Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
Cuanto más avanzaba por el pasillo, más olía a puro.
Cruzó la puerta de una sala espaciosa con grandes ventanales en la pared del fondo. Al verle, otro guardián del orden se levantó como un resorte de una mesita y le dijo:
–¡Oiga!
D'Agosta miró por la sala, ignorándole, hasta que vio a un hombre vestido de oscuro que se inclinaba hacia la mesa de billar del fondo, envuelto en una nube de humo.
–¿Sería tan amable de decirme a qué vie...?
–No.
D'Agosta se alejó del empleado y pasó junto a una serie de mesas de billar, con lámparas bajas que proyectaban círculos de luz en las superficies de color esmeralda. Eran las seis de la tarde. Al otro lado de las ventanas, el rectángulo de Central Park era un pozo de oscuridad. Nueva York estaba en ese momento mágico del crepúsculo en que apenas hay luz y el resplandor de la ciudad iguala el del cielo.
D'Agosta se detuvo a unos tres metros del hombre, sacó la libreta, la abrió y anotó «Bullard, 20 de octubre». Después esperó.
Pensaba que Bullard levantaría la cabeza y reconocería su presencia, pero no fue así. El jugador, con el rostro a oscuras, se acercó un poco más al paño verde y golpeó otra bola. Después aplicó tiza al palo con un giro rápido de la muñeca, rodeó la mesa y dio otro golpe.
D'Agosta nunca había visto una mesa de billar como esa. Era de un tamaño exagerado, con los agujeros y las bolas mucho más pequeños, y solo de dos colores, rojo y blanco.
–¿Señor Bullard?
Bullard se dispuso a practicar otro lanzamiento sin hacerle el menor caso. Tenía una espalda enorme y unos hombros muy anchos, que tensaban la seda del traje. Lo único visible para D'Agosta era la punta luminosa de un puro descomunal, y dos manos grandes y nudosas dentro del círculo de luz, con unas venas en el dorso que por su grosor y redondez parecían lombrices azules. En una de las manos llevaba dos anillos de oro inmensos. El jugador hizo su jugada, rodeó la mesa y dio otro golpe.
De repente, justo cuando D'Agosta se disponía a hablar, Bullard se irguió, dio media vuelta, se quitó el puro de la boca y dijo:
–¿Qué quiere?
D'Agosta contempló su rostro durante un minuto antes de contestar. Probablemente no hubiera nadie más feo en toda la faz de la tierra. Tenía una cabeza tan enorme y morena que, aunque el resto del cuerpo fuera digno de un oso grizzly, no dejaría de parecer pequeño en comparación. La mandíbula salida, apoyada en unos músculos protuberantes, conectaba con unos lóbulos fláccidos. En el centro, el color blanco de los labios, secos y carnosos, contrastaba con la oscuridad de la piel, ofreciendo una combinación especialmente fea. La nariz era muy bulbosa, las cejas muy pobladas y los ojos muy hundidos. Sobre las cejas, una frente cuadrada enlazaba con el cuero cabelludo, calvo, sembrado de pecas y manchas de vejez. La impresión general era de enorme fuerza bruta y gran seguridad, tanto mental como física. Sus movimientos, que hacían susurrar la seda azul del traje, eran pesados y lentos, como los de un musculoso caballo de tiro.
D'Agosta se humedeció los labios.
–Tengo que hacerle unas preguntas.
Bullard le miró, volvió a ponerse el puro en la boca, se apoyó en la mesa y dio un suave golpe a una de las bolas.
–Si aquí no puede concentrarse, siempre podemos hacerlo en comisaría.
–Un minuto.
D'Agosta consultó su reloj, y al mirar al otro lado de la sala vio que el pesado del empleado les observaba con las manos juntas y una sonrisita afectada.
Bullard dio la espalda al sargento y se apoyó en la mesa con todo su peso, haciendo que la seda, al levantarse, dejase a la vista un trozo de camisa blanca de algodón perfectamente planchada y unos tirantes rojos. Otro golpecito, acompañado por el susurro de la seda.
–Se le ha acabado el minuto, Bullard.
Bullard levantó el taco bruscamente, aplicó tiza a la punta y volvió a inclinarse. Pensaba dar algunos golpes más, el muy cabrón.
–¿Sabe que me está cabreando?
Bullard hizo su jugada y rodeó la mesa para preparar la siguiente.
–Eso es que necesita un cursillo de autocontrol.
Deslizó el taco en ambos sentidos antes de empujarlo con enorme suavidad e imprimir un movimiento de siete u ocho centímetros a la bola, que tocó la de al lado.
Fue la gota que colmó el vaso.
–Mire, Bullard, a la siguiente jugada le pongo las esposas y salimos por la puerta principal, para que nos vea el portero y todos los que pasen por delante. Le llevaré por Central Park South hasta Columbus Circle, donde tengo aparcado el coche patrulla. Luego pediré refuerzos por la radio, y mientras llegan le dejaré esperando en la acera de Columbus Circle, con las manos esposadas en la espalda, en plena tarde de sábado.
La mano de Bullard quedó inmóvil en el taco. Al cabo de un momento, Bullard se irguió con los músculos de la mandíbula en tensión, introdujo una mano en la chaqueta y marcó un número en su teléfono móvil.
–Creo que voy a decirle al alcalde que uno de sus hombres acaba de amenazarme con malas palabras.
–Usted mismo. No sé si se ha fijado, pero soy de la policía de Southampton y el alcalde me importa un carajo.
Bullard acercó el móvil a su oreja, mientras se ponía el puro en la boca.
–Entonces está fuera de su jurisdicción, y la amenaza de arrestarme es una impostura.
–Tengo la categoría de enlace con el FBI, delegación del distrito sur de Manhattan. –D'Agosta abrió la cartera, sacó una de las tarjetas que le había dado Pendergast y la tiró sobre la mesa de billar–. Si quiere quejarse al supervisor, es el agente especial Carlton. Aquí tiene su número.
Funcionó. Bullard cerró el teléfono con parsimonia y tiró el puro a la escupidera del rincón, donde siguió humeando entre la arena.
–Bueno, ya ha conseguido mi atención.
D'Agosta sacó la libreta. No estaba dispuesto a seguir perdiendo el tiempo.
–El dieciséis de octubre a las dos y dos de la madrugada Jeremy Grove llamó a su número privado, que no aparece en el listín. Tengo entendido que es el de su yate. La llamada duró cuarenta y dos minutos, ¿me equivoco?
–No me consta haber recibido ninguna llamada.
–¿Ah, no? –D'Agosta sacó de la libreta una fotocopia de la lista de llamadas y se la enseñó–. Pues a la compañía telefónica sí.
–No tengo por qué mirarlo.
¿Había alguien más que pudiera ponerse al teléfono? Me interesaría saber todos los nombres. Novia, cocinero, canguro... Quien sea.
Preparó el bolígrafo.
El silencio se alargó.
–A esas horas estaba solo en el yate.
–Entonces ¿quién cogió el teléfono? ¿El gato?
–No pienso contestar ninguna pregunta más sin la presencia de mi abogado.
La voz hacía juego con la cara. Era tan grave y rocallosa que cada palabra sonaba como la fricción de una cerilla en la columna vertebral de D'Agosta.
–Voy a decirle una cosa, señor Bullard, acaba de mentir. Ha mentido a un policía. Eso es resistencia a la autoridad. Si quiere llamar a su abogado, llámelo, pero será desde comisaría, y después de haber salido juntos a la calle. ¿Es lo que quiere? ¿O prefiere que volvamos a intentarlo?
–Esto es un club de caballeros. Le agradecería que no levantase la voz.
–Es que soy un poco duro de oído. Además, yo no soy ningún caballero.
D'Agosta esperó.
Algo parecido a una sonrisa tensó los labios blancos de Bullard.
–Ahora que lo dice, sí que me acuerdo de la llamada de Grove. Hacía mucho tiempo que no hablábamos.
–¿Qué se dijeron?
–De todo.
–De todo. –D'Agosta lo anotó: «De todo»–. ¿Durante cuarenta y dos minutos?
–Nos pusimos al día.
–¿Tenían mucha relación?
–Habíamos coincidido solo un par de veces. No éramos amigos.
–¿Cuándo le conoció?
–Hace años. No me acuerdo.
–Se lo vuelvo a preguntar: ¿de qué hablaron?
–Me contó lo que había estado haciendo...
–¿Es decir?
–No me acuerdo de nada en concreto. Escribir artículos, dar cenas... Todo eso.
Otra vez como en el caso de Cutforth: mentiras. El muy cabrón mentía como un cosaco.
–¿Y usted? ¿Qué le contó?
–Más o menos lo mismo. Sobre mi trabajo, mi empresa...
–¿Por qué motivo le llamó?
–Eso tendrá que preguntárselo a él. Fue una simple puesta al día.
–¿Le llamó después de medianoche solo para ponerse al día?
–Exactamente.
–Y ¿cómo sabía su número, si no aparece en el listín?
–Debí de dárselo algún día.
–Creía que no eran amigos.
Bullard se encogió de hombros.
–Pues se lo daría otra persona.
D'Agosta dedicó unos instantes a observarle. Seguía en el mismo sitio que antes, entre la luz y la sombra, que le tapaba los ojos.
–¿Le pareció asustado o preocupado?
–Que yo sepa no. La verdad es que no me acuerdo.
–¿Conoce a Nigel Cutforth?
La respuesta de Bullard tardó un poco.
–No.
–¿Y a Ranier Beckmann?
–No.
Esta vez no hubo ninguna pausa.
–¿Y al conde Isidor Fosco?
–Me suena el nombre. Creo haberlo visto alguna vez en las revistas del corazón.
–¿Lady Milbanke? ¿Jonathan Frederick?
–No y no.
Era totalmente inútil. D'Agosta se sabía vencido, así que cerró la libreta.
–Aún no hemos terminado con usted, señor Bullard.
Este había vuelto a colocarse frente a la mesa de billar.
–Pues yo con usted sí, sargento. No lo dude.
D'Agosta dio media vuelta; estaba a punto de marcharse cuando se volvió una vez más.
–Espero que no esté planeando ningún viaje al extranjero, señor Bullard.
Silencio. A la vista del resultado, D'Agosta siguió con su estrategia.
–Podría declararle testigo esencial y limitar sus movimientos. –Sabía muy bien que eso era imposible, pero su sexto sentido le dijo que había dado en el blanco–. ¿Le gustaría?
Bullard se hacía el sordo, pero D'Agosta estaba seguro de que le había oído. Dio media vuelta y se encaminó hacia la salida, pasando al lado de las mesas verdes, con sus pequeños agujeros.
Al llegar a la puerta se detuvo y lanzó una mirada hostil al empleado, cuya sonrisa se borró de golpe y fue sustituida por una expresión de máxima neutralidad.
–¿Qué juego es ese? ¿Billar?
–Snooker, señor.
–¿Snooker?
D'Agosta le miró fijamente. ¿Se estaba cachondeando? Sonaba a un servicio especial de prostituta. Sin embargo, la expresión del empleado no delataba nada.
Salió a buscar el ascensor y bajó a la calle. Al demonio con el portero y sus normas.
Las últimas luces del crepúsculo morían lentamente en la gran sala de billar del New York Athletic Club. Locke Bullard fumaba al lado de la mesa, con el taco en una mano, pero ya no la veía ni tampoco las bolas. Pasaron sesenta segundos. Dejó el taco en la mesa, fue al bar y cogió el teléfono. Había que hacer algo cuanto antes. Tenía negocios importantes en Italia. Nadie le impediría llevarlos a cabo, y menos un sargento con ínfulas.
D'Agosta se paró en un escalón del New York Athletic Club para mirar su reloj. Solo eran las seis y media de la tarde. Pendergast le había emplazado a las nueve en lo que denominaba su «residencia de la parte alta», para comparar sus notas sobre las entrevistas del día. Buscó en su bolsillo y encontró la llave que le había dado. Las nueve. Le sobraba tiempo. Si no le engañaba la memoria, en la esquina de Broadway con la calle Sesenta y uno había un pequeño pub irlandés que servía unas hamburguesas muy correctas. Podía cenar y tomarse una cerveza bien fría.
Al volverse hacia la recepción, su mirada se encontró con la del portero que le había obligado a dar la vuelta a la manzana. Se quedó un poco más de tiempo en el escalón, solo para fastidiar. El portero le observaba desde su garita con expresión amojamada y de malas pulgas, mientras colgaba el teléfono interno. ¡Caray! A veces parecía que en Manhattan el mayor requisito para trabajar de portero fuera ser un fósil agilipollado.
Mientras D'Agosta bajaba tranquilamente a la acera y torcía a la izquierda por Central Park South, volvió a pensar en Pendergast. ¿Para qué necesitaba una casa en la parte alta? Por lo que había oído, el apartamento de Pendergast en el Dakota era más grande que la mayoría de las casas. Se sacó la tarjeta del bolsillo: Riverside Drive 891. ¿A qué altura quedaba? Debía de ser una de las mansiones de Riverside Park, por la calle Noventa y seis.
Llevaba demasiado tiempo fuera de Nueva York. Años atrás habría calculado mentalmente la travesía solo con ver el número.
Mullin's Pub seguía donde siempre. Era un simple garito, con una barra larga y algunas viejas mesas de madera en la pared opuesta. D'Agosta entró, animado por la idea de una auténtica hamburguesa neoyorquina poco hecha con queso, y no una de esas porquerías con aguacate, rúcula, camembert y panceta que vendían en Southampton por quince dólares.
Una hora después, con el estómago lleno, se dirigió hacia el norte, a la estación del metro de la calle Sesenta y seis. Ya eran las siete y media, pero seguía habiendo un millón de coches y tantos bocinazos como automóviles. Era un caos de acero y cromo en el que no faltó un Impala dorado de los años ochenta con ventanas ahumadas que casi le pasó por encima de los pies. Tras acompañar el paso de aquella carraca con una retahíla de insultos, D'Agosta se metió en la boca del metro. Después de pelearse con la tarjeta magnética, bajó al andén del IRT con destino al norte. Aunque hubiera matado una hora, aún llegaría con antelación. Quizá hubiera sido mejor quedarse en Mullin's para otra cervecita.
En menos de un minuto, un fragor
in crescendo
y la expulsión de un globo de aire viciado por la oscuridad del túnel anunciaron la llegada del tren. D'Agosta subió, encontró un asiento libre, se acomodó en el plástico duro y cerró los ojos. Contaba las paradas casi instintivamente: calles Setenta y dos, Setenta y nueve, Ochenta y seis... Al notar el frenazo que anunciaba la Noventa y seis, abrió los ojos, se levantó y salió por el lado sur de la estación.
Después de cruzar Broadway, siguió hacia el oeste por la calle Noventa y cuatro, pasó West End Avenue y llegó a Riverside Drive. Al otro lado de los árboles, y de la estrecha cinta verde de Riverside Park, reconoció la West End Highway y el río. La tarde era muy agradable, pero se estaba nublando y el aire olía a humedad. Las lentas aguas del Hudson parecían tinta negra. Las luces de New Jersey punteaban la otra orilla. Un pequeño relámpago hizo parpadear el cielo.