—¿La enana, señor? —El elfo puso cara de estupefacción—. Habíamos pensado ejecutarla, para dar ejemplo...
Limbeck no escuchó más. Un sonido atronador en sus oídos lo dejó mareado y confuso. Las rodillas casi dejaron de sostenerlo, y tuvo que apoyarse en una pared. Jarre, ¡ejecútada! ¡Jarre, que lo había salvado a él de la ejecución! ¡Jarre, que lo quería más de lo que él merecía! ¡No! ¡Nadie ejecutaría a la enana! Nadie, si él podía impedirlo... y...
El rugido remitió, reemplazado por un vacío helado que lo hizo sentirse hueco y oscuro por dentro, tan frío, oscuro y vacío como los túneles donde estaba. Ahora sabía qué hacer. Tenía un plan.
Y volvía a oír la conversación.
—¿Qué hemos de hacer con esa abertura, señor? —Cerrarla —dijo Sang-Drax.
—¿Estás seguro, señor? No me gusta la sensación que produce ese lugar. Parece... maléfico. Tal vez deberíamos dejarlo abierto y mandar escuadrones a investigar...
—Muy bien, teniente —asintió Sang-Drax con gesto despreocupado—. Yo no he visto nada de interés ahí abajo, pero, si quieres investigar, adelante. Aunque tendrás que investigar tú solo, por supuesto. No puedo desprenderme de ningún hombre para que te ayude. De todos modos...
—Me ocuparé de cerrar, señor —se apresuró a decir el elfo.
—Como a ti te parezca. La decisión es tuya. Necesitaré una litera y algunos porteadores. Yo sólo no podría llegar muy lejos, cargado con ese desgraciado.
—Permite que te ayude, señor.
—Déjalo en el suelo. Después, cierra esa abertura. Mientras, yo voy a...
Las voces de los elfos se alejaron. Limbeck no se atrevió a esperar más. Subió los peldaños con sigilo y mantuvo la cabeza agachada hasta poder echar un vistazo desde la boca del hueco. Los dos elfos ocupados en arrastrar al semiinconsciente Haplo lejos de la peana de la estatua estaban vueltos de espalda. Otros dos elfos que montaban guardia estaban distraídos contemplando al humano herido, uno de los famosos misteriarcas de terrible reputación. También ellos le daban la espalda.
Era ahora o nunca.
Se ajustó las gafas a la nariz, salió a gatas de la abertura y corrió desesperadamente hacia el agujero del suelo de la Factría que conducía al sistema de túneles que daba cobijo a los gegs.
Aquella parte de la Factría apenas estaba iluminada. Los centinelas elfos, inquietos ante la proximidad de aquella estatua extraña y ominosa, procuraban no pasar demasiado cerca de ella. Limbeck consiguió llegar a un refugio seguro sin ser visto.
En su asustada huida, estuvo a punto de caer de cabeza por la boca del pozo, pero consiguió frenarse en el último instante; se arrojó al suelo, tanteó el primer peldaño metálico de la escalerilla, se agarró con fuerza y, ejecutando una especie de salto mortal, dejó caer el cuerpo al interior. Permaneció suspendido en el vacío un instante, con las manos torpemente asidas al primer peldaño y los pies pataleando frenéticamente en busca de apoyo. El pozo era muy profundo.
Por fin, consiguió tocar el peldaño con los gordos dedos y pronto tuvo ambos pies apoyados más o menos firmemente en el frío metal. Desasiendo con cuidado las sudorosas manos, se volvió en el peldaño y se aplastó contra la escalerilla. Contuvo el aliento y trató de captar algún ruido de persecución.
—¿No has oído algo? —preguntaba uno de los elfos.
Limbeck permaneció absolutamente inmóvil en el pozo.
—¡Tonterías! —replicó la voz del teniente, tajante. Es ese maldito hueco. Hace que oigamos cosas raras. El capitán Sang-Drax tiene razón: cuanto antes lo cerremos, mejor.
El enano escuchó un leve rechinar producido por la estatua al deslizarse sobre su peana. Descendió la escalerilla y, al llegar al pie, emprendió el regreso a su cuartel general, con expresión ceñuda y embargado por una fría cólera, para perfilar los detalles de su plan.
El hilo que conducía al autómata, el propio hombre metálico, la impensable unión pacífica de humanos, elfos y enanos; nada de aquello importaba ahora. Y quizá no volviera a importar nunca más. Recuperaría a Jarre. Eso o...
LA CATEDRAL DEL ALBEDO
ARISTAGÓN
REINO INFERIOR
La weesham
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experimentó una sensación abrumadora de gratitud al aproximarse a la Catedral del Albedo.
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No era la belleza del edificio lo que la conmovía, aunque la catedral tenía la merecida consideración de ser la estructura más hermosa de todas las levantadas por los elfos de Ariano. Tampoco estaba demasiado influida por la veneración temerosa que sentía la mayoría de los elfos cuando se acercaba al centro depositario de las almas de las familias reales elfas. La weesham estaba demasiado asustada para apreciar la belleza, demasiado amargada y desgraciada para sentir veneración. Lo único que sentía era alivio por haber alcanzado, al fin, un refugio seguro.
Con la cajita de lapislázuli y calcedonia sujeta con firmeza entre las manos, ascendió los peldaños de coralita apresuradamente. Los bordes dorados de los escalones brillaban al sol y parecían iluminarse al paso de la weesham, que rodeó el edificio octogonal hasta llegar ante la puerta central. Mientras avanzaba, la maga echó más de una mirada a su espalda, un acto reflejo que era producto de tres días de terror.
Debería haberse dado cuenta de que allí, en aquel recinto sagrado, no podía seguirla nadie, ni siquiera la Invisible. Sin embargo, el miedo le impedía cualquier pensamiento racional. El miedo la había consumido como el delirio de una fiebre, le hacía ver cosas inexistentes y escuchar palabras que nadie había pronunciado. Palidecía y le temblaban las piernas a la vista de su propia sombra y, cuando alcanzó la puerta del santuario, en lugar de llamar con suavidad y veneración como debía, empezó a descargar en ella fuertes golpes con el puño cerrado.
El Guardián de la Puerta, cuya estatura excepcionalmente alta y su complexión delgadísima, casi demacrada, lo señalaba como uno de los elfos kenkari, se sobresaltó al escuchar los golpes. Apresurando el paso hasta la puerta, echó un vistazo por la mirilla acristalada y torció el gesto. El kenkari estaba acostumbrado a ver llegar a los weesham —o geir, nombre menos ceremonioso, pero más acertado, que también recibían
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— en diversos grados de aflicción. Estos grados iban desde la pena serena y resignada de los ancianos, que habían convivido con sus pupilos desde la juventud, hasta el dolor de labios apretados del weesham soldado que había visto al noble a su cargo perder la vida en la guerra que se libraba en aquellos días en Ariano, o el pesar torturado del weesham que ha perdido a un niño. El sentimiento de pesar por parte del weesham era aceptable, incluso encomiable. Pero, últimamente, el Guardián de la Puerta había estado observando otra emoción relacionada con el duelo, una emoción que resultaba inaceptable: el miedo.
Apreció signos de miedo en aquella geir, igual que los había apreciado en demasiados otros weesham, en los últimos tiempos. Los golpes apresurados a la puerta, las miradas inquietas por encima del hombro, la tez pálida, ajada por sombras grises de noches de insomnio. El Guardián abrió la puerta con la parsimonia y la solemnidad de costumbre, recibió a la geir con semblante grave y la obligó a llevar a cabo toda la ceremonia ritual antes de permitirle el acceso. El kenkari, experto en aquellos temas, sabía que las familiares palabras del rito, aunque parecían tediosas en aquel momento, proporcionaban consuelo a los que sufrían y a los que tenían miedo.
—¡Por favor, permíteme entrar! —exclamó la mujer cuando la puerta de cristal se abrió en silencio sobre sus goznes.
El Guardián le impidió la entrada con su esbeltísimo cuerpo, al tiempo que alzaba los brazos en alto. Los pliegues de su ropa, bordada con hilos de seda en un tornasol de tonos rojos, amarillos y anaranjados con orlas negras, semejaban las alas de una mariposa. Todo él pareció convertirse, de hecho, en una mariposa: su cuerpo era el del insecto sagrado de los elfos, y las alas se abrían a ambos lados.
La visión era deslumbrante para el ojo y para la mente, y también resultaba reconfortante. La exhibición sirvió para que la geir recordara de inmediato sus obligaciones. Su mente evocó de nuevo toda su instrucción, su preparación. El color volvió a sus pálidas mejillas, recordó la forma correcta de presentarse y, al cabo de unos momentos, dejó de temblar.
Dio su nombre, el de su clan
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y el de la persona real a su cargo. Este último nombre lo pronunció con un nudo en la garganta y tuvo que repetirlo para que el Guardián lo entendiera. El mago kenkari buscó rápidamente en los datos de su memoria y localizó enseguida el nombre, entre cientos de otros, certificando que el alma de aquella joven princesa tenía derecho a ser acogida en la catedral. (Resultaba difícil de creer pero, en aquella época de degeneración, había elfos de sangre común que intentaban infiltrar a sus propios antepasados plebeyos en la catedral).
El Guardián de la Puerta —gracias a su profundo conocimiento del árbol genealógico de la familia real con sus numerosas ramas, tanto legítimas como no— descubría a los impostores, los hacía prisioneros y los entregaba a la Guardia Invisible.)
En esta ocasión, el Guardián no tuvo ninguna duda y tomó su decisión al momento. La joven princesa, prima segunda del emperador por el lado de su abuela paterna, había tenido renombre por su belleza, su inteligencia y su espíritu. Debería haber vivido muchos más años, haber sido esposa y madre y educar a muchos hijos a su semejanza para bien de aquel mundo.
Así lo expresó el Guardián cuando, terminada la ceremonia de admisión, permitió el paso a la catedral a la geir y cerró la puerta de cristal tras ella. Al hacerlo, advirtió que la mujer casi lloraba de alivio pero no olvidaba aún seguir mirando a un lado y otro con expresión asustada.
—Sí —respondió la geir en un susurro, como si temiera hablar en voz más alta incluso en aquel santuario—. Mi hermosa muchacha debería haber vivido más. ¡Yo debería haber cosido las sábanas de su lecho nupcial, no el borde de su sudario!
Sosteniendo la cajita en la palma de la mano, la geir —una elfa de unos cuarenta ciclos de edad— acarició la tapa delicadamente labrada con las yemas de los dedos y murmuró unas palabras entrecortadas de afecto por el alma desdichada contenida en su interior.
—¿Cuál fue la causa de su muerte? —inquirió el Guardián, solícito—. ¿La peste?
—¡Ojalá hubiera sido eso! —Exclamó la geir con amargura—. Una muerte así habría podido soportarla... —Cubrió la caja con la otra mano, como si con ello pudiera proteger todavía al ser cuya esencia guardaba en ella—. Fue asesinada.
—¿Quién lo hizo?, ¿los humanos? —La expresión del Guardián era severa y sombría—. ¿O algún rebelde?
—¿Y qué trato podía tener mi ovejita, una princesa de sangre real, con ningún humano o con esa escoria rebelde?
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—replicó la geir; por un instante, la pena y la rabia le hicieron olvidarse de que estaba hablando a un superior.
El Guardián le recordó su lugar con una mirada. La geir bajó los ojos y acarició la cajita.
—No —continuó—. ¡Fue su propia carne, su propia sangre!
—Vamos, vamos, mujer. Estás histérica —la interrumpió el Guardián con severidad—. ¿Qué razón podía tener nadie para...?
—Como era joven y fuerte, su espíritu también lo es. Y para algunos —añadió la geir sin ocultar las lágrimas que le corrían por las mejillas—, tales cualidades son más valiosas en la muerte que en la vida.
—No puedo creer que...
—Entonces, cree esto. —La geir hizo algo impensable. Alargó la mano y, asiendo por la muñeca al Guardián, lo atrajo hacia ella para que escuchara las palabras, llenas de espanto, que tenía que contarle—. Mi ovejita y yo siempre tomábamos un vaso de negus caliente antes de retirarnos.
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Esa noche también compartimos la bebida. Me pareció que tenía un sabor extraño, pero supuse que el vino no estaba muy bueno. Ninguna de las dos terminó su vaso porque nos acostamos enseguida. Mi ovejita había sufrido varias pesadillas...
La geir tuvo que hacer una pausa para recobrar la compostura. Después, continuó su relato:
—Mi ovejita cayó dormida casi al momento. Yo estaba poniendo un poco de orden en la estancia, recogiendo sus preciosos lazos y preparando el vestido para la mañana, cuando noté una sensación extraña. Noté los brazos y las manos muy pesados, y la lengua hinchada y reseca. Apenas conseguí alcanzar mi cama tambaleándome y, al momento, caí en un estado extraño. Estaba dormida y, al mismo tiempo, no lo estaba. Podía ver y oír cosas, pero era incapaz de responder. Y, en ese estado, lo vi.
La geir apretó la mano del Guardián con más fuerza. Él inclinó la cabeza hacia ella para oír mejor, pero apenas logró comprender lo que le decía con palabras rápidas y apenas susurradas.
—¡Vi cómo la noche se introducía por su ventana! El Guardián frunció el entrecejo y se echó hacia atrás. —Ya sé qué estás pensando —se apresuró a decir la geir—. Que debí de beber demasiado o que estaba dormida. Pero te juro que es verdad. Vi un movimiento, unas siluetas negras que se colaban por el marco de la ventana y avanzaban por la pared. Eran tres y, por un instante, fueron tres agujeros de negrura contra la pared. Luego, se quedaron quietas, ¡y, de pronto,
eran
la pared!
»Pero yo aún seguía viéndolas moverse, aunque era como si la propia pared se ondulara o respirara. Las sombras se deslizaron hasta el lecho de mi protegida. Intenté gritar, alertarla, pero no salió sonido alguno de mi garganta. No podía hacer nada. ¡Nada en absoluto! —La geir se estremeció—. Entonces, un cojín, uno de los cojines de seda bordados que mi ovejita había cosido con sus propias manitas queridas, se alzó en el aire, sostenido por unas manos invisibles que lo depositaron sobre su rostro... y apretaron. Mi ovejita se resistió. Incluso en medio de su sopor, luchó por su vida. Pero las manos invisibles mantuvieron el cojín contra su cara hasta..., hasta que dejó de moverse. Y allí quedó, exánime.