La mano del diablo (13 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

BOOK: La mano del diablo
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Sus perseguidores ya habían penetrado en la arboleda. Eran rápidos. D'Agosta siguió corriendo sin importarle el ruido, ya que la vegetación no era tan densa como para esconderle durante más de uno o dos minutos. Se dirigía hacia el sur, dejando un ruido de ramitas rotas. Si conseguía despistarles, aunque solo fuera unos minutos, podría volver a Riverside Drive e ir hacia Broadway, una calle demasiado transitada como para que se atreviesen a seguirle. Hizo un rápido repaso a sus opciones. La comisaría más próxima estaba en la calle Noventa y cinco, entre Broadway y Amsterdam. Decidió que sería su objetivo.

Oyó cómo corrían los hombres. Uno de ellos gritó algo al otro, cuya respuesta fue más débil. D'Agosta comprendió enseguida la situación: se habían dividido. Le perseguían desde ambos lados del estrecho parque.

«Mierda.»

Corrió por el bosque sin incorporarse, pistola en mano. No tenía tiempo de detenerse para hacer planes. Tampoco de usar la radio, ni de nada que no fuera simplemente correr. A su izquierda, las débiles luces de Riverside Drive parpadeaban a través de los árboles; a su derecha, un largo talud poblado de maleza descendía hacia West Side Highway. El zumbido de los coches llegaba desde mucho más abajo. Pensó en descender corriendo y tratar de llegar a la carretera, pero había tanta maleza que corría el riesgo de enredarse con los helechos.

Si así sucedía, se convertiría en blanco fácil para ser abatido desde arriba.

El bosque se interrumpía bruscamente. Salió a una serie de paseos paralelos con vistas al río, separados por jardines y árboles. Era un lugar vulnerable, pero no tenía más remedio que seguir corriendo.

«¿Quién coño me persigue? –pensó–. ¿Atracadores? ¿Tíos que odian a la policía?». Había dejado de ser una víctima circunstancial. Ahora iban a por él. Le habían seguido hacia el norte de la ciudad, y tenían alguna razón para darle caza.

Dejó atrás la parte ajardinada, sin cesar de agacharse, y de repente, al llegar a unas hileras de bancos de hierro, vio algo a su izquierda: era un puntito rojo que le perseguía con movimientos nerviosos de luciérnaga.

Una mira láser.

Se arrojó hacia la derecha justo en el momento de la detonación. La bala chocó con el metal del banco y, tras un rebote estremecedor, desapareció zumbando en la oscuridad. D'Agosta cayó en un macizo de flores, rodó torpemente y se puso de rodillas, en posición de disparo. Al ver algo oscuro que se movía deprisa, recortado en la penumbra del césped, disparó dos veces, rodó por el suelo, se levantó y echó nuevamente a correr, maldiciéndose por no haber hecho bastantes prácticas de tiro. De todos modos, aunque hubiera fallado, los disparos siempre tenían la ventaja de hacer que sus perseguidores fueran más cuidadosos y más lentos. Al menos en teoría. Cruzó el fondo del jardín y se metió entre los árboles.

Otro punto rojo en movimiento. Al siguiente disparo se lanzó al asfalto, rodó (haciéndose un corte en la rodilla) y siguió corriendo. Le disparaban con armas de gran calibre. Sabían lo que hacían. Los disparos de D'Agosta no les habían arredrado en lo más mínimo.

Asesinos profesionales.

Corrió por una zona de juegos infantiles que le obligó a saltar por encima de un balancín y de un cajón de arena. Mientras cruzaba una placita con una fuente, jadeó de cansancio. No estaba en forma. Se había abandonado. Los días de entreno en el gimnasio de la policía quedaban muy lejos.

Después de saltar un murito de piedra, aterrizó de nuevo en el talud empinado y boscoso que bajaba hacia la carretera. Se agachó a esperar al otro lado del murito. Tendrían que cruzar el paseo descubierto. Era el momento de dispararles. Apretó el arma con ambas manos y trató de recuperar el control de su respiración. «No presiones el gatillo –se dijo–. Que se dispare casi por sorpresa. No puedes malgastar ni un tiro.»

«¡Ahora!». Las oscuras siluetas salieron deprisa de entre los árboles. D'Agosta disparó tres veces seguidas.

Las luces rojas bailaban entre las ramas sobre su cabeza. Olvidó los consejos que acababa de darse, soltó una palabrota en voz alta y disparó varias veces contra los bultos negros. No oía nada aparte de las detonaciones, pero sintió el impacto de varias balas en la piedra, justo delante de su cara. No perdían el tiempo, los muy cabrones.

En cambio él había fallado por un kilómetro, y no era de extrañar, porque llevaba tres años sin hacer prácticas, y su puntería se le había quedado más vieja que los premios de tiro que tenía colgados en la pared.

Se apartó del murito de piedra y corrió en paralelo a él, agachado y rezando para no exponer la espalda. Al mismo tiempo hizo saltar el cargador de la pistola y lo examinó en la penumbra. Estaba vacío. Por lo tanto, solo le quedaba una bala en la recámara. Catorce disparos malgastados.

De pronto vio dibujarse algo entre los árboles: el puente sobre la rampa de acceso de la calle Ciento diez, más vallado que una jaula. Corría el riesgo de quedar acorralado y dejarse matar como un conejo.

Sin embargo, dar media vuelta (es decir, volver a saltar el murito de piedra y cruzar el paseo abierto) equivalía a echarse en brazos de sus perseguidores. Era un suicidio.

Miró rápidamente a la derecha. Solo le quedaba una alternativa: la carretera o nada. Salir a West Side Highway, parar el tráfico y armar follón, mientras pedía ayuda por radio. Ahí no le perseguirían ni le dispararían.

Se lanzó cuesta abajo sin pensárselo dos veces y rodó (o cayó) por el talud, apartando a manotazos las zarzas y las hiedras venenosas. Las ramas se clavaban cruelmente en la tela de su uniforme. Las piedras afiladas de la cuesta magullaban sus hombros y rodillas.

¡Pam! Otro disparo.

La inclinación del talud se hizo más pronunciada. D'Agosta rodó hasta donde pudo. Luego se esforzó en ponerse de nuevo en pie y volvió a correr, mientras miraba fugazmente por encima del hombro. Les oía abrirse camino entre las zarzas, a menos de diez metros por encima de él. Desesperado, dio media vuelta y disparó contra el bulto más cercano, que se apartó a un lado y regresó a la carga. D'Agosta se volvió y corrió con todas sus fuerzas. Su corazón latía a una velocidad peligrosa. De repente el ruido de los coches se intensificó. Los faros de los automóviles se filtraban por entre los árboles y, ahora sí ahora no, le iluminaban.

¡Pam! ¡Pam!

Se agachó y corrió en zigzag. Solo faltaban quince metros para llegar a la carretera. Los faros ya le alcanzaban de lleno, convirtiéndole en un blanco fácil.

Diez metros más. Cada vez había menos árboles y más basura y maleza. ¡Pam!

La cuesta se suavizó. Seis o siete metros para el borde de la carretera. Corrió en línea recta, con todas sus fuerzas... Pum. Cayó hacia atrás.

Se quedó unos segundos en el suelo, atontado y pensando que le habían pegado un tiro, pero luego comprendió que había chocado con la valla metálica situada justo encima de la carretera. La abarcó rápidamente con la mirada: encima una alambrada, abajo una tela metálica destrozada por los yonquis y al fondo esqueletos de coches. Claro. En otros tiempos, había recorrido esa carretera un millón de veces y había visto la valla colgando peligrosamente sobre él, poblada de basura y hojas en descomposición. Otro olvido debido a los años pasados en la Columbia Británica. Estaba atrapado.

No tenía escapatoria. Se apoyó en una rodilla y se volvió para plantarles cara. «Una bala, dos hombres.» No le salían las cuentas.

Quince

Las llamas bajas de la chimenea bañaban las estanterías de una luz rojiza, aliviando el frío y la humedad del aire. A cada lado de la chimenea había un sillón de orejas. Uno estaba ocupado por el agente especial Pendergast y el otro por Constance Greene, pálida y esbelta, con un vestido muy bien planchado y plisado. Delante, los restos del té vespertino: tazas y platos, un colador, una jarrita de crema y galletas digestivas. El aire, inmóvil, olía a cera de muebles y bocací. Las estanterías ocupaban hasta el último rincón, con viejos libros encuadernados en piel, cuyas inscripciones doradas reflejaban la luz del fuego.

Los ojos plateados de Pendergast miraron el reloj de la repisa de la chimenea y volvieron a concentrarse en la lectura de un viejo periódico. Su voz siguió murmurando:

–«Siete de agosto de 1964. Washington. Hoy, por ochenta y ocho votos a favor y cuatro en contra, el senado de Estados Unidos ha autorizado al presidente Johnson a emplear todas las medidas necesaria a fin de rechazar los ataques armados contra las fuerzas estadounidenses en Vietnam. La votación se producía tras el bombardeo de dos barcos de la marina estadounidense por parte de Vietnam del Norte en el golfo de Tonkín...»

Constance prestaba gran atención a la lectura. Una página frágil y amarilla susurró cuando Pendergast la pasó suavemente.

La joven levantó la mano. Pendergast dejó de leer.

–No estoy segura de poder soportar otra guerra. ¿Será mala?

–De las peores. Dividirá al país.

–Pues dejémosla para mañana.

Pendergast asintió, dobló el periódico con cuidado y lo dejó sobre la mesa.

–Apenas doy crédito a la crueldad del último siglo. Me afecta en lo más hondo.

Pendergast inclinó la cabeza en señal de aquiescencia.

Constance movió lentamente la suya de un lado a otro, haciendo que el resplandor de las llamas se reflejase en sus ojos oscuros y en su pelo negro y liso.

–¿Cree que este nuevo siglo será igual de bárbaro?

–El siglo XX nos ha mostrado la cara negativa de la física. Este siglo nos mostrará la cara negativa de la química. Será el último siglo de la humanidad, Constance.

–¡Qué cínico!

–Ojalá Dios me contradiga.

En ese momento se desmoronó una pared de brasas, abriendo una herida roja en el fuego. Pendergast salió de su inmovilidad.

–Y ahora ¿qué te parece si pasamos a los resultados de tu búsqueda?

–Con mucho gusto. –Constance se levantó, se acercó a una pared de estanterías y volvió con varios volúmenes en octavo–. El abad Trithemius, el
Líber de Angelis,
el texto de McMaster, el
Líber Juratus,
el
Secretum Philosophorum
y naturalmente el
Ars Notorium.
Tratados sobre cómo vender el alma, invocar al diablo y otros temas afines. –Dejó los libros sobre una mesita–. Todos pretenden ser testimonios presenciales. Están escritos en latín, en griego antiguo, en arameo, en francés antiguo, en escandinavo antiguo y en inglés medio. Sin olvidar los grimorios.

–Manuales de magia –dijo Pendergast, asintiendo con la cabeza.

–El más conocido es
La llave de Salomón.
Muchos de estos documentos pertenecían a sectas y órdenes secretas, comunes entre la nobleza medieval. Al parecer, en muchos casos ejercían prácticas satánicas.

Pendergast volvió a asentir.

–Me interesan especialmente los relatos en que el diablo reclama el pago de una deuda.

–Hay muchos. Por ejemplo... –señaló la tapa carcomida del
Ars Notorium
con cierta repugnancia– el relato de Geoffrey, catedrático de la Universidad de Kent.

–Sigue.

–Las narraciones no se apartan mucho del tema fáustico, salvo en algunos detalles. Un erudito inquieto e insatisfecho, un manuscrito, la invocación al diablo, la realización y quebranto de promesas y por último un final ardiente. El maestro Geoffrey en cuestión era un doctor en filosofía de Oxford de principios del siglo XV, químico y matemático. Su gran pasión era el misterio de los números primos. Pasó muchos años en su estudio calculándolos hasta cinco dígitos. Algunos cálculos requerían más de un año de trabajo, y se dice que necesitó una pequeña ayuda para terminarlos. En Oriel College corrían rumores sobre cánticos, malos olores, ruidos inexplicables y luces extrañas en la habitación del sabio hasta altas horas de la noche. El maestro siguió ejerciendo la docencia y haciendo experimentos de alquimia. Su fama llegó muy lejos. Decían que había descubierto el arcano para transformar el plomo en oro, y fue admitido en la Orden del Cáliz de Oro por el mismísimo rey Enrique VI. Publicó su gran obra
The Nyne Numbers of God,
y era conocido en toda Europa por su sabiduría y erudición.

»Sin embargo, llegó el día en que todo cambió. En el apogeo de su celebridad se volvió nervioso, desconfiado, extraño. Enfermaba a menudo y convalecía en su habitación. Cualquier ruido le sobresaltaba. Pareció adelgazar, y sus ojos eran como los ojos grandes y vacíos de un becerro en el matadero. Pidió que le pusieran cerraduras de latón, y que le revistieran la puerta con tiras de hierro.

»Un día sus alumnos, al ver que no acudía a desayunar, subieron a sus aposentos y encontraron la puerta cerrada. Al tocar el hierro lo encontraron caliente, y percibieron un olor de fósforo y sulfuro. Les costó mucho derribar la puerta.

»El espectáculo que encontraron era horrible. Geoffrey, catedrático de la Universidad de Kent, yacía en su camastro de madera vestido de pies a cabeza, como para ser enterrado. Su piel no presentaba cortes, fisuras ni morados, pero su corazón estaba junto al cuerpo, parcialmente quemado, y aún desprendía humo. Dijeron que únicamente dejó de latir al ser rociado con agua bendita. Entonces explotó. Los detalles son ligeramente... desagradables.

Pendergast miró rápidamente a la joven. Constance se inclinó, bebió un sorbo de té, dejó la taza en la mesita y sonrió.

–¿Los textos describen la manera exacta de invocar al Príncipe de las Tinieblas?

–El invocador trazaba alrededor de su persona un círculo que solía tener tres metros de diámetro. Lo habitual era dibujarlo con un
arthame,
un cuchillo ceremonial. A menudo ese círculo contenía otros más pequeños, o estrellas de cinco puntas. Lo más importante era no romper el círculo durante la ceremonia. Mientras permaneciese en su interior, el invocador estaba a salvo de los demonios a quienes llamaba.

–¿Y una vez invocados los demonios?

–Se hacía un contrato. Lo típico: riqueza, poder y conocimiento a cambio del alma inmortal. Naturalmente, la historia prototípica es la de Fausto, sobre todo en su parte final.

Pendergast la animó a seguir con un gesto de aquiescencia.

–Después de su pacto personal con el diablo, Fausto gozó de todo el poder que siempre había anhelado, terrenal y sobrenatural, pero también recibió otras cosas. Se quejaba de que nunca estaba solo, de que en las paredes había ojos observándole y de ruidos extraños, como dientes castañeteando. Pese a ser dueño de todo lo que podía poseer un mortal, perdió el sosiego, y a la larga, cuando se aproximaba el final de su contrato, empezó a leer la Biblia y a proclamar en voz alta su arrepentimiento. La última noche la pasó llorando amargamente con sus compañeros de bebida, lamentando sus pecados y rogando al cielo que demorase el paso de las horas.

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