Sinistrad, el padre del muchacho. Pero Sinistrad murió y, ahora, ni ella ni los magos supervivientes son lo bastante poderosos como para derrocar a Stephen y adueñarse de Volkaran.
—Pero yo, sí —añadió Bane con candidez.
Agah'ran pareció muy divertido. Incluso apartó el frasco de perfume para dirigirle una mirada más detenida.
—¿De veras, muchacho?
—Sí, Majestad. Le he estado dando vueltas al asunto. ¿Y si, de pronto, apareciera de nuevo en Volkaran, sano y salvo? Podría proclamar que los elfos me raptasteis pero que había conseguido escapar. El pueblo me quiere y eso me convertiría en un héroe. Stephen y Ana no tendrían más remedio que acogerme.
—Pero Stephen intentaría librarse de ti otra vez —replicó Agah'ran con un bostezo, al tiempo que se pasaba una mano cansada por la frente. La hora de la siesta ya había quedado atrás—. Y, aunque tú sacaras algún provecho, no alcanzamos a ver qué saldríamos ganando nosotros.
—Mucho, mi señor —dijo Bane con frialdad—. Si el rey y la reina muriesen de pronto, si los dos desaparecieran, yo heredaría el trono.
—¡Vaya, vaya! —murmuró Agah'ran, abriendo tanto los ojos que la pintura de sus párpados se cuarteó. —Ayuda de cámara, llama a los guardias —ordenó Tretar, interpretando sus gestos—. Que se lleven al muchacho. Bane le dirigió una mirada furibunda.
—¡Señor, estáis hablándole a un príncipe de Volkaran! Tretar miró al emperador y observó un parpadeo de diversión en sus maquillados ojos. El conde hizo una reverencia ante el príncipe. —Os pido disculpas, Alteza. Su Majestad Imperial ha quedado sumamente complacido con la entrevista, pero ahora se siente fatigado. —Y padecemos una fuerte jaqueca —añadió Agah'ran, llevándose las yemas de los dedos a las sienes. —Lamento que Su Majestad esté indispuesto —proclamó Bane con gran seriedad—. Me retiraré.
—Gracias, Alteza —dijo Tretar, mientras hacía un cortés esfuerzo por contener la risa—. Guardias, haced el favor de escoltar a Su Alteza Real a sus aposentos.
Los guardias entraron en la sala y se llevaron a Bane. El chiquillo dirigió una mirada disimulada e inquisitiva a Tretar. El conde sonrió, indicando que todo estaba en orden. Bane, visiblemente satisfecho, salió entre los guardianes avanzando con un garbo y una elegancia que pocos jóvenes elfos igualarían.
—Admirable —comentó el emperador, aunque había recurrido de nuevo al frasco de esencia.
—Confío en que no será necesario recordar a Su Majestad que estamos tratando con humanos y que no debemos dejarnos afectar por sus costumbres bárbaras.
—Gracias por comentarlo, conde, pero puedes tener por seguro que ese relato nauseabundo de asesinos y rameras ha borrado por completo nuestro apetito. Tenemos un sistema digestivo sumamente delicado, Tretar.
—Soy conocedor de ello, Majestad, y os pido mis más humildes disculpas por haberos perturbado.
—Aun así —reflexionó el emperador—, si el muchacho accediera al trono de Volkaran, tendría razones para estarnos profundamente agradecido.
—Así es, Luz del Imperio —respondió Tretar—. Como poco, seguro que se negaría a aliarse con el príncipe Reesh'ahn, dejaría que los rebeldes se las arreglaran solos y, tal vez, incluso se lo podría convencer para que les declarara la guerra. También sugiero a Su Majestad Imperial que podría ofrecerse para actuar como protector del joven rey Bane. Podríamos enviar una fuerza de ocupación para ayudarlo a mantener la paz entre las diversas facciones enfrentadas de humanos. Por su propio bien, naturalmente.
A Agah'ran le brillaron las pupilas bajo el maquillaje.
—¿Insinúas, Tretar, que este muchacho podría entregarnos Volkaran sin más?
—Sí, mi señor, eso opino. A cambio de una sustanciosa compensación, desde luego.
—¿Y qué hay de esos magos, los «misteriarcas»? —El emperador puso una mueca de asco al verse obligado a pronunciar aquella palabra humana. El conde se encogió de hombros.
—Están agonizando, Majestad Imperial. Son arrogantes, tercos y desagradables; incluso los de su propia raza desconfían de ellos. Dudo que nos molesten, pero, si lo hacen, el muchacho los mantendrá a raya.
—¿Y los kenkari? ¿Qué hay de nuestros hechiceros?
—Que hagan lo que quieran, mi señor. Una vez conquistados y sometidos los humanos, podréis concentrar vuestras fuerzas en la liquidación de los rebeldes. Aplastados éstos, podréis barrer a los gegs de Drevlin y adueñaros de la Tumpa-chumpa. Entonces ya no tendréis más necesidad de las almas de los muertos, Luz del Imperio. ¿Para qué las querréis, cuando estarán a vuestras órdenes las almas de todos los vivos de Ariano?
—Muy ingenioso, conde Tretar. Os alabamos. —Gracias, mi señor —murmuró el conde con una profunda reverencia. —Pero tu plan llevará tiempo. —Sí, Majestad Imperial.
—¿Y qué vamos a hacer con esos condenados gegs que han detenido la máquina y nos han cortado el suministro de agua? —El capitán Sang-Drax... por cierto, un oficial excelente (llamó la atención de Su Majestad acerca de él)... nos ha traído una prisionera geg.
—Eso hemos oído. —El emperador sostuvo el frasco bajo su nariz como si el olor hubiera conseguido filtrarse en su mitad del palacio—. Y no entendemos por qué. Ya tenemos un par de ellos en el jardín zoológico, ¿verdad?
—Su Majestad está de un humor excelente, esta mañana —comentó Tretar, añadiendo la carcajada que Agah'ran, como bien sabía el conde, estaba esperando.
—No lo estamos —declaró el monarca, repentinamente malhumorado—. Nada anda bien. Pero suponemos que esa geg tiene alguna importancia para ti, ¿no es eso?
—Sí, mi señor. Como rehén. Os sugiero que ofrezcamos a los gegs un ultimátum: o vuelven a poner en funcionamiento la Tumpa-chumpa, o recibirán en varias cajitas los restos de la enana.
—¿Y qué es un geg más o menos, Tretar? Se reproducen como ratas. No veo qué...
—Su Majestad Imperial me perdone, pero los gegs son una raza muy unida. Comparten la creencia, bastante peregrina, de que lo que le sucede a un geg les sucede a todos. Me parece que la amenaza debería bastar para persuadirlos a cumplir nuestras indicaciones.
—Si así lo crees, conde, daremos esa orden.
—Gracias, mi señor. Y ahora, ya que Su Majestad parece fatigado...
—Lo estamos, Tretar, lo estamos. Son las cargas del estado, querido conde, las presiones del cargo... Sin embargo, se nos ocurre una pregunta.
—¿Sí, Luz del Imperio?
—¿Cómo devolvemos al muchacho a Voltaran sin despertar las sospechas de los humanos? Y, si lo enviamos, ¿cómo haremos para impedir que el rey Stephen, sencillamente, se deshaga de él a escondidas? —Agah'ran movió la cabeza y quedó casi exhausto del esfuerzo—. Vemos demasiadas dificultades...
—Descansad tranquilo, Monarca Magnífico. Ya he pensado en todo eso.
—¿De veras? —Sí, mi señor.
—¿Y qué propones que hagamos, conde?
Tretar echó un vistazo a los esclavos y al ayuda de cámara. Luego, se inclinó hacia su perfumada Majestad Imperial y le cuchicheó algo al oído. Agah'ran miró a su ministro, perplejo por unos instantes. Después, una lenta sonrisa asomó en los labios pintados con coral molido. El emperador era consciente de la inteligencia de su ministro, igual que éste sabía que el monarca, pese a las apariencias, no era ningún estúpido.
—Lo aprobamos, conde. ¿Te encargarás de disponerlo todo? —Dadlo por hecho, Majestad Imperial.
—¿Qué le dirás al muchacho? Estará impaciente por marcharse... —Debo reconocer, mi señor —dijo el conde con una sonrisa—, que fue el chico quien me sugirió el plan.
—Ese astuto diablillo... ¿Todos los niños humanos son como éste, Tretar?
—Supongo que no, Majestad, o los humanos ya nos habrían derrotado hace mucho.
—Sí, bien... Éste, al menos, merece ser vigilado. No lo pierdas de vista, Tretar. Nos encantará conocer más detalles del asunto, pero en otra ocasión. —Agah'ran se pasó la mano por la frente con gesto lánguido—. La jaqueca aumenta por momentos.
—Mi señor padece mucho por su pueblo —musitó Tretar con una profunda reverencia.
—Lo sabemos, Tretar. Lo sabemos. —Agah'ran exhaló un suspiro dolorido—. Y el pueblo no lo aprecia.
—Al contrario, mi señor. Todos os adoran. Ayudad a Su Majestad —ordenó el conde, chasqueando los dedos.
El ayuda de cámara reaccionó con un respingo. Varios esclavos acudieron apresuradamente desde todas direcciones para ofrecerle compresas frías, toallas calientes, vino tibio y agua helada.
—Llevadnos a nuestra alcoba —dijo Agah'ran con voz desmayada.
El ayuda de cámara se hizo cargo de las operaciones y dirigió la compleja maniobra. El conde Tretar aguardó hasta que el emperador fue alzado del diván, colocado entre cojines de seda en una litera dorada y transportado en procesión, a la velocidad de un gusano del coral (para no trastornar el sentido del equilibrio del monarca), hacia la cámara real. Ya cerca de la puerta, Agah'ran hizo un débil gesto.
Tretar, que había estado observando atentamente, acudió a su lado de inmediato.
—¿Sí, mi señor? —El muchacho tiene a alguien con él. Un humano extraño cuya piel se ha vuelto azul.
—Sí, Majestad Imperial —respondió Tretar, quien no creyó necesario extenderse en su explicación—. Así me han informado.
—¿Qué hay de él?
—No tenéis de qué preocuparos, mi señor. Me llegaron rumores de que el hombre era uno de los misteriarcas e interrogué al capitán Sang-Drax. Al respecto; según el capitán, el individuo de la piel azulada sólo es el sirviente personal del muchacho.
Agah'ran asintió, se recostó entre los cojines y cerró los párpados. Los esclavos se lo llevaron. Tretar esperó hasta estar seguro de que el emperador ya no lo necesitaba y a continuación, con una sonrisa de satisfacción, se dirigió a poner en marcha los primeros pasos de su plan.
PALACIO REAL,
ISLAS VOLKARAN
REINO MEDIO
El castillo del rey Stephen en la isla de Providencia tenía un aspecto muy distinto del de su correspondiente en Aristagón. El Imperanon era una vasta acumulación de edificios de diseño bello y elegante, con torres de esbeltas agujas y delicados minaretes decorados con mosaicos, motivos pintados y volutas talladas. La fortaleza del rey Stephen, en cambio, era sólida, recia y construida a base de rectas; sus torres sombrías, erizadas de almenas, se alzaban oscuras y ominosas hacia el cielo de color humo. Tal casa, tal dueño, decía el refrán.
La noche en el Imperanon se iluminaba con hachones y candelabros. En Volkaran, el suave resplandor del Firmamento se reflejaba en la piel escamosa de los dragones vigías, apostados en lo alto de las torres. Las fogatas de vigilancia brillaban intensamente en la media luz, señalando el camino a los corsarios de dragones que regresaban y proporcionando calor a los centinelas, cuyos ojos nunca dejaban de escrutar los cielos en busca de las naves dragón elfas.
El hecho de que ninguna nave dragón de los elfos se hubiera atrevido a surcar los cielos de Volkaran desde hacía muchísimo tiempo no relajaba la guardia de los centinelas. Pero en la ciudad de Festfol, situada en las inmediaciones de las murallas del castillo, había quienes murmuraban que Stephen no temía la presencia de las naves dragón elfas. No; los enemigos de los que estaba pendiente se hallaban más cerca y procedían del kiracurso
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, no del kanacurso.
Alfred, quien vivió durante un tiempo entre los humanos, escribió la siguiente descripción de esta raza. Su título es
Una historia desconcertante
.
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Los elfos de Ariano no se habrían hecho fuertes y poderosos si los humanos hubieran sido capaces de unirse. Juntos como raza, los humanos podrían haber formado una muralla que los elfos no habrían podido penetrar. Podrían haber aprovechado fácilmente las diversas guerras entre los clanes elfos para haber establecido posiciones firmes en Aristagón (o, por lo menos, para evitar que los expulsaran).
Pero los humanos, que consideran a los elfos débiles y vanidosos, cometieron el error de despreciarlos. Las diversas facciones humanas, con su larga historia de disputas sangrientas, estaban más interesadas en pelearse entre ellas que en defenderse de los ataques de los elfos. En pocas palabras, los humanos se derrotaron a sí mismos y quedaron tan exhaustos que los poderosos paxarias sólo tuvieron que patalear y gritar «¡buuu!», para que sus enemigos huyeran aterrorizados.
Los humanos fueron expulsados de Aristagón y escaparon a las islas Volkaran y al extenso territorio continental de Ulyndia, donde habrían podido reagrupar sus fuerzas. Durante la guerra de la Sangre Hermana que se desencadenó entre los elfos, los humanos habrían conseguido recuperar con facilidad todo el territorio que habían perdido. No es exagerado decir que incluso habrían logrado adueñarse del Imperanon, pues los humanos contaban en aquel tiempo con la ayuda de los misteriarcas, cuyas facultades mágicas estaban mucho más desarrolladas que las de cualquier elfo, a excepción de los kenkari, y éstos se mantenían neutrales, supuestamente, en la guerra civil de los clanes.
Sin embargo, las luchas intestinas de su propia raza irritaban a los poderosos misteriarcas. Hastiados, tras decidir que sus esfuerzos por traer la paz entre las belicosas facciones eran inútiles, los grandes magos abandonaron el Reino Medio y viajaron al Superior, a las ciudades construidas allí por los sartán, donde esperaban vivir en paz. Su partida dejó a los humanos vulnerables al ataque de los elfos de Tribus que, tras haber derrotado y unido por la fuerza a los demás clanes elfos, volvieron su atención a los corsarios humanos que habían estado atacando y pirateando los transportes elfos de agua desde Drevlin.