—Las tropas no vendrían. Contra nosotros, no —afirmó la Libro.
—En tiempos pasados, seguro que no. Pero en la actualidad están cambiando tantas cosas que me pregunto si...
El sonido de un gong se propagó por todo el recinto de la catedral. Los dos guardianes alzaron la mirada. Las notas parecían estremecer el aire quieto del lugar. El primer ayudante del Puerta, que ocupaba el lugar de éste en su ausencia, llamaba a su superior.
El Puerta exhaló un suspiro.
—¡Ah!, he hablado demasiado pronto. Otro.
La Libro lo miró con muda comprensión. El Guardián de la Puerta se incorporó, abandonó el Aviario y regresó a su puesto. Mientras se encaminaba hacia allí, sin darse excesiva prisa, volvió la mirada con tristeza hacia las paredes de cristal esperando ver a otro weesham y temiéndose otro de aquellos penosos diálogos. Pero lo que descubrió lo hizo detenerse en seco. Miró de nuevo, asombrado, y, cuando se puso en movimiento otra vez, la prisa hizo que las babuchas que calzaba resbalaran precariamente sobre los suelos pulimentados.
El primer ayudante se mostró sumamente complacido de verlo.
—Agradezco que hayas podido venir, Guardián. Temía que estuvieras rezando.
—No, no. —El Guardián de la Puerta dirigió la mirada al otro lado de la pared de cristal, más allá de la reja de oro que impedía la entrada.
Por unos momentos había esperado que la vista lo estuviera engañando, que un juego de luces lo hubiese confundido y no fuera cierto lo que le decían sus ojos, pero ya estaban tan cerca que no cabía ninguna duda: las figuras que se aproximaban por el inmenso patio desierto eran las de dos humanos envueltos en ropas negras.
Su expresión se hizo sombría.
—¡Monjes kir, nada menos! En un momento como éste, precisamente...
—En efecto —murmuró su ayudante—. ¿Qué vamos a hacer?
—Debemos acogerlos —dijo el Puerta con un suspiro—. La tradición lo exige, pues han llegado a nuestra puerta. Y corriendo graves peligros, tal vez, pues unos viajeros no pueden saber lo mal que están las cosas por aquí. La norma sagrada que los protege sigue en pie, pero quién sabe por cuánto tiempo. Levanta la reja. Yo hablaré con ellos.
El ayudante se apresuró a obedecer. El Guardián de la Puerta esperó hasta que los kir, que avanzaban con lentitud, llegaron a la escalinata. Los dos humanos llevaban cubierta la cabeza con la capucha.
La reja se alzó en silencio, sin esfuerzo. El Guardián empujó la puerta de cristal, que se desplazó sin el menor ruido hasta quedar abierta de par en par. Los kir se habían detenido cuando la reja había empezado a levantarse y permanecieron inmóviles donde estaban, con la cabeza baja, mientras el Puerta descendía a su encuentro.
El Guardián alzó los brazos y sus ropajes tornasolados, con sus alas de mariposa y sus mil colores, refulgieron bajo la luz de Solarus.
—Os doy la bienvenida, hermanos, en nombre de Krenka-Anris —saludó el Puerta en el idioma de los humanos.
—Loada sea Krenka-Anris —respondió en elfo el más alto de los dos monjes kir—. Y loados sean sus hijos.
El Puerta asintió. Era la fórmula correcta.
—Entrad y reposad tras vuestro largo viaje —dijo el Puerta, bajando los brazos y haciéndose a un lado.
—Gracias, hermano —repuso el monje ásperamente, y se volvió para ayudar a su acompañante, que daba muestras de agotamiento y de tener los pies lastimados.
La pareja de humanos cruzó el umbral, y el Guardián cerró la puerta. Su ayudante bajó la reja. El Puerta se volvió hacia los visitantes y, aunque éstos no habían dicho o hecho nada sospechoso, supo que Había cometido un error.
El más alto de los monjes se percató, por el cambio de expresión del Guardián, de que sus disfraces habían sido descubiertos. Echó atrás la capucha y sus penetrantes ojos destellaron bajo unas cejas prominentes. De su mandíbula, recia y cuadrada, pendía una barba peinada en dos gruesas trenzas y su nariz era como el pico de un gavilán. El Puerta se dijo que jamás había visto a un humano de aspecto tan intimidador.
—Tienes razón, Guardián —dijo el humano—. No somos monjes kir. Hemos utilizado estos disfraces porque era la única manera de llegar hasta aquí sanos y salvos.
—¡Sacrilegio! —Exclamó el Puerta con un temblor en la voz, no de miedo, sino de rabia—. ¡Os habéis atrevido a entrar en este recinto sagrado bajo engaño! No sé qué esperabais conseguir, pero habéis cometido un error terrible. No saldréis de aquí con vida. ¡Krenka-Anris, yo te invoco! ¡Envía tu fuego sagrado contra ellos y haz que sus cuerpos ardan! ¡Limpia tu templo de esta presencia profanadora!
No sucedió nada. El Guardián de la Puerta se quedó perplejo. Instantes después, creyó empezar a comprender cómo era que su magia había quedado frustrada. El otro monje kir se había quitado el embozo, y el kenkari observó sus irisados ojos y se percató de la sabiduría que había en ellos.
—¡Una misteriarca! —musitó cuando se hubo recuperado de la sorpresa. Aquello explicaba lo sucedido—. Puede que hayas desbaratado mi primer encantamiento, pero tú estás sola y nosotros somos muchos...
—Yo no he desbaratado ningún hechizo —replicó la mujer con voz serena—. Y tampoco voy a emplear mi magia contra ti, ni siquiera en defensa propia. No os deseamos ningún mal ni pretendemos cometer ningún sacrilegio. Nuestra causa es la de la paz entre nuestros pueblos.
—Somos vuestros prisioneros —intervino el hombre—. Átanos y véndanos los ojos, si quieres. No nos resistiremos. Lo único que pedimos es que nos conduzcas a presencia del Guardián de las Almas. Tenemos que hablar con él. Cuando nos haya escuchado, que él mismo decida qué hacer con nosotros. Si estima que debemos morir, que así sea.
El Guardián estudió a los dos humanos de hito en hito. Su ayudante había dado la alarma haciendo sonar el gong repetidas veces. Otros kenkari acudieron a la carrera y formaron un círculo en torno a los falsos monjes. El Guardián, con su ayuda, podría lanzar de nuevo su hechizo.
Pero, ¿por qué no había producido efecto la primera vez?
—Tú sabes mucho de nosotros —dijo, mientras trataba de decidir qué hacer—. Conoces la respuesta correcta (algo que sólo un auténtico monje kir podría saber) y la existencia del Guardián de las Almas...
—Crecí al cuidado de los monjes kir —explicó el humano—. Y he pasado entre ellos gran parte de mi vida.
—Tráemelos. —La voz crepitó en el aire, como el crujido de la escarcha o las notas de una campana sin badajo.
El Guardián de la Puerta inclinó la cabeza en un gesto de mudo asentimiento, reconociendo la voz de su superior y acatando la orden. Pero, antes de emprender la marcha, posó la mano sobre los ojos de los humanos y formó un hechizo que los privó de la visión. Ninguno de los dos intrusos intentó impedirlo, aunque el hombre se encogió y se puso en tensión, como si le costara un enorme esfuerzo de voluntad someterse a aquella privación.
—Los ojos profanos no deben ver el sagrado milagro —proclamó el Guardián.
—Lo entendemos —respondió con calma la misteriarca.
—No temáis tropezar o caeros. Os guiaremos —aseguró el Puerta, ofreciendo su mano a la mujer. El tacto de los dedos de ésta era ligero y frío.
—Gracias, mago —dijo ella. Incluso ensayó una sonrisa aunque, a juzgar por sus facciones, debía de estar agotada hasta el punto de casi no sostenerse en pie. Cojeando, con los pies llagados e hinchados, la misteriarca se puso en marcha con una mueca de dolor contenido.
El Puerta miró a su espalda. El primer ayudante había cogido del brazo al hombre y le hacía de lazarillo. Al Guardián le costaba un gran esfuerzo apartar la vista del rostro del humano. Resultaba desagradable, con sus facciones toscas y su aspecto brutal, pero todos los rostros de humanos parecían animalescos a los ojos de los elfos, de constitución tan delicada. En el rostro de aquel humano, el Puerta apreció algo diferente. Y se dio cuenta de que no le producía repulsión, de que tenía la vista fija en él con una sensación de respeto y temor, con un hormigueo en la piel. La mujer pisó la cola de la larga túnica del kenkari y trastabilló. El Guardián se había puesto en su camino sin darse cuenta.
—Lo siento mucho, hechicera —se excusó. Le habría gustado llamarla por su nombre, pero le correspondía a su superior encargarse de las formalidades—. No miraba por dónde andaba.
—Lamento que te hayamos perturbado —respondió la mujer con otra lánguida sonrisa.
El Puerta empezaba a sentir lástima de ella. Sus facciones no eran tan ásperas como las de la mayoría de humanos y casi resultaba agradable. Y parecía tan cansada y tan..., tan triste...
—No falta mucho. Venís de muy lejos, supongo.
—De Paxaua, a pie. No me he atrevido a utilizar mi magia... —explicó la mujer.
—Ya lo supongo. ¿Alguien os ha puesto problemas, os ha impedido el paso?
—El único lugar donde nos han detenido ha sido en las montañas. Los centinelas del paso nos interrogaron, pero no nos retuvieron mucho tiempo, cuando les recordamos que estábamos bajo vuestra protección.
El Puerta se alegró de escuchar aquello. Por lo menos, las tropas seguían respetando a los kenkari y no se habían vuelto contra ellos. Asunto muy distinto era el emperador. Agah'ran estaba tramando algo; de lo contrario, jamás habría permitido que mantuvieran la prohibición de aceptar almas. Al fin y al cabo, con aquella decisión, los kenkari le hacían saber que conocían su condición de asesino. Y Agah'ran debía de haber captado que no tolerarían su mandato durante mucho tiempo más.
¿Qué esperaban, pues?, se preguntó de nuevo el Guardián de la Puerta. Esperaban una señal. Otros mundos. Una puerta de muerte que conducía a la vida. Un hombre que estaba muerto y no lo estaba. ¡Por Krenka-Anris bendita! ¿Cuándo habría explicación a todo aquello?
La Guardiana del Libro y el Guardián de las Almas los esperaban en la capilla. Los humanos fueron conducidos a su interior. El ayudante del Puerta, que había acompañado al hombre, hizo una reverencia y se marchó, cerrando la puerta tras él. Al oír el ruido, el humano volvió la cabeza con gesto sombrío.
—¿Iridal?
—Aquí estoy, Hugh —repuso ella en un susurro.
—No temáis —dijo el Guardián de las Almas—. Estáis en la capilla del Aviario y yo soy con quien habéis pedido hablar. Conmigo están también el Guardián de la Puerta y la Guardiana del Libro. Lamento no poder levantar el hechizo de ceguera, pero la ley prohíbe que los ojos de nuestros enemigos contemplen el milagro.
—Lo entendemos —asintió Iridal—. Tal vez llegue el día en que no haya necesidad de tales leyes.
—Esperemos que así sea, misteriarca —añadió el Guardián—. ¿Cuál es tu nombre, desconocida?
—Soy Iridal, antes del Reino Superior y ahora de Volkaran.
—¿Y tu acompañante? —inquirió el kenkari tras esperar unos momentos a que el humano se presentara a sí mismo.
—Es Hugh
la Mano
—explicó Iridal cuando quedó claro que Hugh no iba a decir nada. Con expresión preocupada, la mujer volvió sus ojos, momentáneamente ciegos, hacia donde calculaba que se encontraba Hugh y alargó la mano, buscándolo a tientas.
—Un hombre criado por los monjes kir. Un hombre de rostro muy notable —comentó el Guardián mientras estudiaba a Hugh minuciosamente—. He visto muchos humanos y en ti hay algo distinto, Hugh
la Mano
. Algo terrible y aciago. No lo comprendo. Habéis venido a hablar conmigo. ¿Por qué? ¿Qué es lo que queréis de los kenkari?
Hugh abrió los labios y pareció a punto de responder, pero finalmente no dijo nada. Cuando la mano de Iridal encontró por fin el brazo de Hugh, la mujer se alarmó a notar los músculos rígidos y temblorosos.
—¿Sucede algo, Hugh? ¿Está todo bien? El hombre rehuyó su contacto, abrió la boca y volvió a cerrarla. Los tendones del cuello se le marcaron pronunciadamente y se le hizo un nudo en la garganta. Por último, visiblemente furioso consigo mismo, logró articular las palabras con esfuerzo, como si las arrancara de una sima profunda y oscura: —He venido para venderos mi alma.
LA CATEDRAL DEL ALBEDO,
ARISTAGÓN,
REINO MEDIO
—Está loco —dijo la Libro, la primera en recuperar el habla.
—No lo creo —replicó el Guardián de las Almas, observando a Hugh con profundo interés, no exento de perplejidad—. No estás loco, ¿verdad, Hugh? —Los labios elfos pronunciaron con dificultad y torpeza el nombre humano.
—No —respondió Hugh, lacónico. Ahora que había pasado lo peor (y jamás habría imaginado que resultara tan difícil), se sentía relajado e incluso podía contemplar la perplejidad de los elfos con sarcasmo. La única persona a la que aún no se sentía con ánimos de enfrentarse era Iridal y, por ello, agradeció su provisional ceguera.
Ella no dijo nada, azorada y desconcertada, creyendo que tal vez se trataba de otro de los trucos de
la Mano
.
Pero no era un truco. Hugh hablaba absolutamente en serio.
—Dices que has crecido entre los monjes kir. Entonces, algo conocerás de nuestras costumbres.
—Conozco mucho, Guardián. Averiguar cosas es mi oficio —repuso Hugh.
—Sí —murmuró el Alma—, no lo dudo. Ya sabes, pues, que no aceptamos almas humanas y que nunca
compramos
alma alguna. Las que aceptamos y tomamos a nuestro cargo nos son entregadas libremente...
La voz del Guardián sufrió una ligera vacilación al decir esto último.