—¿Qué sucedió después? —Alfred despertó. Se había desmayado, creo... —Sí, tiene esa costumbre —apuntó Haplo tétricamente. —En fin, yo estaba aterrorizada y le pregunté si podía abrir la estatua, pero él dijo que no. Yo insistí en que lo intentara— al fin y al cabo, ya la había abierto una vez, ¿no? Alfred lo negó y dijo que no lo había hecho voluntariamente. Se había desmayado y había caído sobre la estatua y sólo podía suponer que esta se había abierto por accidente.
—Te mintió —murmuró Haplo—. Alfred sabía abrirla. ¿No lo viste hacerlo? Jarre movió la cabeza en gesto de negativa.
—¿No lo viste acercarse a la estatua en algún momento? ¿Durante la batalla, por ejemplo?
—Mal pude hacerlo. Yo había corrido hasta el lugar de los túneles donde se ocultaban los nuestros para anunciarles que era el momento de atacar. Cuando volví, la lucha había empezado y no pude ver nada.
—Pero... ¡ahora lo recuerdo! —intervino Limbeck de improviso—. ¡Yo vi a ese otro hombre, el asesino...!
—¡A Hugh
la Mano
!
—Sí. Yo estaba con Alfred, y Hugh corrió hacia nosotros gritando que se acercaban los gardas. Alfred se puso pálido y Hugh le gritó que no se desmayara, pero Alfred lo hizo a pesar de la advertencia. ¡Y cayó justo a los pies de la estatua!
—¡Y ésta se abrió! —exclamó Bane, excitado.
—No. —Limbeck se rascó la cabeza—. Creo que no. Me temo que tengo las cosas un poco confusas, desde ese momento. Pero recuerdo que lo vi allí tendido y me pregunté si estaría herido. Creo que me habría fijado en la estatua, de haber estado abierta.
Haplo no compartía esa opinión, teniendo en cuenta la pobre vista del enano.
El patryn intentó ponerse en el lugar de Alfred e intentó recrear en su mente lo que podía haber sucedido. El sartán, temeroso como siempre de utilizar su poder mágico y descubrirse, se ve atrapado en el fragor de la batalla. Se desmaya —su reacción normal ante situaciones violentas— y cae a los pies de la estatua. Cuando despierta, la lucha ya está entablada. Debe escapar.
Abre la estatua con la intención de colarse por ella y hacer mutis, pero se lleva algún otro susto y termina perdiendo de nuevo el sentido y cayendo por el hueco. Eso, o recibe algún golpe en la cabeza. La estatua queda abierta y Jarre aprovecha la ocasión.
Sí, eso era lo que debía de haber ocurrido, se dijo Haplo, aunque de poco les servía saberlo. Salvo por el detalle de que Alfred estaba semiinconsciente y con la cabeza bastante espesa en el momento de abrir la estatua. Era una buena señal: el artilugio no debía de ser demasiado difícil de abrir. Si estaba protegido por la magia sartán, la estructura rúnica no podía ser demasiado compleja. Lo más difícil sería encontrarla... y evitar a los elfos el tiempo suficiente para abrirla.
Haplo se dio cuenta, gradualmente, de que todos los demás habían dejado de hablar y lo miraban con expectación. Al parecer, se había perdido algo.
—¿Qué? —inquirió.
—¿Qué hacemos una vez que lleguemos a los túneles? —inquirió Jarre con pragmatismo. —Buscar los controles de la Tumpa-chumpa —respondió el patryn. Jarre sacudió la cabeza.
—No recuerdo que nada de lo que vi pareciera pertenecer a la Tumpa-chumpa. —Bajó el tono de voz para añadir—: Sólo recuerdo a toda esa gente tan bella... muerta.
—Sí, bien... Los controles tienen que estar ahí abajo, en alguna parte — aseguró Haplo con firmeza, preguntándose a quién trataba de convencer—. Su Alteza los encontrará. Y allí abajo estaremos bastante a salvo. Tú misma dijiste que la estatua se cerró detrás de ti. Lo que necesitamos es un elemento de diversión que haga salir a los elfos de la Factría el tiempo suficiente para que podamos entrar. ¿Crees que tu pueblo podrá ocuparse de eso?
—Una de las naves dragón de los elfos está anclada junto a los Levarriba — apuntó Limbeck—. Podríamos atacarla y...
—¡Nada de atacar!
Jarre y Limbeck se enzarzaron en una discusión que casi al instante se hizo borrascosa. Haplo se echó hacia atrás en su asiento y los dejó debatir el asunto, satisfecho del cambio de tema. No le importaba qué hicieran los enanos, con tal que cumplieran. El perro, tumbado sobre un costado, soñaba que perseguía o era perseguido por algo. Las patas le temblaban y sus flancos se agitaban aceleradamente.
Bane observó al perro dormido, contuvo un bostezo e intentó dar la impresión de que no tenía un ápice de sueño. Pero se le cerraron los ojos y se le cayó hacia adelante la cabeza. Haplo lo despertó.
—A la cama, Alteza. No haremos nada hasta mañana.
Bane asintió, demasiado cansado para discusiones. Con paso tambaleante y ojos nublados, se dirigió a la cama de Limbeck, se derrumbó sobre ella y cayó dormido casi al instante.
Haplo notó un dolor agudo y extraño en el corazón al contemplarlo. Dormido, con los párpados cerrados sobre aquellos ojillos azules en los que brillaba una astucia y una sutileza propia de un adulto, Bane parecía un chiquillo de diez años como cualquier otro. Su sueño era profundo y relajado. Correspondía a otros, mayores y más sabios, ocuparse de su bienestar.
«Así podría estar durmiendo, en este mismo instante, un hijo mío —dijo el patryn para sí con un dolor que le resultaba casi insoportable—. ¿Dónde lo hará él? En la choza de algún residente, probablemente, si su madre lo ha dejado en la seguridad del grupo (toda la seguridad que uno puede tener en el Laberinto), antes de seguir su camino. O estará con su madre, si sigue viva. Y si el chico sigue vivo. Seguro que sí. Sé que sigue vivo, igual que supe que había nacido. Siempre lo he sabido. Lo sabía cuando ella se marchó, y no hice nada. Nada en absoluto, salvo intentar hacerme matar para no tener que seguir pensando en ello.»
«Pero volveré allí. Volveré por ti, hijo. El viejo quizá tenía razón. Aún no es el momento. Y no puedo hacerlo solo. —Alargó la mano y apartó de la frente de Bane un rizo de cabello húmedo—. Debo esperar un poco más. Sólo un poco más...»
En la cama, Bane se enroscó en un ovillo. Hacía frío allí abajo, en los túneles, sin el calor de la Tumpa-chumpa. Haplo se puso en pie, cogió la manta de Limbeck y la colocó sobre el muchacho, cubriendo cuidadosamente sus hombros aún enclenques.
Volvió a su asiento y, mientras escuchaba la discusión entre Limbeck y Jarre, sacó la espada de la vaina y empezó a repasar los signos mágicos grabados en la empuñadura. Necesitaba otra cosa en la que pensar. Y se le ocurrió una mientras depositaba con cuidado la espada sobre la mesa que tenía ante sí.
«No estoy en Ariano porque me haya mandado mi señor. No estoy aquí porque quiera conquistar el mundo.»
«Estoy aquí para hacer seguro el mundo para ese niño. Para mi hijo, atrapado en el Laberinto.»
Pero eso mismo era lo que impulsaba a Xar en su plan, comprendió Haplo. El Señor del Nexo hacía aquello por sus hijos. Por todos sus hijos atrapados en el Laberinto.
Reconfortado, reconciliado por fin consigo mismo y con su señor, Haplo pronunció las runas y observó el llamear de los signos mágicos en la hoja del arma. Su resplandor eclipsaba el del guingué de la enana.
WOMBE,
DREVLIN REINO INFERIOR
—En realidad, esta necesidad de un elemento de diversión no podía llegar en mejor momento —afirmó Limbeck, estudiando a Haplo a través de las gafas—. He desarrollado una nueva arma y tenía ganas de probarla.
—¡Hum! —resopló Jarre—. ¡Armas!
Limbeck no le hizo caso. La discusión de los planes para la maniobra de distracción había sido larga y enconada y, en ocasiones, peligrosa para los espectadores. Incluso faltó poco para que a Haplo lo alcanzara un cuenco de sopa volante. El perro se Había retirado prudentemente bajo la cama. Bane continuó durmiendo durante toda la trifulca.
Y Haplo advirtió que, si bien la enana no tenía ningún freno en arrojar utensilios de cocina, tenía mucho cuidado de no acertar con ellos al survisor jefe y augusto líder de la UAPP. Jarre parecía nerviosa e inquieta por Limbeck y lo observaba por el rabillo del ojo con una extraña mezcla de frustración y ansiedad.
En los primeros tiempos de la revolución, Jarre acostumbraba estampar sonoros besos en las mejillas del enano, o tirarle de la barba —juguetona, aunque dolorosamente— para devolverlo a la realidad. Pero ya no lo hacía. Ahora, parecía reacia a acercarse a él. Haplo observó cómo retorcía las manos en más de una ocasión durante la discusión y le pareció que nada le habría gustado tanto como agarrar a su líder por las patillas y darles un buen tirón. Pero sus manos siempre terminaban retorciendo su propia falda o revolviendo tenedores.
—He diseñado esa arma yo mismo —explicó Limbeck con orgullo. Revolvió entre un montón de discursos, la sacó de debajo y la mostró a la luz vacilante del guingué—. La llamo lanzadora.
Haplo lo habría catalogado de juguete. Los humanos del Reino Medio la habrían denominado «honda». Sin embargo, el patryn se guardó de cualquier comentario despectivo y, por el contrario, manifestó su admiración y preguntó cómo funcionaba. Limbeck hizo una demostración teórica.
—Cuando la Tumpa-chumpa hacía nuevas piezas para sí misma, solía fabricar muchas de éstas. —Sostuvo en alto un fragmento de metal de bordes afilados y de aspecto especialmente amenazador—. Entonces las arrojábamos al fundetodo, pero se me ocurrió que, arrojados contra las alas de las naves dragón elfas, estos fragmentos metálicos producirían agujeros en ellas...
Y sé por propia experiencia que un objeto no puede viajar por el aire con agujeros en las alas.
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Si se llena ésta de suficientes agujeros, me parece razonable deducir que la nave dragón no podrá volar.
Haplo tuvo que reconocer que él también lo encontraba lógico y contempló el arma con más respeto.
—Esto podría hacer bastante daño, si acertara a alguien —murmuró, sosteniendo entre sus dedos con cuidado el fragmento de metal, afilado como una cuchilla—. Incluidos los elfos.
—Sí, también había pensado en eso —asintió Limbeck con satisfacción.
Detrás de él estalló una tremenda zarabanda. Jarre estaba golpeando amenazadora el horno frío con una sartén de hierro. Limbeck se volvió y la miró a través de sus gafas. Jarre dejó caer la sartén con un estrépito que hizo recular al perro hasta el rincón más alejado, debajo de la cama, y se encaminó hacia la puerta con la cabeza muy erguida.
—¿Adonde vas? —preguntó Limbeck. —A dar un paseo —respondió ella, desdeñosa. —Necesitarás el guingué —apuntó él. —No, quédatelo —murmuró la enana, llevándose una mano a los ojos y la nariz.
—Necesitamos que vengas con nosotros, Jarre —dijo Haplo—. Eres la única que ha estado en esos túneles.
—No puedo ayudaros —replicó ella con voz entrecortada, vuelta de espaldas todavía—. Yo no hice nada. No sé cómo bajamos allí ni cómo volvimos a salir. Me limité a ir por donde ese Alfred me decía.
—Vamos, Jarre, esto es importante —insistió Haplo con voz serena—. Podría significar la paz, el final de la guerra.
Ella volvió la cabeza por encima del hombro y lo miró entre una maraña de cabellos y patillas. Después, con los labios tensos, anunció que volvería y se marchó dando un portazo.
—Lo lamento, Haplo —dijo Limbeck con las mejillas coloradas de cólera—. Ya no la entiendo. En los primeros días de la revolución, Jarre era la más militante... —Se quitó las gafas y se frotó los ojos—. ¡Fue ella quien atacó la Tumpa-chumpa! Aunque a quien detuvieron y casi matan fue a mí. —Con voz más calmada y con una sonrisa nostálgica, revivió el pasado con su borrosa visión y añadió—: Era ella la que deseaba un cambio. Y ahora que ya lo tiene, ahora... ¡se pone a tirar sartenes!
Haplo se recordó a sí mismo que las preocupaciones de los enanos lo traían sin cuidado. No se entrometería. Los necesitaba para que lo condujeran a la máquina, eso era todo.
—Me parece que a Jarre no le gusta matar —dijo, esperando apaciguar a Limbeck y poner fin a la controversia.
—A mí tampoco —replicó el enano, al tiempo que se ponía de nuevo las garras—. Pero se trata de nosotros o ellos. No fuimos nosotros quienes empezamos. Fueron ellos.
Haplo le dio la razón y dejó de lado el tema. Al fin y al cabo, ¿qué le importaba a él? Cuando llegara Xar, el caos y la muerte acabarían y la paz llegaría a Ariano.
Limbeck continuó urdiendo sus planes para la maniobra de diversión. El perro, tras asegurarse de que Jarre se había marchado, salió de debajo de la cama.
Haplo dedicó también unas horas al descanso y, al despertar, encontró a un contingente de enanos arremolinado en el pasillo ante la puerta de la SALA DE CALDERAS. Cada enano iba armado con su lanzador y sus proyectiles metálicos, guardados en bolsas de lona resistente. Haplo se lavó las manos y el rostro (que apestaban al aceite del guingué), miró y escuchó. La mayoría de los enanos había hecho prácticas con el arma y parecía bastante experta en su uso, a juzgar por lo que vio en la tosca exhibición de tiro al blanco que tenía lugar en el pasadizo.
Por supuesto, una cosa era tirar contra la silueta de un enano dibujada en la pared y otra muy distinta hacerlo a un elfo vivo que le respondía a uno con otra arma.
—No queremos que nadie salga herido —aleccionó Jarre a los enanos. La enérgica enana había regresado y, con su típica energía, había tomado el control de la situación—. Por lo tanto, manteneos a cubierto, quedaos cerca de las puertas y accesos a los Levarriba y estad preparados para echar a correr si os persiguen los elfos. Nuestro objetivo es distraerlos y mantenerlos ocupados.