Venguemos a Jarre! —gritó Limbeck.
—¡Venguemos a Jarre! —respondieron los enanos al unísono, con una voz atronadora, abrumadora.
—¡No necesito que nadie me vengue! —chilló Jarre desde su posición en la peana de la estatua del dictor—. ¡No fueron los elfos, Limbeck! —Aulló, estrujándose las manos—. ¡No seas memo!
Muy bien, aquello ya había surtido efecto una vez, se dijo Haplo, y empezó a extender el brazo para invocar el hechizo que dejaría paralizados a todos los presentes. Pero el canturreo murió en sus labios. El patryn se contempló el brazo, vio brillar las runas con un intenso azul resplandeciente, entreverado de rojo, y notó que le ardía la piel en señal de advertencia.
La estatua del dictor cobró vida y empezó a moverse.
Jarre soltó un grito, perdió el equilibrio y cayó dando tumbos de la peana sobre la que se alzaba la estatua. Limbeck no había oído su primer chillido, pero esta vez escuchó el grito. Se detuvo a media carrera, volvió la cabeza en la dirección de la que procedía la voz, vio a Jarre incorporándose con esfuerzo y observó que la estatua del dictor se abría lentamente.
El miedo, el terror y el espanto que fluían del túnel precediendo a las serpientes resultó más efectivo que cualquier hechizo de Haplo para detener el avance de los enanos. Éstos interrumpieron en seco el asalto a los elfos y volvieron la vista hacia la boca del orificio. La furia desafiante que los había llevado hasta allí los abandonó, dejándolos en un frío espantoso. Los elfos, más alejados de la boca del túnel, no podían distinguir con precisión qué estaba sucediendo pero alcanzaron a ver que la enorme estatua se movía y escucharon el ruido sordo que emitía al desplazarse. Y ellos también percibieron el miedo. Agachados tras sus barricadas, empuñaron las armas y dirigieron miradas nerviosas e interrogativas a sus oficiales, cuya expresión también era de sombría inquietud.
—No dará resultado, Sang-Drax —gritó Haplo. A través de los oídos del perro, el patryn podía escuchar a Hugh conversando con Triano y captó sus comentarios sobre la amarga pena de Iridal—. ¡Estás derrotado! Bane ha muerto y la alianza se mantendrá. Llegará la paz ¡Ya no puedes hacer nada por evitarlo!
Oh, sí, claro que sí
, susurró Sang-Drax en la mente de Haplo.
¡Observa
!
Jarre corrió hacia Limbeck, abriéndose paso a trompicones.
—Tenemos que escapar —exclamó, abalanzándose sobre el enano con tal fuerza que casi lo derribó al suelo—. Díselo a todos. Tenemos que marcharnos. Se..., acerca un monstruo terrible que vive ahí abajo. Haplo dice...
Limbeck sabía que se acercaba un monstruo horrible, algo siniestro, maléfico y espantoso. Sabía que debía correr, que debía ordenar a todos que escaparan para salvar la vida, pero no consiguió articular palabra. Estaba demasiado asustado. Y no veía nada con claridad. El sudor que le resbalaba de la frente le había empañado las gafas y no podía quitárselas. La cinta con que las había sujetado estaba anudada en la parte posterior de la cabeza y el enano no se atrevía a soltar el hacha que blandía para desatar el nudo.
Unas formas oscuras, unos seres amenazadores, surgieron por la abertura que había dejado la estatua al desplazarse.
Era..., eran...
Limbeck pestañeó y se frotó los cristales de las gafas con las mangas de la camisa.
—¿Qué..., qué son, Jarre? —preguntó.
—¡Oh, Limbeck! —La enana exhaló un suspiro estremecido—. Limbeck... ¡somos nosotros!
WOMBE, DREVLIN
REINO INFERIOR
Un ejército de enanos emergió del túnel bajo la estatua.
—No está mal, Sang-Drax —murmuró Haplo con mal disimulada admiración—. No está nada mal. Eso creará una confusión terrible.
Las serpientes imitaban a los enanos de Drevlin hasta el menor detalle: su aspecto, su indumentaria, las armas que portaban. Surgían del hueco gritando su odio a los elfos y animando a sus congéneres a lanzarse al ataque. Los enanos auténticos empezaron a titubear. Tenían miedo a los recién llegados, pero este temor empezaba a mezclarse con el miedo a los elfos y pronto no serían capaces de distinguir uno de otro.
Y no serían capaces de distinguir a un enano verdadero de uno falso.
Haplo, sí. El patryn sabía reconocer el fulgor rojizo de los ojos que delataba a las serpientes, pero ¿cómo explicarlo a los enanos? ¿Cómo prevenirlos, cómo convencerlos? Los dos ejércitos enanos estaban a punto de juntarse. Unidos, atacarían a los elfos, los derrotarían y los expulsarían de Drevlin. Y luego, aún bajo el disfraz de enanos, las serpientes atacarían la máquina, la Tumpa-chumpa, de la que dependía la existencia de todas las razas de Ariano.
Un golpe brillante. Ante esto, poco importaba que los humanos y los elfos se aliaran. Poco importaba que Reesh'ahn y Stephen derribaran el imperio de Tribus. No tardaría en llegarles la noticia de que los enanos estaban destrozando la Tumpa-chumpa y se disponían a privar de agua al Reino Medio. Humanos y elfos no tendrían más remedio que combatir a los enanos para salvar la enorme máquina...
Caos. Conflictos sin fin. Las serpientes se harían poderosas, invencibles.
—¡No les hagáis caso! ¡No son de los nuestros! —gritó Jarre con voz agudísima—. ¡No son enanos! Y tampoco son elfos. Son esos monstruos que me hicieron daño. ¡Míralos, Limbeck! ¡Obsérvalos bien!
Limbeck trató de limpiar el vaho de los cristales.
Impaciente, Jarre agarró las gafas por la montura y dio un tirón que rompió la cinta. Arrancándolas de la nariz del enano, las arrojó al suelo.
—¡Pero...! ¿Por qué has hecho esto? —rugió Limbeck, furioso.
—¡Ahora puedes ver, memo! ¡Míralos! ¡Fíjate!
Limbeck volvió sus miopes ojos hacia donde Jarre decía. El ejército de enanos sólo era ahora una mancha borrosa y oscura, congelada en una masa alargada y sinuosa. La masa palpitaba y se retorcía y lo miraba con odio a través de incontables pares de ojos como brasas encendidas.
—¡Una serpiente gigante! —Exclamó Limbeck, enarbolando el hacha de combate—. ¡Nos ataca una serpiente gigante!
—¿Qué? —Lof, perplejo, volvió la vista en todas direcciones—. ¿Dónde?
—Aquí —intervino Haplo.
Empuñando la espada elfa que había robado del Imperanon, el patryn se lanzó contra el enano de ojos rojos que tenía más cerca. Las runas grabadas en la hoja del arma se encendieron y el acero refulgió. Una cascada de llamas rojas y azules fluyó de la punta de la espada hasta la cabeza del enano.
Pero éste había dejado de ser tal.
Un cuerpo enorme aplanado que recordaba el de una serpiente se alzaba ante el patryn, expandiéndose desde el cuerpo del falso enano como una planta monstruosa que germinara en un plantel. La serpiente cobró forma más deprisa de lo que la vista podía seguir. Con un latigazo de la cola, hizo saltar la espada de la mano del patryn y la envió por los aires. La magia rúnica del arma empezó a disgregarse, los símbolos mágicos se desmoronaron y se derrumbaron en el aire como eslabones de una cadena rota y esparcida.
Haplo retrocedió de un salto, apartándose del alcance de la cola de la criatura, y buscó una oportunidad para recuperar el arma. Lo sucedido, reflexionó, era de esperar: su ataque había sido demasiado apresurado, demasiado al azar. No le había dado tiempo a concentrarse en su magia. Pero había conseguido su objetivo. El patryn sólo se había propuesto perturbar la magia de la criatura y obligarla a mostrar su verdadera forma. Por lo menos, ahora, los auténticos enanos verían a la serpiente tal como era.
—Muy hábil por tu parte, patryn —dijo Sang-Drax. La esbelta silueta de la serpiente elfo se adelantó lentamente de las filas de enanos de ojos ígneos—. Pero ¿qué has conseguido con ello, sino la muerte de todos esos amigos tuyos?
Los enanos, entre exclamaciones de espanto, tropezaron y cayeron unos encima de otros en un esfuerzo por escapar de la horrible criatura que se cernía sobre ellos.
Como una centella, Haplo se coló bajo la cola de la serpiente y recuperó la espada. Retrocediendo, se enfrentó a Sang-Drax. Un puñado de enanos, avergonzados ante la cobardía de sus congéneres, acudieron al lado del patryn. Los demás se arremolinaron en torno a él empuñando pedazos de tubería, hachas de combate y cualquier otra arma que habían podido encontrar.
Pero su demostración de valor duró muy poco. El resto de las serpientes empezó a abandonar sus disfraces de mensch. La oscuridad se llenó con el siseo y el olor nauseabundo a podredumbre y descomposición que despedían las criaturas. El fuego de sus ojos se intensificó. Una cabeza monstruosa descendió. Una cola se abatió como un látigo. Unas mandíbulas inmensas se cerraron en torno a un enano, lo levantaron hasta el altísimo techo de la Factría y lo dejaron caer. El enano emitió un grito horripilante mientras se precipitaba a la muerte. Otra serpiente aplastó a uno de los gegs con la cola. La mejor arma de aquellas maléficas criaturas, el miedo, se extendió entre las filas de los enanos como una epidemia.
Entre alaridos de pánico, los enanos arrojaron sus armas. Los más próximos a las serpientes pugnaron por retroceder hacia los accesos a sus túneles, pero toparon con un muro de sus camaradas, a quienes no dio tiempo de apartarse. Las serpientes, con parsimonia, se dedicaron a capturar a algunos de ellos, asegurándose de que tuvieran una muerte horrible entre alaridos espeluznantes.
Los enanos retrocedieron hacia la entrada de la Factría, donde sólo encontraron las barricadas elfas. Los refuerzos elfos habían empezado a llegar pero, a juzgar por el ruido, estaban encontrando resistencia enana en el exterior de la Factría. Elfos y enanos combatían entre las ruedas y engranajes de la Tumpa-chumpa mientras, en el interior de la Factría, reinaba el caos.
Los elfos gritaron que las serpientes eran una maquinación de los enanos. Éstos clamaron que las maléficas criaturas eran un truco mágico de los elfos. Las dos razas se lanzaron una contra otra y las serpientes los animaron a ello, los azuzaron a la carnicería.
Sang-Drax era la única que no había cambiado de aspecto y permaneció plantado ante Haplo, con una sonrisa en sus delicadas facciones de elfo.
—Pero no queréis que mueran —dijo el patryn con la espada aún en alto, observando atentamente a su rival para intentar adivinar su siguiente movimiento—. Porque, si ellos mueren, vosotras también.
—Es cierto —respondió Sang-Drax y avanzó hacia Haplo desenvainando su acero—. No tenemos intención de matarlos. Al menos, no a todos. Pero tú, patryn... Tú ya no nos proporcionas alimento. Te has convertido en una rémora, un riesgo, una amenaza...
Haplo aventuró una rápida mirada a su alrededor. No vio en las proximidades a Limbeck ni a Jarre y supuso que los había arrastrado la marea de pánico. Estaba solo, plantado junto a la estatua del dictor, cuyos ciegos ojos eran testigos del baño de sangre con una expresión severa de absurda y estúpida compasión en su metálico rostro.
—Está todo perdido, amigo mío —continuó Sang-Drax—. Míralos. Estás viendo un prólogo del caos que regirá el universo. Para siempre. Eternamente. Piensa en ello mientras mueres...
Sang-Drax lanzó una estocada. El metal de su espada brilló con la luz rojiza, mortecina, de la magia de las serpientes. No podría penetrar a la primera el escudo mágico de las runas tatuadas en la piel del patryn, pero intentaría debilitarla, demolerla con golpes sucesivos.
Haplo paró la estocada, cruzando su acero con el de la serpiente elfo. Una descarga eléctrica saltó de la espada de Sang-Drax a la de Haplo, ascendió por la hoja hasta la empuñadura, pasó a la palma de la mano del patryn —la única zona de su piel que no protegían las runas— y desde ella le subió por el brazo. La magia del patryn se vio perturbada. Intentó retener la espada, pero una nueva descarga le quemó la palma de la mano e hizo que los músculos y nervios de su antebrazo se contrajeran y temblaran espasmódicamente. La mano quedó inutilizada y la espada le resbaló de los dedos.