La Mano Del Caos (24 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: La Mano Del Caos
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Bane guardó silencio unos momentos, meditando la respuesta.

—Le mostré al abuelo mis dibujos de la Tumpa-chumpa, y él se dio cuenta de que las partes de la máquina tenían un parecido con los órganos de nuestro cuerpo o los de los animales: las manos y los brazos dorados de los Levarriba, los silbatos con forma de bocas, las garras como patas de aves para excavar la coralita. Así pues, los controles deben de ser...

—¡Un cerebro! —apuntó Limbeck, impaciente.

—No —replicó Bane con suficiencia—. Eso fue lo que dijo el abuelo, pero yo apunté que si la máquina tuviera un cerebro sabría lo que debía hacer y que resultaba obvio que carecía de él, ya que no cumplía su cometido. Alinear las islas, me refiero. Si tuviera un cerebro, la máquina lo haría por su cuenta; la Tumpa-chumpa funciona, le dije a Xar, pero sin un propósito. Más bien creo que lo que buscamos es el corazón.

—¿Y qué dijo a eso mi señor? —inquirió Haplo con tono escéptico.

—Estuvo de acuerdo conmigo —contestó Bane con un aire de altiva superioridad.

—¿Y qué hemos de hacer? ¿Pensar en corazones? —intervino Limbeck.

—Merece la pena intentarlo. —Haplo frunció el entrecejo y se rascó la mano—. Al menos, es mejor que quedarse aquí sin hacer nada. No podemos permitirnos perder un momento más.

Concentró sus pensamientos en la imagen de un corazón gigantesco, un corazón que bombeaba vida a un cuerpo sin mente que lo dirigiera. Cuanto más pensaba en ello, más sentido cobraba la idea, aunque no estaba dispuesto a reconocerlo de ningún modo ante Bane. Además, encajaba con la teoría del propio patryn.

—¡Las luces se están apagando! —Jarre se agarró de la mano de Haplo, clavándole los dedos.

—¡Concéntrate! —soltó el patryn.

Los signos mágicos que iluminaban el pasadizo por la derecha parpadearon y perdieron intensidad hasta apagarse. Todos esperaron, conteniendo el aliento y pensando en corazones; todos eran, en aquel instante, profundamente conscientes de los latidos de sus propios corazones, que sonaban con fuerza en sus oídos.

A la izquierda, los signos mágicos mantuvieron su leve fulgor. Haplo deseó con fervor que las runas cobraran vida. En efecto, la luz se hizo más intensa, más firme, iluminando el camino en una dirección opuesta a la del mausoleo.

Bane lanzó una exclamación de triunfo. El grito le llegó rebotado, pero la voz que le devolvía el eco ya no parecía humana. Sonaba hueca, vacía, y le evocó a Haplo el desagradable recuerdo de la voz inánime de los muertos de Abarrach, los lazaros. Los signos tatuados en la piel del patryn centellearon de pronto y su luz aumentó de intensidad.

—Yo, de ti, no volvería a hacer eso, Alteza —advirtió entre dientes—. No sé qué hay ahí afuera, pero tengo la sensación de que alguien te ha oído.

Bane, con los ojos como platos, se acurrucó contra la pared.

—Creo que tienes razón —susurró con labios temblorosos—. Lo..., lo siento.

¿Qué hacemos?

Haplo soltó un bufido exasperado y trató de desasirse de los dedos contraídos de Jarre, que le estaban cortando la circulación.

—Vamos allá. ¡Pero démonos prisa!

Nadie del grupo necesitaba que le metieran prisa. A aquellas alturas, todos, incluido Bane, estaban impacientes por terminar su tarea y salir cuanto antes de aquel lugar.

Los signos luminosos los condujeron a través de los mil y un pasadizos.

—¿Qué haces? —Preguntó Bane al tiempo que se detenía a observar a Haplo, que había hecho un alto en su avance por cuarta vez desde que habían penetrado en los túneles—. Creía haberte oído decir que no nos entretuviéramos.

—Así estaremos seguros de encontrar la salida, Alteza —replicó Haplo con frialdad—. Si te fijas, los signos mágicos se apagan una vez que los dejamos atrás. Quizá no vuelvan a encenderse, o nos lleven en otra dirección. Una dirección que bien podría conducirnos a los brazos de los elfos.

El patryn estaba frente al arco de entrada del ramal del túnel en el que acababan de penetrar y, con la punta de la daga, trazaba su propio signo mágico en la pared. La runa no sólo era útil; a Haplo le producía cierta satisfacción dejar una marca patryn en un santuario sartán.

—Las runas sartán nos enseñarán la salida —protestó Bane, irritado.

—De momento, no nos han enseñado gran cosa —contestó Haplo.

Pero al cabo, tras unas cuantas vueltas y revueltas más, las runas los condujeron a una puerta cerrada al final de un pasillo.

Los signos mágicos luminosos que corrían a ras del suelo y saltaban otras puertas y bocas de túneles, dejándolas a oscuras, seguían ahora el arco de la puerta, enmarcándola con su luz. Recordando las runas de advertencia de Abarrach, Haplo se alegró de comprobar que, esta vez, los signos mágicos despedían un fulgor azulado y no rojizo. La puerta tenía la forma de un hexágono en cuyo centro había grabado un pequeño círculo de runas en torno a un punto sin inscripciones. A diferencia de la mayoría de runas sartán, éstas no estaban completas sino que parecían apenas a medio terminar.

La forma extraña de la puerta y la disposición de los signos mágicos le recordó a Haplo algo que ya había visto o encontrado antes, pero su memoria no le ofreció ayuda y apenas volvió a pensar en ello.
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Parecía un sencillo sistema de apertura cuya llave eran los signos grabados en el centro.

—Esto lo conozco —apuntó Bane tras estudiar la puerta unos instantes—. El abuelo me lo enseñó. Estaba en sus libros antiguos. Pero necesito estar más alto. —Se volvió hacia Haplo—. Y necesito tu daga.

—Ten cuidado con ella —indicó el patryn, entregándole el arma—. Está muy afilada.

Bane contempló la hoja por unos instantes con añoranza y frustración. Haplo encaramó al muchacho y lo sostuvo a la altura de la estructura rúnica que guardaba la puerta.

Ceñudo y asomando la lengua en gesto de concentración, Bane clavó la punta de la daga en la madera de la puerta y empezó a trazar lentamente un signo mágico.
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Cuando lo hubo ultimado, la runa se encendió. Su llama se extendió a las runas que la rodeaban. Toda la estructura de signos mágicos brilló por unos instantes y se apagó de nuevo. La puerta se entreabrió, y una luz blanca y potente los hizo parpadear después de la prolongada oscuridad de los túneles.

Del otro lado de la puerta les llegó un sonido mecánico, metálico.

Haplo devolvió a Su Alteza al suelo sin miramientos, colocó al muchacho detrás de él y alargó la mano para sujetar a Limbeck, que ya se disponía a empujar la puerta para cruzar el umbral. El perro emitió un gruñido ronco y profundo.

—¡Ahí dentro hay algo! —Los previno Haplo en un siseo—. ¡Atrás! ¡Todos atrás!

Más alarmados por la tensión de Haplo que por el ruido que les llegaba amortiguado, Bane y Limbeck obedecieron y retrocedieron hacia la pared. Jarre se unió a ellos con cara de susto.

—¿Qué...? —empezó a decir Bane.

Haplo le dirigió una mirada furiosa, y el muchacho se apresuró a cerrar la boca. El patryn hizo una pausa y continuó escuchando por la rendija de la puerta entreabierta, desconcertado por los sonidos procedentes del otro lado. El tintineo metálico rechinante seguía a veces un patrón rítmico, otras veces era un matraqueo caótico y, en ocasiones, cesaba por completo, para recomenzar acto seguido. Y el ruido se desplazaba, primero acercándose a él y luego alejándose.

El patryn habría jurado que el ruido que escuchaba era el de una persona vestida con armadura completa que deambulaba por una gran sala. Sin embargo, en toda la historia de sus poderosas razas, ningún sartán o patryn había llevado jamás un artilugio tal, propio de los mensch. Y ello significaba que quien estaba detrás de la puerta, fuera quien fuese, tenía que ser un mensch. Probablemente, un elfo.

Limbeck tenía razón: los elfos habían detenido la Tumpa-chumpa.

Haplo prestó atención de nuevo a los sonidos metálicos que se desplazaban de un lugar a otro lentamente, con determinación, y sacudió la cabeza. No; si los elfos hubieran descubierto aquel lugar, habría gran número de ellos tras aquella puerta y el túnel donde se hallaban sería un hormiguero. En cambio, hasta donde Haplo alcanzaba a determinar, era una sola persona quien hacía aquellos ruidos extraños en el interior de la sala iluminada.

Echó un vistazo a sus tatuajes. Los signos mágicos seguían emitiendo un resplandor azul de advertencia, pero bastante mortecino.

—¡Quedaos aquí! —Haplo dio la orden moviendo los labios sin emitir el menor sonido, y la acompañó de una severa mirada a Bane y Limbeck.

El muchacho y el enano asintieron.

Haplo desenvainó la espada, abrió la puerta de un enérgico puntapié y entró en la sala como una tromba, con el perro pegado a sus talones. De pronto, se detuvo, boquiabierto de asombro. El arma casi le resbaló de la mano. Un hombre se volvió para recibirlo. Un hombre hecho totalmente de metal.

—¿Cuáles son mis instrucciones? —preguntó el hombre metálico con voz monocorde, en el idioma de los humanos.

—¡Un autómata! —exclamó Bane, que había desobedecido a Haplo y había penetrado en la estancia tras él.

El autómata era de la estatura de Haplo, o un poco más alto. Su cuerpo, réplica del de un humano, era de latón. Manos, brazos, dedos, piernas, pies; todo estaba articulado y se movía de una manera bastante natural, si bien un poco rígida. El rostro metálico había sido moldeado artísticamente para que recordara un rostro humano, con nariz y boca, aunque esta última no se movía. Las cejas y los labios estaban perfilados en oro, y en las cuencas de sus ojos brillaban unas piedras preciosas. Unas runas —runas sartán— cubrían todo su cuerpo de modo muy parecido a los tatuajes del patryn y, probablemente, con el mismo objeto. Todo lo cual le resultaba a Haplo bastante curioso, aunque algo insultante, también.

El autómata estaba a solas en una sala circular vacía, de grandes dimensiones. En torno a él, instalados en las paredes de la sala, había globos oculares, cientos de ellos, idénticos al que sostenía en sus manos la estatua del dictor de la Factría, allá arriba. Cada uno de aquellos ojos fijos retrataba en su visión una parte distinta de la Tumpa-chumpa.

Haplo tuvo la impresión fantasmagórica de que aquellos ojos le pertenecían. Se encontró mirando a través de cada una de aquellas pupilas. Entonces, comprendió: los ojos pertenecían al autómata. El traqueteo metálico que Haplo había escuchado procedía de los movimientos del autómata desplazándose de un ojo a otro, haciendo su ronda, manteniendo la vigilancia.

—¡Ahí dentro hay alguien vivo! —exclamó Jarre en la puerta de la sala, sin osar aventurarse en ella. Los ojos de la enana estaban tan desorbitados que parecían a punto de saltarse del rostro—. ¡Tenemos que sacar a Haplo de aquí!

—¡No! —Bane desechó la propuesta con resolución—. Sólo es una máquina, como la Tumpa-chumpa. —Yo soy la máquina —declaró el autómata con voz inanimada.

—¡Eso es! —Exclamó Bane, agitado, mientras se volvía hacia Haplo—. ¿No lo ves? ¡Él es la máquina! ¿Ves esas runas que lo cubren? Todas las piezas de la Tumpa-chumpa están conectadas con él mediante la magia. ¡Él ha dirigido su funcionamiento durante todos estos siglos!

—Sin cerebro... —murmuró Haplo—. Obedeciendo sus últimas instrucciones, fueran cuales fuesen...

—¡Esto es maravilloso! —Limbeck exhaló un suspiro. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y el cristal de sus gafas se empañó. El enano se las quitó de la nariz y se quedó mirando al hombre máquina con sus ojos miopes y una expresión de temor reverente, sin hacer el menor movimiento para acercarse a él, satisfecho con adorarlo a distancia—. Jamás imaginé algo tan maravilloso.

—A mí me parece espantoso —intervino Jarre con un estremecimiento—. Y, ahora que lo hemos visto, vámonos. No me gusta este lugar. Y tampoco me gusta esa cosa.

Haplo compartía sus sentimientos. A él tampoco le gustaba aquel lugar. El autómata le recordaba a los cadáveres vivientes de Abarrach, cuerpos muertos devueltos a la vida por el poder de la nigromancia. El patryn tenía la sensación de que allí estaba actuando el mismo tipo de magia negra, sólo que en este caso había dado vida a algo que no estaba destinado a tenerla. Aquello era un poco mejor, pensó, que devolver a la vida un cuerpo en putrefacción. O tal vez no. Al menos, los muertos poseían alma. Aquel artefacto de metal carecía no sólo de mente, sino también de espíritu.

El perro olisqueó los pies del autómata y alzó la cabeza hacia Haplo, desconcertado, como preguntándose por qué aquello, que se movía como un hombre y hablaba como un hombre, no olía como tal.

—Ve a la puerta a vigilar —ordenó Haplo al animal.

Harto del autómata, el perro obedeció de buena gana.

Limbeck, pensativo, recurrió a su pregunta favorita:

—¿Por qué? Si ese hombre de metal ha estado dirigiendo la máquina todos estos años, ¿por qué se ha detenido la Tumpa-chumpa?

Bane meditó la respuesta y sacudió la cabeza.

—No tengo idea —se vio obligado a reconocer, encogiéndose de hombros.

Haplo se rascó los tatuajes luminosos de la mano, consciente de que el peligro que acechaba al grupo no se había reducido.

—Quizá tiene algo que ver con la apertura de la Puerta de la Muerte, Alteza.

—Mucho sabes tú de... —empezó a decir Bane en tono de suficiencia, pero lo interrumpió el autómata, que se volvió hacia Haplo.

—La Puerta está abierta. ¿Cuáles son mis instrucciones?

—Ahí está —apuntó Haplo con satisfacción—. Ya lo imaginaba. Ésa es la razón de que la Tumpa-chumpa se haya detenido.

—¿Qué puerta? —inquirió Limbeck con expresión ceñuda. Se limpió las gafas y volvió a colocarlas en su sitio—. ¿De qué estáis hablando?

—Supongo que puedes tener razón —murmuró Bane, al tiempo que dirigía una mirada torva a Haplo—. Pero, ¿y si es así? ¿Qué hacemos entonces?

—¡Exijo saber qué está sucediendo! —Limbeck les dirigió una mirada de furia.

—Te lo explicaré en cuatro palabras —dijo Haplo—. Míralo así, Alteza: los sartán pretendían que los cuatro mundos funcionaran conjuntamente. Digamos que la Tumpa-chumpa no estaba destinada sólo a provocar el alineamiento de las islas de Ariano. Supongamos que la máquina tenía otras tareas, aparte de ésta; tareas que tienen algo que ver con los demás mundos.

—Mi verdadera tarea empieza con la apertura de la Puerta —dijo el autómata—. ¿Cuáles son mis instrucciones?

—¿Cuál es tu verdadera tarea? —fue la astuta respuesta de Bane. —Mi verdadera tarea empieza con la apertura de la Puerta. He recibido la señal. La Puerta está abierta. ¿Cuáles son mis instrucciones?

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