Haplo retrocedió hasta apoyarse en la estatua mientras sostenía el brazo inútil con la otra mano. Sang-Drax se acercó más. La magia corporal del patryn reaccionó de forma instintiva para protegerlo, pero la espada de la serpiente penetró con facilidad en el escudo debilitado y le rajó el pecho.
El acero partió por la mitad la runa del corazón, el signo mágico central del cual extraía Haplo su fuerza y del cual emanaba el círculo de su ser. La hoja penetró en la carne hasta dejar a la vista el esternón.
Para un hombre normal, para un mensch, la herida, aunque grave, no habría sido mortal. Sin embargo, Haplo supo que acababa de recibir una estocada letal. La espada mágica de Sang-Drax había cortado mucho más que la mera carne. Había roto la propia magia protectora del patryn dejándolo indefenso, vulnerable. A menos que tuviera tiempo para descansar, para reestructurar las runas y curarse a sí mismo, el siguiente ataque de la serpiente acabaría con él.
—Y moriré a los pies de un sartán —murmuró Haplo para sí, aturdido, mientras alzaba la vista hacia el rostro de la estatua.
La sangre manaba de su pecho, le empapaba la camisa, corría por sus brazos y sus manos. El resplandor azulado de los signos mágicos menguaba, se apagaba. Cayó de rodillas, demasiado agotado para seguir luchando. Demasiado... desesperado. Sang-Drax tenía razón: todo era inútil.
—Acaba conmigo de una vez —masculló—. ¿A qué esperas?
—Lo sabes muy bien, patryn —respondió Sang-Drax con su voz susurrante—. ¡Quiero tu miedo!
El falso elfo empezó a cambiar de forma y sus extremidades se alargaron horriblemente y se soldaron, fundiéndose en un cuerpo de piel fofa y tacto viscoso. Una luz roja, cada vez más intensa, enfocó a Haplo. El patryn no tuvo necesidad de alzar la vista para saber que la cabeza del gigantesco reptil acechaba encima de él, dispuesta a desgarrarle la carne, estrujarle los huesos y destruirlo.
Recordó la ocasión en que había resultado herido de muerte en el Laberinto. Recordó cómo se había dejado caer al suelo para morir, demasiado cansado, demasiado malherido...
—¡No! —exclamó.
Alargando la mano, empuñó la espada y la blandió en la zurda mientras se incorporaba tambaleándose. En la hoja del arma, las inscripciones mágicas no emitían ningún resplandor. Había perdido el poder de la magia. La espada era de acero mensch, sencilla y sin adornos, llena de muescas y golpes. Lo que Haplo sentía era cólera, no miedo. Y, si echaba a correr al encuentro de la muerte, quizá pudiera dejar atrás ese miedo.
Haplo se lanzó contra Sang-Drax y levantó la espada para descargar un golpe, consciente de que no viviría el tiempo suficiente para asestarlo.
Al inicio de la batalla, Limbeck Aprietatuercas andaba a gatas por el suelo tratando de encontrar las gafas.
Dejando caer el hacha de combate, el enano no prestó atención a los gritos y a las voces asustadas de los suyos, ni a los siseos y movimientos de las serpientes, que para él sólo eran, de todos modos, vagas formas oscuras. No prestó atención a la lucha que se desarrollaba en torno a él ni tampoco a Lof, que se quedó clavado donde estaba, paralizado de terror. Y Limbeck no prestó la menor atención a Jarre, que se hallaba de pie delante de él y le golpeaba la cabeza con el plumero.
—¡Limbeck! ¡Haz algo, por favor! ¡Los nuestros están muriendo! ¡Los elfos están muriendo! ¡El mundo está muriendo! ¡Haz algo!
—¡Ya voy, maldita sea! —Le replicó él por fin, en un chillido arisco, mientras palpaba desesperadamente el suelo—. ¡Pero antes tengo que ver qué sucede!
—¡Antes, nunca veías nada! —Jarre chilló con la misma intensidad—. ¡Eso era lo que me encantaba de ti!
La luz de los ojos de la serpiente arrancó un reflejo rojizo de los cristales de las gafas. Limbeck alargó la mano hacia ellas pero, de pronto, desaparecieron ante sus propios dedos. Lof, a quien el grito de Jarre había sacado de su terror paralizante, había dado media vuelta para escapar y había dado un puntapié involuntario a las gafas, que se deslizaron por el suelo un buen trecho.
Limbeck se lanzó tras ellas, arrastrándose sobre su orondo vientre. Se abrió paso entre las piernas de un enano y alargó la mano entre los tobillos de otro. Las gafas parecían haber cobrado vida propia y mantenerse maliciosamente fuera de su alcance. Unas botas pisaron los dedos que las buscaban. Unos talones golpearon el costado del enano. Lof cayó al suelo con un alarido de pánico y su trasero no aplastó las gafas por muy poco. Limbeck gateó por encima del postrado Lof, le clavó una rodilla en la cara a su desventurado camarada y alargó de nuevo la mano.
Concentrado en las gafas, Limbeck no vio lo que había aterrorizado a Lof. A decir verdad, Limbeck no habría visto gran cosa de todos modos. Sólo habría podido distinguir una gran masa gris y escamosa que descendía sobre él. Las yemas de sus dedos ya rozaban la montura de alambre de los anteojos cuando, de pronto, alguien lo agarró con brusquedad por la espalda. Unas manos poderosas lo asieron por el cuello de la camisa y lo mandaron volando por los aires.
Jarre había echado a correr en pos de Limbeck, tratando de alcanzarlo entre la multitud de atemorizados enanos. Lo perdió de vista un instante y lo volvió a encontrar, montado encima de Lof y los dos a punto de quedar aplastados bajo una de las horribles serpientes.
Jarre se lanzó sobre Limbeck, lo agarró por el cuello de la camisa, tiró de él y lo alejó del peligro. El enano estaba salvado, pero no sus gafas. El cuerpo de la serpiente cayó sobre ellas. El suelo vibró y las gafas crujieron. Al cabo de unos instantes, la serpiente se alzó de nuevo, buscando a sus víctimas con sus ojos encendidos.
Limbeck yacía boca abajo, buscando aire sin demasiada suerte. Jarre sólo tenía una idea en la cabeza: evitar que los ojos de la serpiente dragón los descubriesen. De nuevo, asió a su camarada por el cuello y empezó a arrastrarlo (no tenía fuerzas para levantarlo otra vez) hacia la estatua del dictor.
Hacía mucho tiempo, durante otra pelea en la Factría, Jarre se había refugiado bajo aquella estatua. Esta vez, volvería a hacerlo. Pero no había contado con Limbeck.
—¡Mis gafas! —exclamó el enano tan pronto como consiguió llenar sus pulmones.
Se incorporó a medias, se desasió de Jarre con una sacudida... y estuvo a punto de ser decapitado por la espada de Sang-Drax en el arco que describió ésta tras descargar un golpe contra alguien que Limbeck no distinguía.
Limbeck sólo vio una mancha de fuego al rojo, pero escuchó el silbido de la hoja sobre su cabeza y notó la corriente de aire en la mejilla. Retrocedió apresuradamente y tropezó con Jarre, que volvió a agarrarlo y lo arrastró a su lado junto a la base de la estatua.
«¡Haplo!», iba a gritar la enana, pero se reprimió a tiempo. El patryn estaba muy atento a su enemigo; el grito sólo podía contribuir a distraerlo. Concentrados el uno en el otro, ni Haplo ni la serpiente advirtieron la presencia de los dos enanos agachados junto a la peana de la estatua, temerosos de moverse.
Limbeck sólo tenía una vaga idea de lo que estaba sucediendo. Para él, todo era un torbellino confuso de luces, movimientos e impresiones borrosas. Haplo estaba luchando con un elfo y, de pronto, parecía que el elfo se había tragado una serpiente... ¿o tal vez era a la inversa?
—¡Sang-Drax! —susurró Jarre, y Limbeck percibió el miedo y la repulsión de su voz. La enana se acurrucó contra él y le musitó con desconsuelo—: ¡Oh, Limbeck! ¡Haplo está perdido! ¡Está muriéndose, Limbeck!
—¿Dónde está? —Gritó Limbeck con exasperación—. ¡No veo nada!
Y, cuando se volvió hacia ella, Jarre había desaparecido. El enano escuchó su voz:
—Él me salvó. Ahora, voy a salvarlo yo.
La cola de la serpiente lanzó un latigazo que alcanzó a Haplo, le hizo caer la espada de la mano y lo derribó al suelo. El patryn quedó tendido, aturdido, debilitado por la pérdida de sangre y casi incapaz de respirar. Dolorido y exhausto, esperó el final, el siguiente golpe. Pero no llegó.
Abrió los ojos. Una enana se había plantado ante él en actitud protectora. Desafiante, intrépida, con las patillas oscilando a un lado y otro y empuñando con ambas manos un hacha de combate, Jarre miraba a la serpiente con una mueca de rabia.
—¡Vete! —la oyó decir—. ¡Vete y déjanos en paz!
La serpiente hizo caso omiso de la enana. Sang-Drax tenía la mirada y la atención fijas en el patryn.
Jarre se adelantó de un salto, y descargó el hacha en la pútrida carne de la serpiente. La hoja se hundió profundamente y un fluido viscoso manó de la herida.
Haplo trató de reincorporarse. La serpiente, doliéndose de la herida, se abatió sobre Jarre con la intención de librarse de un insecto molesto antes de ocuparse del patryn.
La serpiente bajó la cabeza hacia la enana. Jarre mantuvo su posición y aguardó hasta que la cabeza estuvo al alcance de su hacha. El reptil abrió de par en par sus desdentadas mandíbulas, y Jarre saltó torpemente a un lado, blandiendo el arma. La afilada hoja de ésta golpeó la mandíbula inferior de la serpiente con tal potencia que el metal quedó incrustado en la carne de ésta.
Sang-Drax soltó un alarido de dolor y de rabia y trató de quitarse el hacha a sacudidas, pero Jarre se mantuvo tercamente asida al mango. La serpiente irguió la cabeza con la intención de estrellar a la enana contra el suelo.
Haplo empuñó la espada y la blandió en alto.
—¡Jarre! —gritó—. ¡Basta! ¡Suelta eso!
La enana aflojó la presión de las manos sobre el mango del hacha y cayó al suelo, ilesa.
Sang-Drax se liberó del hacha. Enfurecido con aquella criatura insignificante que le había infligido un dolor tan terrible, se abatió de nuevo sobre ella con las mandíbulas abiertas para partirla en dos.
Haplo hundió la espada en el llameante ojo de la serpiente.
Un chorro de sangre brotó de la herida. Medio ciega, loca de dolor y de rabia e imposibilitada de seguir sacando energías de su miedo, la repulsiva criatura se debatió en un acceso de furia asesina.
Haplo se mantuvo en pie a duras penas.
—¡Jarre! ¡Por la escalera! —logró articular.
—¡No! —gritó ella—. ¡Tengo que salvar a Limbeck! —añadió, y desapareció al instante.
Haplo intentó seguirla, pero resbaló en la sangre de la serpiente y, en su caída, se precipitó dolorosamente peldaños abajo, demasiado débil para conseguir frenarse.
Le pareció que caía durante un rato interminable.
Sin prestar atención a la lucha, interesado sólo en dar con Jarre, Limbeck rodeó la estatua del dictor a tientas y estuvo cerca de caer de cabeza por el hueco que se había abierto de pronto ante sus pies. Se detuvo a inspeccionar su interior desde la abertura y vio sangre en los peldaños, y oscuridad, y el inicio de los túneles que conducían a la pista de sus calcetines deshilachados, al autómata y a la sala misteriosa donde había visto a elfos, enanos y humanos conviviendo en armonía, Miró a su alrededor y vio en el suelo a elfos y enanos yaciendo juntos, muertos.
Le vino a los labios un frustrado «¿Por qué?», pero no llegó a pronunciarlo. Por primera vez en su vida, Limbeck veía algo con nitidez: veía lo que tenía que hacer.
Hurgando en el bolsillo, Limbeck sacó el paño blanco que usaba para limpiarse las gafas y se puso a agitarlo con la mano en alto.
—¡Basta! —Gritó, y su voz sonó potente y enérgica en el silencio—.
¡Detened la lucha! ¡Nos rendimos!
LA FACTRÍA
REINO INFERIOR
Elfos y enanos se detuvieron el tiempo suficiente como para volver la mirada a Limbeck. Algunos parecían desconcertados; otros, malhumorados; la mayoría, suspicaces, y todos, asombrados. Aprovechando la estupefacción general, Limbeck se encaramó a la pena de la estatua.
—¿Estáis ciegos? —gritó—. ¿Acaso no veis adonde nos conduce todo esto? ¡A la muerte! ¡Esto será nuestra muerte y la de todo nuestro mundo, si no nos detenemos! —Extendió las manos a los elfos y continuó—: Soy el survisor jefe y mi palabra es ley. Hablemos. Negociemos. Los elfos podéis quedaros con la Tumpa-chumpa. Y voy a demostrar que hablo en serio. Ahí abajo —indicó el túnel— hay una sala desde la que se puede controlar la máquina. Os la enseñaré...
Jarre lanzó una exclamación. Limbeck tuvo la súbita sensación de que una mole enorme se alzaba sobre él y notó un aliento malsano y siseante que lo envolvía como el viento del Torbellino.
—¡Demasiado tarde! —rugió Sang-Drax—. No habrá paz en este mundo. Sólo caos y terror, y lucha por la supervivencia. ¡En todo Ariano, tendréis que beber sangre en lugar de agua! ¡Destruid la máquina!
La cabeza de la serpiente pasó por encima del desconcertado enano y golpeó la estatua del dictor.
Un estruendo resonante, grave y estremecedor, recorrió la Factría. La estatua del dictor, la severa y silenciosa figura del sartán que se había mantenido allí durante siglos, adorada y reverenciada por innumerables generaciones de enanos, se estremeció y osciló sobre su base. La serpiente se lanzó de nuevo contra ella y la golpeó con furia. El dictor emitió otro retumbo metálico, se inclinó, osciló y se derrumbó sobre el suelo.
El eco estruendoso de la caída sonó como el toque a muertos de una campana a lo largo y ancho de la Factría.
Por todo Drevlin, las serpientes empezaron a golpear los le—trozumbadores, a romper los silbatos y reducir a pedazos de metal la máquina maravillosa. Los elfos vieron lo que sucedía y, de pronto, acudió a su mente una visión de sus naves cisternas regresando al Reino Medio... vacías.